LA VIOLENCIA EN CENTROAMÉRICA
/ POR MARCELO COLUSSI
Introducción
Al
hablar de la violencia debe hacerse una precisión muy importante desde el
inicio: no estamos ante un instinto de orden biológico, ante un comportamiento
natural, genético, que nos marca un camino ineludible. La violencia, en
cualquiera de sus formas -dado que adquiere muy diversas manifestaciones- hay
que entenderla como resultado de un
complejo proceso de humanización, de socialización, donde la cría humana deviene uno más, adaptada a lo
que se considera la normalidad dominante, siempre en una relación tensa y
dinámica con otros dos grandes elementos: el conflicto y el poder.
La realidad humana, en términos histórico-sociales, no puede abordarse desde el concepto biológico de homeostasis (equilibrio). Nuestra condición en este campo está marcada por el conflicto, por la lucha, por la desavenencia. Ello es producto de la manera en que esa cría ingresa en el orden simbólico que la constituye como un ser humano, a partir de una tensión originaria que siempre podrá hacer ver al otro -además de compañero- como posible rival. En otros términos: no podemos considerar a la violencia como un elemento “maligno” en sí mismo, casi como una “esencia”, sino en una dialéctica y compleja relación con los otros elementos de la tríada: el conflicto y el poder, distintivos de lo humano.
Distintas
miradas, en Occidente y en Oriente, en distintas cosmovisiones a lo largo de la
historia, la conceptualizan como un elemento presente en nuestro devenir en
tanto especie, adversándola o aceptándola resignadamente como parte constitutiva
de nuestra condición, pero siempre dándole un lugar, no considerándola una rara
anomalía. En cualquier latitud y en cualquier momento histórico, hay guerra,
opresión, distintas formas de violencia. “La guerra («pólemos») es padre de
todas las cosas”, dirá Heráclito en la antigüedad clásica de Grecia. “La
historia es un altar sacrificial”, expresa Hegel, y Marx retoma esa idea
agregando que “La violencia es la partera de la historia”.
En
otros términos: es consustancial a la humano. “Si quieres la paz, prepárate
para la guerra”, rezaba un dicho romano. La violencia es la expresión más
evidente -y descarnada, a veces sangrienta- de los eternos juegos de poder. Su
presencia, no obstante, no puede aplaudirse ni glorificarse; en todo caso, debe
oponérsele algo para mantenerla al nivel más bajo posible. He ahí la ley
entonces, que organiza las sociedades. La ley, que no necesariamente es justa
ni equitativa, que está formulada siempre desde una posición de poder (“Es
lo que conviene al más fuerte” sentencia Trasímaco en la Grecia clásica,
“Está hecha para y por los dominadores, y concede escasas prerrogativas a los
dominados”, agrega Sigmund Freud en 1932), nos aleja del caos permitiendo
la convivencia social. De todas maneras, la violencia de algún modo siempre se
filtra, asumiendo distintas formas.
Más
que escandalizarnos de la violencia -o, más precisamente dicho, de las
violencias, dado que asumen muy distintas formas-, podemos/debemos encararlas
con inteligencia para ver cómo se pueden desmontar, atemperar, buscar su
procesamiento. Apuntar a un paraíso de paz y sosiego es un imposible, un camino
inconducente; pero tampoco puede apostarse por el darwinismo social, por la
apología del más fuerte, santificando la violencia y entronizando las
jerarquías sociales como algo natural, o de carácter divino. Lo humano es
siempre histórico, y las modalidades que han adquirido las violencias también
lo son; por tanto, es pensable un mundo -o, para nuestro caso ahora: una región
centroamericana- con índices de violencia más bajos, donde la vida no sea solo
un desafío diario, sino que valga la pena vivirla.
Centroamérica: “países bananeros”
La
visión -sin dudas estereotipada- que en el mundo se tiene de la región
centroamericana es de gran atraso comparativo, subdesarrollo, pobreza,
corrupción e impunidad. Obligado patio trasero del imperio estadounidense, su
producción es -como dijera Eduardo Galeano- “economía de postre”: banano, café
y azúcar.
