EL ASESINATO DE MIGUEL HERNÁNDEZ
ALFREDO
GONZALEZ RUIBAL
El ministro de Cultura, Ernest Urtasun, durante el acto de devolución de bienes incautados por el franquismo, en la Biblioteca Nacional de España.Carlos Luján/ Europa Press
Ha
vuelto a suceder. Por segunda vez en pocos meses, el ministro de Cultura, Ernest
Urtasun, se ha referido a la muerte de Miguel Hernández como asesinato
y han arreciado las críticas. Esta vez, un periódico le ha acusado de propagar
bulos: porque Urtasun es un ignorante que no sabe que el poeta falleció de
muerte natural o lo sabe, pero miente. Hernández se puso enfermó y se murió.
Mala suerte. Fin de la historia.
Manipular la historia no consiste solo en inventarse cosas que no sucedieron, en negarlas o exagerarlas. La mayor parte de las veces la historia se tergiversa contando solo una parte u omitiendo detalles clave. Lo que hace, por ejemplo, la placa que colocó la Sociedad General de Autores en la antigua cárcel de Torrijos en 1985 y que reza “al poeta Miguel Hernández que compuso, en este lugar, las famosas ‘Nanas de la cebolla’ en septiembre de 1939”. ¿Por qué las compuso? ¿A quién se las dedicó? ¿Qué era el lugar donde Hernández escribía poemas? A veces el silencio es una forma de complicidad con la dictadura.
Decir
que Miguel Hernández murió de tuberculosis, aun mencionando que estaba en la
cárcel, es, sin duda, tergiversar la historia.
En
primer lugar, porque omite que Miguel Hernández había sido condenado a treinta
años de prisión por sus ideas. Treinta años por pensar, hablar y escribir. Por
ejercer derechos humanos básicos. En segundo lugar, porque omite el trato
brutal que sufrió Hernández en prisión, como tantos otros: palizas, hambre y
falta de tratamiento médico. En tercer lugar, porque omite que Hernández murió
de una enfermedad que se disparó tras una guerra civil provocada por militares
golpistas. Y finalmente, y esto es clave, porque omite que morir de
tuberculosis, como de cualquier otra enfermedad infecciosa, era varias veces
más probable en la cárcel que fuera de ella: por el hacinamiento, el hambre y
la insalubridad. Las autoridades lo sabían perfectamente.
Existen
investigaciones que comparan la morbilidad y mortalidad de la población libre y
reclusa en la posguerra. Es el caso del penal de Valdenoceda, en Burgos. El
estudio de las causas de muerte registradas en el cementerio de la localidad y
en prisión determinó que la probabilidad de fallecer a causa de enfermedades
nutricionales y del aparato digestivo (es decir, de hambre) era cinco veces
superior para los reclusos. En el caso de tuberculosis, un preso tenía cuatro
veces más probabilidades de morir de la enfermedad que una persona libre en la
misma zona.
En
cambio, las principales causas de fallecimiento en libertad eran las dolencias
cardiovasculares y del sistema respiratorio (excluida la tuberculosis). Como
antes de la guerra. Que la muerte no tenía nada de natural queda de manifiesto
también en el hecho de que la mayor mortalidad en la población libre ocurría
entre personas de más de 65 años, mientras que los reclusos fallecían en gran
número entre los 21 y los 60. Edades en las que la mortalidad, en condiciones
normales, es (y era) muy baja.
Los
presos del penal de Valdenoceda no morían. A los presos los mataban. A golpes,
de hambre o de enfermedad, pero los mataban. Y lo que sucedió en Valdenoceda
sucedió en campos de concentración y cárceles en toda España a lo largo de los
años 40. Matar en el paredón o dejar morir en la cárcel son dos formas de
asesinato político.
Dice
el diccionario de la Real Academia Española que asesinar es “matar con
alevosía, ensañamiento o por una recompensa”. El régimen franquista sabía que
sus prisiones causaban la muerte. Sabía que Miguel Hernández estaba enfermo de
tuberculosis. Sabía que moriría de la enfermedad. Y lo dejó morir. Alevosía. Su
calvario se prolongó durante años. Ensañamiento.
Una
parte de la derecha se ha empeñado en blanquear a toda costa la dictadura, a la
que está estrechamente vinculada por ideología. Cuando puede, celebra los supuestos
logros del régimen; cuando no puede, porque es imposible, achaca los problemas
a las circunstancias o a la naturaleza. La posguerra fue muy dura, la gente se
moría. Qué le vamos a hacer. Pero en los años 40 hubo poco de natural en España
y mucho de crimen político: por acción u omisión.
Hace
tres décadas, el sociólogo Pierre Bourdieu escribió un artículo sobre la muerte
de otro gran sociólogo y lo tituló "El asesinato de Maurice
Halbwachs". Halbwachs murió de disentería en el campo de concentración nazi
de Büchenwald en 1945. Y, por razones obvias, nadie objetó al título del
artículo.
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