ESTUVE EN CARACAS Y ME ACORDÉ
DE TI
Dudo que una columnita como esta sirva para hacer cambiar de parecer a quienes llevan décadas bombardeadas por la propaganda de un solo bando
“Vete a
Venezuela” me suelen decir… y allá que fuimos. No pretendo hacer aquí un
análisis profundo de las consecuencias internas e internacionales de la
juramentación de Nicolás Maduro (para eso tienen las estupendas piezas e intervenciones
de compañeros como Inna, Lautaro o Arantxa en
este mismo digital) sino una narración honesta desde el terreno, ahora que
estoy de vuelta en casa. Y como suelen decir los periodistas tramposos, suyas
son las conclusiones.
Para ponernos en antecedentes, la investidura del presidente de Venezuela para el próximo sexenio celebrada el pasado 10 de enero venía precedida de meses de incertidumbre y polémica tras celebrarse las elecciones de julio de 2024. Fue entonces cuando se reactivó con ferocidad una campaña contra el gobierno venezolano en forma de tira y afloja con los resultados electorales, una pugna entre una oposición que se proclamaba vencedora desconociendo los resultados del Consejo Nacional Electoral -pero nunca entregó las cacareadas actas, ni una prueba de sus acusaciones al Tribunal Supremo del país- y un oficialismo cercado por la crisis económica, el “aislamiento” y la salida de millones de venezolanos y venezolanas del país. Argumentos suficientes, aparentemente, como para cubrir todo el proceso con un manto de sospecha y reducirlo a un problema de números y actas, que era el marco en el que quería jugar la derecha. Pero, como recordaba hace poco Juan Carlos Monedero al periodista Xavier Fortes, ¿por qué no se respeta lo que dicta un Tribunal Supremo como el venezolano, y aquí se asume a pies juntillas lo que dicte su homólogo español, un tribunal que ha estado cinco años secuestrado y colapsado incumpliendo la Constitución? El cinismo es atroz.
Obviamente, el despliegue de
seguridad sí era incuestionable, pero qué quieren que les diga, he vivido en
Bruselas, donde el aeropuerto te recibe con un cartel que reza “Somos la casa
de la OTAN” nada más bajar del avión
Al
llegar, no encontramos una Caracas ni sumida en el caos, ni en la tensión, ni
en ese ambiente de polarización guerracivilista que se lee en EL País y se
repite en las tertulias televisivas. La ciudad bullía con sus motocicletas
ruidosas, sus calles de colores, los comercios estaban abiertos, la rumba
retumbaba en los bares, la gente subía y bajaba del metro, aún con luces de
Navidad. La noticia de la falsa detención de María Corina Machado en la víspera
de la investidura, -esa que reprodujeron acríticamente todos los medios
españoles- parecería, vista desde Madrid, una situación casi de estado de
sitio. Pero todo lo que (no) ocurrió en Caracas fue en el marco de una
movilización opositora convocada y celebrada sin mayores consecuencias y con un
muy limitado éxito de participación, preparada, eso sí, como una escenificación
que buscaba más ecos internacionales que domésticos. La normalidad, por
decepcionante que suene, es ya una victoria. Una normalidad que, según me
contaban, ha costado lograr los últimos meses, por eso, quizá, el sentir era de
cierto alivio, de remontada. Primera incógnita despejada.
Obviamente,
el despliegue de seguridad sí era incuestionable, pero qué quieren que les
diga, he vivido en Bruselas, donde el aeropuerto te recibe con un cartel que
reza “Somos la casa de la OTAN” nada más bajar del avión. Yo, que residía a las
puertas del barrio de Schaerbeek, en plenos años de alerta antiterrorista,
también me movía entre militares, tanquetas y rifles en la calle y nadie allí parecía
incómodo con el estado policial. Con la diferencia de que a los militares
belgas nadie les arengaba a conspirar para cometer un golpe de estado, cosa que
sí ocurre en Venezuela, donde las fuerzas armadas bolivarianas reciben una
presión constante desde la oposición internacional para que quiebren su lealtad
institucional y la paz social y se alcen en armas contra su propio Estado, como
les pedían hace pocos días Álvaro Uribe o Iván Duque. Afortunadamente, ese
escenario no parece hoy plausible y Venezuela sigue en calma. La paz es, de
hecho, una de las premisas fundamentales que escuché en sus calles. El derecho
de vivir en paz. Segunda incógnita despejada.
Estaba
acreditada para contactar con las delegaciones internacionales que apoyaban la
juramentación presidencial, la mayoría concentradas en torno a un Congreso
Antifascista que se celebraba ese mismo fin de semana. Una esperaría, según
profetizaban quienes no estaban allí, encontrar una panoplia cuestionable de
apoyos fruto del supuesto “aislamiento internacional” del “régimen de Maduro”.
¿Quién querría acompañar este proceso político? ¿El eje del mal? ¿El narco?
