MORIR BAJO GOBIERNOS DEL PP
POR
NOELIA ADÁNEZ
La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, durante la presentación de los nuevos proyectos sanitarios que albergará el Hospital público Enfermera Isabel Zendal. Imagen de archivo.Europa Press
¿Recuerdan
a Manuel Lamela? Déjenme que les refresque
la memoria.
La carrera política de este abogado del Estado burgalés alcanzó altura a partir de 1997, cuando fue nombrado Subsecretario de Agricultura, Pesca y Alimentación en el Ministerio que dirigía entonces Loyola de Palacio. A principios de 2003 fue nombrado director de gabinete de Rodrigo Rato, ministro de Economía, señor de las tarjetas black, grande de la apropiación indebida y marqués del blanqueo de capitales. A finales del mismo año, Lamela pasó a integrar el equipo de otra aristócrata del Partido Popular, Esperanza Aguirre, quien le reclamó para ocupar la Consejería de Sanidad y Consumo en la Comunidad de Madrid, que por entonces ya presidía la Condesa consorte de Bornos gracias al memorable Tamayazo, es decir, a la presunta compra de dos diputados del PSOE madrileño.
¡Ah,
Lamela y la nobleza del PP! Sigamos. Desde la susodicha Consejería don Manuel
se empleó muy a fondo para cumplir con las dos tareas que la Condesa le había
encomendado: reducir las listas de espera y construir hospitales a troche y
moche. Lo primero lo logró ideando una ingeniería contable con la que ninguna
otra autonomía podría competir. Y no porque fueran menos los pacientes en
espera, sino porque generó unas métricas imposibles de homologar. La
excepción madrileña, hoy llamada libertad, consiste justamente en esto: en
hacer más trampas que nadie. Lo segundo, hablando de trampas, lo consiguió
con 2.280 millones de euros del erario público a los que optaron,
esencialmente, empresas constructoras, algunas de ellas protagonistas de los
seriales Púnica y Gürtel. Sobrecostes, caos financiero y un canon que
seguimos pagando todas las madrileñas y madrileños soportaron aquel esquema de
obra pública y clientelismo centrado en el negocio de la salud; siendo la salud
una mera y muy lucrativa excusa para hacer negocio.
Lamela
inició una ofensiva -la primera de muchas otras que vendrían más tarde-
consistente en la privatización de todos los servicios no sanitarios que se
daban en los hospitales de Madrid. Conforme se ponía de manifiesto que los
siguientes pasos de su consejería se encaminaban a la privatización completa de
la sanidad pública, y conforme las críticas arreciaban en su contra, Lamela
decidió desviar la atención promoviendo una cacería contra el doctor Luís
Montes, el coordinador de las urgencias del Hospital Severo Ochoa de
Madrid. Denuncias anónimas y acusaciones que el tiempo y la justicia
demostraron ser falsas, se vertieron contra un honorable médico anestesista.
Como consecuencia inmediata, comenzaron a disminuir las sedaciones que facilitaban
la muerte, evitando sufrimiento innecesario, de los pacientes terminales en la
sanidad pública de Madrid.
Resumiendo:
para desviar la atención sobre su plan privatizador, el consejero Lamela dio
pábulo a las denuncias anónimas que acusaban a Montes y otros 14 médicos de
haber practicado hasta “400 homicidios” en las urgencias del Severo Ochoa de
Madrid. La reacción de la sociedad civil acabó con su trayectoria al frente de
esta consejería, pero Luis Montes nunca fue restituido en su puesto. Lamela pasó
al sector privado y en él continúa, dando sus servicios como abogado a,
especialmente, clientes vinculados a los sectores agropecuario y sanitario. El
otrora consejero ocupa más de una veintena de cargos en diversas sociedades.
¡Oh, sorpresa!
Aquí
mi compañero Henrique Mariño cuenta que Montes aseguraba:
"Cuando la ciudadanía pierde la confianza en la sanidad pública, es el
momento de desarmarla para que desaparezca". Cualquiera que viva en
Madrid sabe que en esa tarea se afanan los populares que nos gobiernan desde
los tiempos de Lamela. Pero quizá son muchos menos los ciudadanos y ciudadanas
que han tomado en algún momento conciencia de las consecuencias que las falsas
acusaciones contra Luis Montes han tenido en el modo en que morimos en los
hospitales de Madrid.
