MENTIR NOS HARÁ
LIBRES
El objetivo de las mentiras es
conseguir que no creamos en nada
Ilustración estadounidense de la
explosión del Maine en el puerto de La Habana, publicada en 1898. / Kurz & Allison. Library of Congress
Este lunes
Donald Trump tomará posesión como lo que se suele llamar hiperbólicamente como
primer líder mundial y será no solo el primer presidente de los EUA condenado
penalmente, sino con toda seguridad el que más mentiras ha proferido –Nixon
incluido–. De lo que he leído o de lo que he entendido de lo que he leído, hay
tres líneas principales de pensamiento que explican que haya pasado lo que ha
pasado. Una es que, como en los bailes de salón, todo es cosa de dos: del que
gana y del que pierde. Otra es que el electorado (buena parte de) ha sido
engañado. La tercera es que al electorado (parte, etc), es como Sterling Hayden
en Johnny Guitar (Nicholas Ray, 1954) y le da igual si Joan Crawford le
miente o no, lo que quiere es escuchar lo que quiere escuchar.
Aunque las tres tengan algo de cierto, en una proporción que deberá descubrir el Partido Demócrata (y después contárnoslo), lo cierto es que la verdad siempre ha cotizado muy bajo en los mercados de la política. Adlai Stevenson II ya perdió en 1952 contra Eisenhower a pesar de plantearse públicamente en la campaña que “si los republicanos dejan de decir mentiras sobre los demócratas, nosotros dejaremos de decir la verdad sobre ellos”. Y aquí, desde que Fernando VII sostuviese aquello de: “Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional”, sabemos por experiencia propia que la falsedad es inherente al oficio de gobernar. Si el probablemente peor rey de España publicó aquel manifiesto falaz es que en el mundo las clases dirigentes se vieron en la necesidad de echar mano de otros argumentos además de los clásicos basados en los sacerdotes y en los sables para legitimarse. Nació la opinión pública: la sustitución de la antorcha y la pica por la prensa como método de protesta y advertencia al poder.
Por no salirnos
del siglo XIX y de las relaciones EUA-Reino de España (un marco temporal y
espacial bastante reducido en términos de Historia de la Humanidad), la que
aquí llamamos Guerra de Cuba fue una colisión entre dos grandes mentiras. Por
un lado, una potencia media en alza, que no tenía nada que perder en un
conflicto regional azuzada por unas cabeceras que disfrazaban de
anticolonialismo los intereses de mercado. Por el otro, un viejo imperio en
caída libre, que se dejó llevar a una guerra que sabía que no podía ganar
empujado por el eterno patrioterismo que siempre está al acecho en el cuerpo de
la prensa española, dispuesto a saltar a la mínima, aunque no siempre se
manifieste, como el herpes. En distintas variantes, esa misma característica ha
estado en la esencia y/o la circunstancia de los posteriores momentos
históricos entre ambos países, desde la bomba de Palomares hasta el trío de las
Azores. Y en todas ellas, nuestro periodismo mainstream nunca ha dejado
de cumplir su papel histórico de flautista de Hamelin.
Pero no es el
momento de mirarnos el ombligo, sino de elevar miras hacia lo que se suele
llamar escenario –no en vano: allí se representan espectáculos– internacional.
El objetivo de las mentiras no es conseguir poner en un cargo a un payaso
malvado con una pistola en lugar de a un zombi que creíamos bienintencionado,
para hacer prácticamente lo mismo. O convencernos de que lo blanco es negro. El
objetivo es conseguir que no creamos en nada. Saqueando una vez más a Hannah
Arendt, “si no se puede distinguir entre la verdad y la mentira, no se puede
distinguir entre el bien y el mal. Con gente así, puedes hacer lo que quieras”
(ella lo dijo refiriéndose a los nazis, pero ahora vale para cualquiera, y más
desde que parece que Hitler era comunista).
Y cuando has
conseguido que nadie crea nada, es cuando las multinacionales se permiten tirar
a la basura los disfraces de entidades ecofriendly y los valores de
defensoras de la diversidad que tanto dinero (y tanto retortijón mental) les
había supuesto implantar, y cuando los Estados se permiten violar sin recato
las normas internacionales de respeto que se habían dado. Lo editorializó
perfectamente hace cien años The Washington Post al final de aquella
guerra hispano-estadounidense pese a que, a efectos internacionales, no dejó de
ser un conflicto pequeño o mediano: “Parece que nos está llegando una nueva
conciencia: un sentimiento de fuerza acompañado de un nuevo apetito, un gran
deseo de mostrar nuestra fuerza. Ambición, interés, sed de conquista
territorial, orgullo, puro placer de pelear, sea cual sea el nombre que le
demos, estamos animados por una nueva sensación. Nos enfrentamos a un extraño
destino. El sabor del imperio está en nuestros labios, como el sabor de la
sangre en la selva”.
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