¿Nadie? Pero aquello tampoco era así. Entre los asistentes, unas dos mil
personas, había gente del Movimiento Sin Tierra de Brasil, de Colombia Humana y
su Pacto Histórico, de Palestina, del movimiento social afrocolombiano, del
Frente Estudiantil de Guatemala, del partido Morena, del Partido Comunista de
Argentina y de Chile, -o al menos, una parte-, y mucha, muchísima gente joven:
las Juventudes del Común de Colombia, jovencísimos influencers y comunicadoras
de Argentina, del Salvador o de Costa Rica, y no solo regionales: una librería
socialista de Burkina Faso, un director de cine iraní, un colectivo
antifascista de Castellón, o una banda de rock italiana. Por eso, la afirmación
de Elisabeth Duval o Mónica García parafraseando
al presidente chileno Gabriel Boric con la idea de “soltar la mano” a Venezuela
en nombre de la izquierda latinoamericana no puede ser más errónea: la
izquierda latinoamericana, esa que seguro que muchos de sus compañeros y
compañeras han admirado en pósters, canciones y epopeyas de lucha, estaba allí,
en Caracas. Negarles esa naturaleza es, en el mejor de los casos, atrevida
ignorancia; en el peor, un pensamiento eurocéntrico temeroso de enfadar a mos
que mandan y sin capacidad de enunciarse a sí mismo, si es que en Sumar y
aledaños quedase algo que enunciar. Tercera incógnita despejada.
Voy a parafrasear de nuevo a
Arantxa Tirado cuando ironiza con que “ser venezolano otorga una cualidad
genética exclusiva para entender el fenómeno político” pero que ésta, por lo
que sea, no es extensiva a los venezolanos chavistas
Vamos con
la cuarta: la idea de la “dictadura”. Aún con las muchas críticas constructivas
que pueden hacerse a 26 años de proceso bolivariano y todas sus
contradicciones, (que corresponde hacer al pueblo venezolano en ejercicio de su
soberanía, y no a través de las editoriales de ABC, de Infobae, de Semana o de
El País, digo yo) el marco “dictadura” dicho desde Miami o desde Madrid, ya sea
el plató de La Sexta o la Puerta del Sol con Carlos Baute y Ayuso al frente de
la guarimba, es fariseo y caprichoso. Resulta que no es una dictadura la nueva
administración yihadista en Siria, ni tampoco merece sanciones y aislamiento
internacional Israel, pero sí Venezuela. Qatar o Arabia Saudí, con multimillonarios
jeques que crecen a costa del trabajo esclavo, son nuestros aliados
comerciales ¡y hasta deportivos!
y occidente les perdona todos los desmanes, aunque sea asesinar y encarcelar
mujeres y minorías. Pero Venezuela, cuya constitución reconoce derechos
sociales que serían directamente impensables en Dubai o Abu Dhabi, por ejemplo,
que tiene una oposición parlamentaria que cuenta con medios de comunicación
perfectamente legales y que gobierna en algunos estados, ¿esa sí es una
petrodictadura? De igual modo, se perdona la coyuntura por la que Zelensky no
convoca elecciones y se perpetúa ilegalmente en el poder en Ucrania (al fin y
al cabo, está en guerra) pero Venezuela, que lleva 26 años construyendo un
proyecto soberano con elecciones periódicas y teniendo enfrente una oposición
golpista y violenta, con atentados contra el Jefe de Estado incluídos, no tiene
derecho a gobernarse. Hace décadas que se anuncia y se expresa: el Sur Global
no necesita de tutelas coloniales, los y las europeas este fin de semana en
Caracas éramos minoría y no ví corresponsalías interesadas en contrastar ni
narrar de cerca qué estaba pasando porque el relato ya estaba redactado de
antemano. Nuestros marcos para explicar y articular el mundo desde la
democracia liberal occidental se han vuelto inútiles a fuerza de reventarlos,
de usarlos para imponerse sobre los demás.
Por
último, voy a parafrasear de nuevo a Arantxa Tirado cuando ironiza con que “ser
venezolano otorga una cualidad genética exclusiva para entender el fenómeno
político” pero que ésta, por lo que sea, no es extensiva a los venezolanos
chavistas. Es decir: que toda persona que se horroriza cuando afirmas que te
vas a Caracas porque “tiene un amigo venezolano que dice que…” encuentra
más legitimidad en el testimonio de esa persona, o en lo que le cuentan las
famosas del ¡Hola! que viven en la Calle Velázquez, que en un análisis objetivo
del escenario regional e internacional. Sin quitar peso a los conocimientos y
experiencias situadas, lo mismo valdrían entonces las experiencias que yo he
compartido, por ejemplo, con personas que pertenecen a las comunas, las
estudiantes o los campesinos que apoyaban la continuidad presidencial, la
opinión de los periodistas de medios venezolanos o la vehemencia de las
militantes chavistas que llevan veinte años formando cuadros políticos en sus barrios,
¿no?
Dudo que
una columnita como esta sirva para hacer cambiar de parecer a quienes llevan
décadas bombardeadas por la propaganda de un solo bando. Menos aún a quienes
tienen intereses directos en que caiga el chavismo y hacer fortuna de sus escombros.
Pero sirva, al menos, para despejar algunas incógnitas a quienes tienen la
saludable costumbre de dudar cuando todos los relatos coinciden
sospechosamente, porque tú tienes un amigo venezolano, pero yo estuve en
Caracas, y me acordé de ti.
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