Esto
es lo que inspiró el denigrante mote de “países bananeros”. Últimamente se
agrega a la lista la palma aceitera, o palma africana, dedicada a la
elaboración de biocombustible, básicamente para el mercado norteamericano. Sin
dudas, es la región más empobrecida de todo el continente americano, donde las
diferencias económico-sociales son más evidentes, más marcadas.
La
violencia, en alguna de sus numerosas formas, acompaña toda su historia, desde
la llegada de los invasores españoles hace más de 500 años; la época
republicana, que arranca al mismo tiempo para todo el istmo en los inicios del
siglo XIX, no trajo ninguna independencia. De la corona española, sin solución
de continuidad se pasó a depender de Washington, Doctrina Monroe mediante.
Todos los países de la región (Guatemala, El Salvador, Nicaragua, Honduras,
Belice, Costa Rica en menor medida) tienen una triste y truculenta historia de
violencias.
Toda
la región, por un complejo entrecruzamiento de causas, evidencia una historia
de violencias siempre muy crudas, sin anestesia, si vale decirlo así, con
fiereza. Todo eso es producto de una historia que, al día de hoy, ya entrada la
tercera década del siglo XXI, presenta las violencias como algonormalizado.
Adversadas por un lado, pero asumidas al mismo tiempo como una cultura
dominante: algo que siempre fue así y no se ve necesitada de cambio, hacen
parte consustancial de toda la región, con una aspereza mayor que en otras
zonas del continente.
Lo que estalló en forma sangrienta mostrando niveles
de crueldad alarmantes, lo que se puso en total evidencia con las guerras
internas que prácticamente toda la región vivió en estas últimas décadas, no es
sino la expresión de algo que hoy sigue presente, y que viene desde siglos
atrás. “La historia inmediata no es suficiente para explicar el
enfrentamiento armado”, concluyó la Comisión para el Esclarecimiento
Histórico al investigar la guerra civil en Guatemala, conclusiones que pueden
ser válidas -salvando las distancias- para todos los países del área que
sufrieron procesos similares.
“La concentración del poder económico y político, el
carácter racista y discriminatorio de la sociedad frente a la mayoría de la
población que es indígena, y la exclusión económica y social de grandes
sectores empobrecidos -mayas y ladinos- se han expresado en el analfabetismo y
la consolidación de comunidades locales aisladas y excluidas de la nación”. (CEH: 1998.)
Luego de los recientes años donde, en el marco de la
Guerra Fría que vivían las dos superpotencias de entonces: Estados Unidos y la
Unión Soviética, los países del istmo se desangraron en conflictos internos,
hoy día, aunque formalmente ya no se libran guerras en ningún territorio
centroamericano entre fuerzas formales, la percepción dominante hace sentir la
vida cotidiana como que sí, efectivamente, se vivieran un clima quasi bélico.
En la actualidad, repitiendo los índices de violencia que se podían encontrar
durante la guerra, la situación cotidiana nos confronta con nuevas formas de
violencia, amenazantes y paralizantes. No hay enfrentamientos armados entre
ejércitos o fuerzas estatales y movimientos guerrilleros insurgentes, pero la
situación de inseguridad que se vive a diario, en zonas urbanas y rurales,
comparativamente es por igual de preocupante.
En
muy buena medida a partir de las matrices de opinión generadas por los medios
masivos de comunicación, tiende a identificarse “violencia” con “delincuencia”.
Sin embargo, la realidad es mucho más compleja que esa simplificación. Esa
identificación es, cuanto menos, errónea, si no producto de una
interesada manipulación. La violencia homicida a la que nos tiene acostumbrados
la prensa comercial asienta en un trasfondo de pobreza estructural histórica, y
un elemento no puede disociarse del otro, aunque en la vivencia cotidiana -por
cierto: tremendamente manipulada- la criminalidad delincuencial se la hace
aparecer de manera escandalosa como el principal “pandemonio”. Pero se pueden anotar como causas de
la situación actual, de esta “epidemia” de violencias que se sufre a diario -y
que no es solo delincuencia- un entrecruzamiento de factores:
- La pauperización generalizada, con un promedio regional que ronda el
50% de la población bajo el límite de pobreza (Costa Rica es la
excepción).