Pues
bien, morimos en condiciones manifiestamente mejorables por la negativa de
muchos médicos a dispensar una sedación paliativa cuando ya no hay rescate
terapéutico posible, lo que supone un sufrimiento indecible para pacientes y
familias. En la mencionada entrevista, Montes decía: “La incorporación de la
tecnología y determinadas prácticas conllevan mucho sufrimiento cuando la
muerte es inevitable. Entonces nos planteamos una sedación paliativa terminal,
que es evitar el sufrimiento en ese tránsito, que he considerado una buena
práctica médica y que se ha hecho siempre”.
Se
había hecho siempre, hasta que Lamela propició la persecución injustificada y
cruel de los médicos del Severo Ochoa. Desde entonces, al menos en una medida
muy importante, se ha dejado de hacer.
Recientemente
he acompañado a un familiar durante el trance de su muerte en el Hospital 12
de Octubre de Madrid. Mi tío Germán ha muerto con 52 años y un historial de
vida y salud complejo, el propio de un enfermo politoxicómano que rehuía
completar los tratamientos que hubieran estabilizado su salud y quien sabe si
proporcionado una esperanza de vida mayor. Desde el momento en el que se
evidenció que no había alternativa terapéutica a su situación, es decir, que
iba a morir, hasta que se le comenzaron a administrar paliativos, pasaron seis
días y seis noches de dolores y angustia. Seis días y seis noches en los que no
dejamos, al principio de pedir, después ya de demandar de la manera más
enérgica, que se pusiera punto y final a su sufrimiento, y al nuestro. Dio
igual; fuimos víctimas del “efecto Lamela”.
Las
cosas tienen consecuencias. No son solo pacientes hospitalarios quienes mueren
sin recibir los paliativos que precisan. Es imposible no ver la relación que
existe entre el “efecto Lamela” y los ‘protocolos de la vergüenza’. No seamos
ingenuas.
Estoy
convencida de que los muertos en residencias durante la pandemia sin asistencia
sanitaria por decisión alevosa de Isabel Díaz Ayuso, última descendiente en el
poder de la Condesa de Bornos y su legado privatizador, abundan en un modo de
proceder que, si no lo evitamos, está a punto de constituir en esta autonomía
“la normalidad”. Cuando Ayuso afirmó en sede parlamentaria que los mayores de
las residencias “se iban a morir igual”, no solo reconoció que los protocolos
de la vergüenza existieron -después de haberlo negado durante meses- y cuáles
fueron sus consecuencias, también nos hizo a todas y todos una advertencia. En
el Madrid del PP no vamos a morir con dignidad, sino como quienes nos gobiernan
quieran. Y quienes nos gobiernan desde los tiempos de Lamela hacen negocio con
nuestra salud, lo hacen cuando la tenemos y lo hacen cuando carecemos de ella.
El novio defraudador de Díaz Ayuso es el epítome de una trama arraigada y
compleja. Nuestras vidas importan exclusivamente cuando se puede hacer negocio
con ellas; quedó muy claro en pandemia.
La
única buena noticia con relación a todo esto que les cuento es que los médicos
tienen la obligación de tomar en cuenta nuestra voluntad siempre y cuando
conste en un documento de “instrucciones previas” que uds. pueden descargar aquí.
No
lo pospongan. Exijan a las administraciones públicas que tomen en consideración
su voluntad cuando llegue la hora de su muerte; exijan que les tengan en
cuenta. La aprobación de la Ley de Eutanasia en 2021 fue el resultado de
una demanda constante de la sociedad civil canalizada a través de
organizaciones como ‘Derecho a Morir Dignamente’ . Solo la
presión ciudadana borrará de una vez por toda la tétrica sombra que hoy sigue
proyectando el nefasto exconsejero Lamela. Las luchas por la muerte digna son
también el lugar desde el que seguir presionando para que las muertes de
mayores en residencias durante la pandemia tengan consecuencias políticas y
jurídicas. En sociedades administradas por elites crueles bajo el paradigma
neoliberal, también tenemos la obligación de luchar por morir dignamente
mientras sigamos con vida.
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