LA REVUELTA
Imagen del
programa de RTVE 'La Revuelta'X
Hay en ciertos sectores progresistas una marcada tendencia a refugiarse en el narcisismo contemplativo. Prefieren observar el mundo desde arriba, con desdén, para así sentirse moralmente superiores e inmaculados. Como a la esposa de César, no les basta con ser, también tienen que parecer. Me pregunto qué utilidad tiene eso de convertirte en un oasis de superioridad moral en un mundo gobernado por los Trump y los Milei. Poco consuelo hallo en los “te lo dije” y en los “disfrutad lo votado” mientras se ponen en marcha políticas activas que desmantelan derechos sociales y servicios públicos y que disparan la desigualdad y llevan a la muerte o a la desesperación a la ciudadanía porque ahora el Estado ya no está para pagar medicamentos pero sí para abrirle la cabeza a quien sale a la calle a protestar, o para inspeccionar los genitales de las mujeres que quieren usar un baño público. Porque los que no votamos por estas cosas también acabamos disfrutando de lo votado por otros.
Esta
obsesión por la pureza ideológica nos lleva a olvidar que la finalidad última
de la política es la acción. A la política se llega para transformar las
condiciones materiales de la gente mediante el gobierno y la elaboración de
leyes, no para sentirse mejor o superior. Sin embargo, en plena oleada
reaccionaria, algunas fuerzas progresistas han decidido que es el momento de
echar mano de los consejos de los manuales victorianos más desfasados y
recurrir a la discreción, la sumisión y el silencio mientras vivimos atrapados
en el bucle sin fin de unas guerras culturales que estamos condenados a perder.
La única manera de salir de este eterno retorno de lo rancio es romper de una
vez por todas con esas dinámicas y plantar cara a la reacción sin aceptar sus
reglas del juego.
Todavía
recuerdo el desánimo que sentí tras el cara a cara entre Sánchez y Feijóo en el
primer debate de las últimas elecciones generales. La avalancha de mentiras
descaradas que iba lanzando el líder del PP estaban sepultando mucho más que
las opciones de Sánchez para volver a ser elegido presidente. El fatalismo se
apoderó del PSOE y de la izquierda. Dimos las elecciones por perdidas y
aceptamos que ya no había nada que hacer, y entonces una periodista hizo su
trabajo y días después Sánchez prendió fuego a las redes sociales con un meme
autoparódico. El buen hacer periodístico y el uso del sentido del humor
desactivaron la agenda reaccionaria y frustaron las opciones del PP y Vox.
Apenas año y medio después, y en plena campaña de jueces, prensa y Puigdemont
para derribar al gobierno, parece que se nos han olvidado las lecciones
aprendidas el 23J.
Las
fake news y los bulos son como los turrones, y así como estos últimos pierden
todo su sentido y su gracia fuera de las Navidades, los bulos tampoco funcionan
si no eres ya de entrada un reaccionario. De poco sirven los esfuerzos por
desmontar bulos con datos cuando los destinatarios de estos relatos ya están
convencidos de antemano de que sus prejuicios son ciertos. Esto no quiere decir
que no se tengan que desmentir, aunque solo sea por higiene democrática y
responsabilidad social, pero pensar que los bulos se desactivan con solo
mostrar los datos irrefutables que los desdicen es una ingenuidad. Solo relato
mata relato. Necesitamos relatos que maten a esos otros relatos basados en prejuicios
y en la sinrazón sentimental. Tenemos que dejar de reaccionar para empezar a
generar discursos propios. Si entendiera algo de fútbol diría algo así como que
hay que dejar de salir a jugar a la defensiva y salir al estadio a ganar el
partido.
A
pesar de que tengo un televisor que ahora mismo no me sirve de nada, porque
primero se me rompió el mando a distancia y luego llegó el apagón analógico de
enero, estoy sin embargo al día de lo que se cuece en las parrillas televisas.
