POETAS QUE SALVAN
VIDAS
ENRIQUE UBIETA GÓMEZ.
Un poeta de Fomento, en la provincia de Sancti Spíritus, soñó un proyecto de difusión de libros online, y creó una sala de lecturas digitales, y distribuye las solicitudes por Internet. Los lectores han crecido en el pueblo, aunque el alcance de sus entregas es mucho mayor. En Camajuaní, Villa Clara, otro poeta se empeña en leer libros en las escuelas o en la puerta de las casas y atraer lectores a la suya, donde se reeditan las tertulias decimonónicas. Ya sea con el uso de la tecnología moderna o a la vieja usanza, ambos Quijotes pelean contra la reducción cognitiva que provocan los mensajes de cuatro o cinco líneas, los reels, y otros flash cegadores que se suceden ininterrumpidamente en las redes “sociales”. Ni Cervantes ni Marx, ni José Martí ni Gabriela Mistral, por solo citar algunos nombres, caben en un mensaje de X, y no podemos prescindir de ellos, ni del legado literario y científico que la Humanidad atesora. No solo pelean contra el influjo reductor de las redes sociales, también contra los apagones que provoca el bloqueo estadounidense. Ellos tratan de generar y a la vez saciar otro tipo de hambre en los seres humanos: el de la espiritualidad, el de la verdad y la belleza.
En
esos pueblos, la electricidad puede faltar durante ocho o diez horas al día.
Pero la madre generosa de otro poeta, compañero de viaje, me ofrece en Vueltas
un café hecho a fuego de leña que sabe a gloria, mientras Zizú, el sobrino
apasionado, me explica la tesis de licenciatura que escribe sobre las aves de
la zona, para proteger su ecosistema. Un país de poetas que no se encierran en
torres de marfil, de estudiantes enamorados preocupados por incidir en su
entorno, es invencible. En Camajuaní, una mypime que produce zapatos y botas de
alta calidad, asociada al Fondo de Bienes Culturales, posee una planta de luz
solar, y nunca detiene la producción. El dueño pertenece a la Banda Municipal,
y así lo llaman y así se nombra la pequeña fábrica: “El músico”.
Mientras
esto sucede, toma posesión de su cargo como Presidente de los Estados Unidos un
delincuente convicto —según un tribunal de su país, no de Irán o de Cuba,
supuestos enemigos— y su Secretario de Estado, hijo de emigrantes económicos
cubanos que abandonaron la isla grande en 1956 (durante el gobierno de
Fulgencio Batista), declara que Cuba, el país que toma de pedestal, aunque
nunca haya pisado sus calles y campos y de cuyo martirio vive, no debe salir de
la lista de países que el imperio —aupiciador del genocidio israelita en Gaza—
define como terroristas, para que nadie pueda financiar o invertir en sus
proyectos de desarrollo. “No tengo ninguna duda de que cumplen todos los
requisitos para ser un estado patrocinador del terrorismo”, dice sin inmutarse,
porque los requisitos de los que habla son sus intereses personales y añade,
ante la sorpresiva decisión de Biden de excluir a Cuba de la espuria lista en
los días finales de su mandato: “Y nada de lo que la administración Biden haya
acordado en las últimas 12 o 18 horas vincula a la próxima administración, que
comienza el lunes”. Así fue, y en su primer día de mandato Trump declaró, como
cualquier capo de mafia, que recuperaría el canal de Panamá y revirtió la
decisión de Biden sobre Cuba. Si esa decisión había reconocido lo que la
comunidad de inteligencia estadounidense ratificaba, la de Trump evidencia que
los intereses valdrán más en su gobierno que la verdad, las leyes y las normas
internacionales. Si Biden se lavó las manos como Poncio Pilatos, después de
haber mantenido intactas las sanciones de su antecesor y sucesor, ahora llegan
los verdaderos gestores y beneficiarios del endurecimiento del bloqueo. Juegan
con el pueblo, con el dolor del pueblo, con sus expectativas. Al imperialismo,
advirtió el Che, “ni un tantico así”.
En
las pequeñas poblaciones de Cuba la vida es más dura. Los salva la solidaridad,
el ingenio popular para sortear escollos sin rendirse, para hacer volar los
sueños como papalotes sin cordel, los valores de una cultura forjada en la
resistencia. El espíritu burlón y creativo de Samuel Feijoo vive en los pueblos
del centro de la Isla, e ilumina los instantes más oscuros. La frase de Fidel,
“la cultura es lo primero que hay que salvar”, tan repetida, debe citarse en su
contexto, porque la identidad que los cubanos defendemos parte de la cultura
popular, pero incluye los valores que forjó el socialismo:
“(…)
la gente aprendió a convivir con todos esos valores y yo lo he apreciado —decía
Fidel en el en el V Congreso de la UNEAC, el 25 de noviembre de 1993—. Todas
esas manifestaciones que veo, para mi son manifestaciones de lo profundamente
arraigadas que están en nuestra sociedad y en nuestro país determinadas ideas,
determinados valores, determinadas creencias que se han puesto aquí de
manifiesto; pero lo menos que puedo sugerir aquí es que seamos capaces de mantener
nuestro apego y nuestro amor por todos esos valores, en estos tiempos tan
difíciles en que tantas cosas nos amenazan, en que tantos riesgos nos amenazan.
Y la cultura es lo primero que hay que salvar”.
No
se sostendrá sin sostenedores. No la heredarán nuestros hijos si no la
conservamos, la reproducimos y la enriquecemos nosotros, aún en medio del
asedio imperialista, de las carencias, de la resignación de algunos o el
abandono de otros. Donde hay poetas que salen a buscar o a crear lectores, y
cumplen la función primaria de acercar y deslumbrar a los necesitados —que es
una manera de salvar vidas—, como el Pechero, diría mi nuevo amigo Zizú,
estudiante de biología, esa ave endémica de Cuba que atrae con su canto a
muchas otras especies; donde hay madres que sostienen con firmeza y ternura el
entramado familiar, hay esperanza. Allí donde otros planifican la muerte, Cuba
proyecta la vida.
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