- La desigualdad y exclusión en la distribución de los recursos
económicos, políticos y sociales, con irritantes asimetrías entre grupos
sociales.
- El legado histórico de violencia y su consecuente aceptación en la
dinámica cotidiana normal. Además de las devastadoras guerras internas de
largos y sombríos años, también puede mencionarse como una constante
normalizada: corrupción, dictaduras, elecciones fraudulentas, violación
sistemática a los derechos humanos, marcado racismo, cultura patriarcal
como pauta dominante, menosprecio de lo diverso.
- Una cultura de violencia que se manifiesta desde el mismo Estado y la
forma en la que éste se relaciona con la población: abuso de poder, y al
mismo tiempo, ausencia o debilidad extrema en su función específica de
brindar servicios públicos (salud, educación, infraestructura básica,
transporte, seguridad ciudadana). Lo único que funciona aceitadamente es
la represión de la protesta popular.
- El autoritarismo como constante en las formas de relacionamiento
social.
- La impunidad generalizada, con sistemas de justicia débiles e
inoperantes, ineficientes en el cumplimiento de su función específica.
- Una incontenible proliferación de armas de fuego.
- Marcada militarización de la cultura ciudadana (con una cantidad
desconocida de empresas de seguridad privada, muchas de ellas trabajando
sin las correspondientes autorizaciones de ley, aumentando
exponencialmente la cantidad de agentes armados por estas empresas en
relación a la fuerza policial pública). A ello se suma una generalizada
paranoia social con respuestas reactivas: medidas de seguridad por todas
partes, población civil armada, desconfianza, casas amuralladas, barrotes
y alambradas, puestos de control.
- Silencio y falta de información sobre los efectos de la violencia, y
en particular, desconocimiento de la historia y de las raíces violentas
que marcan la sociedad.
- Una acentuada cultura de silencio, producto de la ineficiencia de los
sistemas de justicia, y también herencia del miedo generado por los
conflictos armados recientemente vividos, todo lo cual predispone para no
presentar denuncias, no decir nada, dejar pasar, aguantar. Y en el peor de
los casos, tomar justicia por mano propia; de ahí que los linchamientos no
son fenómenos raros en esa dinámica.
Todas las causas arriba mencionadas interactúan entre
sí. Las condiciones cotidianas de vida son angustiantes; si bien la democracia
política reinante permite una “mayor cuota de libertad” en relación a lo vivido
durante las pasadas guerras, la población vive cautiva de este clima de
inseguridad, atemorizada, “de rodillas”, tal como lo repite machaconamente la
prensa corporativa y alternativa.
La violencia: una forma de
vida (“cultura de violencia”)
Para evidenciar que sí, efectivamente, se vive una
“cultura de violencia generalizada”, valga este ejemplo: un adolescente hijo de
un diplomático escandinavo que pasó unos meses de vacaciones en Guatemala
visitando a su padre, habiéndose mimetizado con la cotidianeidad local luego de
ese corto período, de regreso en su país fue enviando a un psicólogo porque se
lo encontraba demasiado “desadaptado”. (Concretamente: muy violento). Esa
normalización de las distintas formas de violencias que se da en toda la región
tiene motivaciones históricas y culturales que se enraízan en largos procesos
de la “ecología social y cultural” de las realidades.
Junto al trauma y el sufrimiento que se genera en las
víctimas de cualquier forma de violencia, lo cual refuerza en un círculo
vicioso su normalidad y aceptación resignada, se encuentran costos económicos
abrumadores a nivel nacional, que evidencian que las mismas son un factor
altamente negativo en la construcción de sociedades más justas y equilibradas.
Dichos costos se estiman en alrededor del 8% del Producto Interno Bruto (PIB)
regional, donde se incluyen la seguridad de los ciudadanos, los procesos
judiciales y los gastos de los sistemas de salud.