Mañana, tarde y noche los programas de las televisiones generalistas han
contribuido a expandir y crear bulos y estados de opinión. Han sido las
televisiones generalistas las que han convertido en un problema un tema
anedóctico como el de las okupaciones y con ello han lastrado las políticas
públicas de vivienda que se han visto arrastradas por un pánico moral tan
ridículo como interesado. En un país en el que se han practicado más de siete
mil deshaucios solamente en el segundo trimestre del año 2024, hemos dedicado
miles de horas de televisión y miles de horas de la conversación pública y
privada a hablar del grave problema de la vivienda desde el punto del vista de
los rentistas responsables de los precios desorbitados y los deshaucios. De
igual modo, quedarán para los anales de la infamia periodística el contador de
rebajas de pena a los violadores con el que se abrían algunos programas tras la
puesta en marcha de la Ley del Sí es Sí y que llevó al gobierno a
aprobar una reforma expréss con la que contentar el prurito punitivista de los
tertulianos catódicos, o el esfuerzo titánico de algunas presentadoras
estrellas en criminalizar y deshumanizar a las personas migrantes hasta
conseguir que la inmigración se convirtiera en el primer problema para los
españoles en las encuestas. Todo esto ha servido de munición de las guerras
culturales con las que se ceban las opciones electorales de las derechas.
Mientras, desde las posiciones progresistas vamos intentando esquivar esas
balas como buenamente podemos, pues es la reacción la que está marcando tanto
la agenda política como los términos y las reglas del juego.
Allá
por los años dos mil, cuando el calentamiento global era solo una advertencia
lejana y los chándales de terciopelo nos parecían elegantes, la violencia de
género y los feminicidios eran despachados por los ministros como asesinatos
pasionales que ni siquiera copaban los titulares de la prensa. El feminismo
hizo entonces un enorme esfuerzo por revertir estos relatos y desde entonces ni
el negacionismo, ni las burlas, ni la propaganda reaccionaria han logrado, por
el momento, que se encare este problema si no es desde el relato y los términos
marcados desde y por el feminismo. Cualquiera que hable de violencia de género
como un tema pasional y secundario, y no como violencia estructural, queda
retratado inmediatamente en la conversación pública como un cretino, lo que
demuestra que es posible elaborar y mantener relatos al margen de los marcados
por y desde la reacción y su agenda. El truco está en no dejar nunca el terreno
de juego vacío -disculpad de nuevo que me arroje en los brazos de lo símiles
futbolísticos pero es que la natación y el yoga no dan tanto juego literario-.
Hasta
hace apenas unas semanas, cualquier persona que tuviera un proyecto importante
del que hacer promoción se veía obligada a pasar por el trance de acudir a
cierto programa de televisión presentado por un señor que si te ríes de él te
amenaza con mandarte a sus abogados. Allí se tenían que sentar a hacer como que
les hacían gracia unos muñecos de trapo que cuentan chistes de tetas y culos,
una pareja que se ríe los chascarrillos entre ellos y una pija que resulta que
no es una parodia sino que es así de verdad. El programa era además líder
indiscutible en su franja horaria y servía de vehículo de trasmisión de todo
tipo de propaganda reaccionaria, bulos y fake news. Fue entonces cuando, por lo
visto, Pedro Sánchez decidió, ya que se aburre en Moncloa porque está la cosa
de España muy aburrida, que era el momento de hundir al susodicho programa de
televisión y movió sus hilos para que desde la televisión pública se fichara a
unos muchachos que contraprogramasen a los bichos de felpa, o eso es lo que la
propaganda reaccionaria anda diciendo porque tienen tan poco sentido del
ridículo como respeto por la verdad y el fair play. Y la cosa acabó con el
hecho destacable de que una berrea de ciervos casi empata en audiencia con Hugh
Grant y con el programa de los muchachos ganando en espectadores cada día al
señor que se enfada si te ríes de él. Está claro que un programa de televisión
y unos chicos jóvenes burlándose de la reacción no serán la chispa de ninguna
revolución social, pero plantar cara y reírse de lo rancio nunca es un mal
lugar desde el que coger la delantera e iniciar una revuelta.
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