LA VOZ DE MARISA
El compromiso del rigor: solo
hacía una película si le gustaba el guion. Entonces se tiraba a la piscina con
la gente que empezaba o en proyectos arriesgadísimos
Marisa Paredes, en un fotograma de Tacones
lejanos.
2005.
Festival internacional de cine de Miami.
Esta
que les escribe presenta una película que ha competido en la sección oficial.
Unos momentos antes de la entrega de premios con Marisa Paredes como maestra de
ceremonias, se acerca Chema Prado, entonces director de la Filmoteca Española,
y me lleva a un aparte. Chema es una de las personalidades que, desde la
discreción y la elegancia, más ha hecho por la cultura española en el mundo. Él
sí que es verdadera Marca España.
–Oye…
A Bob Rafelson le ha gustado mucho tu película. Yo creo que te vas a llevar
algo.
“Llevarse algo”. A la novata que ha hecho una película modesta, pequeña, le tiemblan las piernas. Como no está acostumbrada a que las cosas salgan bien –ya saben; la mística del perdedor– su primera reacción es dudar de tal posibilidad. Pero si Chema dice que le ha gustado a Rafelson, el presidente del jurado, el director de El cartero siempre llama dos veces y de Las montañas de la luna, imágenes que una tiene clavadas en el cerebro desde hace décadas… Pues será verdad. Más tembleque. Una sensación extraña para alguien que desconfía enormemente de lo que el común de los mortales considera “éxito”.
Como
sufro de tabaquismo agudo, me asalta una necesidad imperiosa de fumar, pero
estamos en Florida, donde no se puede sacar un cigarro en plena calle, menos en
el hotel donde estamos, pero la peña puede llevar un pistolón en el cinto. Así
que salgo a un pasillo, sola, buscando como una posesa un lugar donde
esconderme y practicar el vicio terrible. Y entonces me topo con Marisa, que me
ve apretando el paquete de tabaco. La he conocido hace pocos días, en el
Festival y hasta ese momento apenas he hablado con ella, pero su rostro y su
voz son familiares porque llevo toda mi vida viéndola, escuchándola. En Las
bicicletas son para el verano (Chávarri, 1984) o en Ópera prima
(Trueba, 1980). Y Almodóvar, claro. La sor Estiércol de Entre tinieblas
(1983), la escritora con el corazón roto de La flor de mi secreto (1995)
o la cantante Becky del Páramo de Tacones Lejanos (1995) tan parecida a
ella misma: esa portería hincada en el suelo madrileño, la de la señora Petra y
la emoción del recuerdo de la niña que ve pasar a los actores camino del Teatro
español y quiere seguirles los pasos. Hasta la voz de Luz Casal la hizo suya,
que ya es hacer. Bien alta, clara, digna, corajuda, consecuente desde los
tiempos de la huelga de artistas contra la explotación laboral franquista,
siempre del lado de la libertad –la verdadera, no la de las cañitas– y del amor
lleno de respeto a su profesión. El compromiso seguía: preparaba teatro con
Lluis Pasqual y este mismo verano rodó Periferia (2025), la última
película de Carlos Molinero que aún está por estrenar. El compromiso del rigor:
solo hacía una película si le gustaba el guion. Entonces se tiraba a la piscina
con la gente que empezaba o en proyectos arriesgadísimos como Tras el
cristal (1986) de Agustí Villaronga. Y también el cine con acento mexicano,
o en italiano, en toda Europa. Una estrella internacional.
Rodaje
de Periferia (Molinero, 2025). / Pedro Mambrú
–¿Vas
a fumar? –pregunta la voz. Esa voz.
–Sí…
Es que estoy nerviosísima.
–Normal
–seguro que su pareja, Chema, le ha contado lo de Rafelson–. Yo también.
La
gran actriz que lleva a sus espaldas todas las tablas y todos los rodajes, está
nerviosa por una entrega de premios en un Festival que no es de primera
división. Increíble.
–Pero
Marisa, si esto para ti tiene que ser un paseíllo.
–Calla,
calla… Estoy hecha un flan.
Recuerdo
entonces algo que me contaron los compañeros del teatro María Guerrero, donde
trabajé siendo pipiola. Haciendo el Polonio de Hamlet (Plaza, 1989) el
grandísimo Alberto Closas que, a esas alturas tenía más mili que Cascorro,
obligaba a un técnico a que le empujara para salir a escena.
–Tenía
tanto miedo que si no le daban el empujón, no salía.
Marisa
se ríe.
–Uy,
Closas. Sí, sí… ¡qué me vas a contar!
Hace
mucho que Closas se fue al cielo de los cómicos –que imagino siempre como el
desaparecido bar del ambigú del mismo teatro María Guerrero–, pocos años
después de su papel en ese Hamlet. Pero el miedo escénico sigue vivo en
los grandes actores, actrices. Si no, no lo serían.
–Vamos
al baño. –Decide, rápida. Tiene más prisa aún que yo. Faltan escasos quince
minutos para que empiece la entrega de premios.
Recorremos
más pasillos hasta llegar al recóndito baño de señoras y nos encerramos en uno
de los váteres echando el pestillo y abriendo la ventana que da a un
jardín.
–Esto
rejuvenece, parecemos dos chavalas en el colegio de monjas.
Y
es verdad: parece una niña rebelde, los ojos pícaros, la sonrisa
desafiante.
–¡Igual!
Jajajaja –se ríe ella.
–Sí,
ríete, pero como nos pillen… Está prohibidísimo –argumento yo, siempre temerosa
de las normas y leyes.
–Bueno,
mira… Que les den. Lo de esta gente es que no tiene remedio. En Nueva York me
han insultado por fumar en la calle, esos energúmenos… ¿Y sabes lo que les
grité yo? ¡¡Id a firmar el protocolo de Kioto!!
Nos
reímos las dos a carcajadas llamándoles cabrones y otras lindezas, dejamos las
colillas bien a la vista en el alféizar como un último acto de rebeldía y
salimos casi corriendo para llegar justo a tiempo a la sala donde se celebraba
la cosa. Al cabo de un rato, Marisa me entregó el premio del jurado. O sea, el
de Bob Rafelson.
Por
ahí anda el trozo de cristal tallado. No tiene valor y ya casi nadie se acuerda
de ese premio, ni siquiera yo. De aquel día, sin embargo, recordaré a Marisa
encerrada en el baño, su voz resonando en los azulejos americanos. Es ella, la
Paredes, te dices. La voz sale de la memoria, dice que quiere ir al teatro, al
otro lado de la plaza, donde siempre quiso estar. Eso es el éxito.
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