Para abordar las violencias en su justa dimensión en
una lectura desde las ciencias sociales (Sociología, Antropología, Historia,
Psicología, siempre en clave de pensamiento crítico), deben distinguirse al
menos cinco categorías. Las mismas actúan retroalimentándose la una a la otra.
La cuestión que se plantea es ¿cómo superar esa historia de injusticias,
asimetrías, desvalorizaciones, desprecio por el otro? Hay ahí una muy largo y
arduo trabajo por delante.
1.
La violencia social y
económica en cada país: los niveles de
pobreza, la marginalidad e informalidad laboral, la vulnerabilidad, la
precariedad generalizada, los niveles agudos de desnutrición, analfabetismo y
de salud integral. La falta de calidad de vida y bienestar, de oportunidades de
movilidad y ascenso social y económico. Ambas violencias se relacionan con las
migraciones masivas en el llamado Triángulo Norte de Centroamérica. Que quede
claro que la pobreza no es necesariamente sinónimo de violencia, pero puede
funcionar como caldo de cultivo de su expresión descarnada en la delincuencia,
o en la violencia intrafamiliar. Pero el hecho que exista gente excluida y sin
mayores perspectivas a futuro, eso sí ya es algo muy violento.
2.
La violencia
histórico-estructural estatal:
La violencia y terrorismo del(os) aparato(s) del(os) Estado(os) en
Centroamérica y las guerras civiles/conflictos armados y su composición
orgánica. Los Estados deben garantizar la vida y su calidad para todos sus
habitantes; contrariamente, los Estados de la región son, en muchísimas
ocasiones, los principales actores violentos. Piénsese, por ejemplo, en las guerras
recientes de la región, donde el llamado “enemigo interno” fue brutalmente
masacrado.
3.
La violencia
patriarcal: femicidio y su normalización, violencia
de género, contra la de diversidad sexual (LGBTQ+), violencia intrafamiliar y
criminalización del aborto y otras subcategorías más. El machismo es una
práctica hondamente arraigada, donde las mujeres reciben los golpes, pero es
una cultura que atraviesa a todos y todas lo que debe cambiarse. Estamos ahí
ante un reto fenomenal; es preciso un hondo trabajo educativo a nivel regional
para ir cambiando viejos patrones que se resisten a ser transformados.
4.
La violencia étnica y
sociocultural: de las “sociedades mayoritarias” sobre
“las sociedades minoritarias”. Los Estados
centroamericanos y sus políticas
estructurales racistas. El genocidio y las defensas territoriales. Represión sistemática y continua. Las poblaciones indígenas (que en Guatemala son mayoría, pero igualmente oprimidas) son, históricamente, objeto de exclusión
económico-social. No es raro escuchar en la región el infamante dicho de “seré
pobre pero no indio”. Un racismo visceral atraviesa los países de la zona, lo
cual constituye una tremenda violación de derechos básicos; siempre,
sistemáticamente, los peores índices económicos y de marginación se encuentran
en estos grupos (pueblos originarios o afrodescendientes).
5.
La violencia
psicológica y física normalizada en la cotidianeidad: la delincuencia. Cultura de violencia generalizada. Delincuencia
común, crimen organizado, narcoactividad, contrabando, trata de personas y
derivados. En cualquier esquina un ciudadano puede ser asaltado, a veces con
lujo de violencia, para que se le sustraiga un reloj, o un teléfono celular. La
vida cotidiana no es fácil. Por cualquier momento se puede generar una
balacera, y ver cadáveres por allí es algo relativamente cotidiano. La
violencia pasó a ser “normal”.
¿Cómo cambiar todo esto?
Revertir
esa cultura ya instaurada en los imaginarios colectivos implica un muy fuerte y
prolongado trabajo multifactorial. Deben ser los Estados, con políticas
públicas sostenibles, los encargados de llevar adelante esos proyectos. Ello
implica, como mínimo, un sustancial mejoramiento en las condiciones de vida de
las poblaciones y un muy hondo cuestionamiento educativo-cultural, pensando en
cambios que se verán no inmediatamente sino en las próximas generaciones.
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