viernes, 17 de enero de 2025

ESTUVE EN CARACAS Y ME ACORDÉ DE TI

ESTUVE EN CARACAS Y ME ACORDÉ DE TI

IRENE ZUGASTI 

Dudo que una columnita como esta sirva para hacer cambiar de parecer a quienes llevan décadas bombardeadas por la propaganda de un solo bando

“Vete a Venezuela” me suelen decir… y allá que fuimos. No pretendo hacer aquí un análisis profundo de las consecuencias internas e internacionales de la juramentación de Nicolás Maduro (para eso tienen las estupendas piezas e intervenciones de compañeros como Inna, Lautaro Arantxa en este mismo digital) sino una narración honesta desde el terreno, ahora que estoy de vuelta en casa. Y como suelen decir los periodistas tramposos, suyas son las conclusiones.

Para ponernos en antecedentes, la investidura del presidente de Venezuela para el próximo sexenio celebrada el pasado 10 de enero venía precedida de meses de incertidumbre y polémica tras celebrarse las elecciones de julio de 2024. Fue entonces cuando se reactivó con ferocidad una campaña contra el gobierno venezolano en forma de tira y afloja con los resultados electorales, una pugna entre una oposición que se proclamaba vencedora desconociendo los resultados del Consejo Nacional Electoral -pero nunca entregó las cacareadas actas, ni una prueba de sus acusaciones al Tribunal Supremo del país- y un oficialismo cercado por la crisis económica, el “aislamiento” y la salida de millones de venezolanos y venezolanas del país. Argumentos suficientes, aparentemente, como para cubrir todo el proceso con un manto de sospecha y reducirlo a un problema de números y actas, que era el marco en el que quería jugar la derecha. Pero, como recordaba hace poco Juan Carlos Monedero al periodista Xavier Fortes, ¿por qué no se respeta lo que dicta un Tribunal Supremo como el venezolano, y aquí se asume a pies juntillas lo que dicte  su homólogo español, un tribunal que ha estado cinco años secuestrado y colapsado incumpliendo la Constitución? El cinismo es atroz.

Obviamente, el despliegue de seguridad sí era incuestionable, pero qué quieren que les diga, he vivido en Bruselas, donde el aeropuerto te recibe con un cartel que reza “Somos la casa de la OTAN” nada más bajar del avión

Al llegar, no encontramos una Caracas ni sumida en el caos, ni en la tensión, ni en ese ambiente de polarización guerracivilista que se lee en EL País y se repite en las tertulias televisivas. La ciudad bullía con sus motocicletas ruidosas, sus calles de colores, los comercios estaban abiertos, la rumba retumbaba en los bares, la gente subía y bajaba del metro, aún con luces de Navidad. La noticia de la falsa detención de María Corina Machado en la víspera de la investidura, -esa que reprodujeron acríticamente todos los medios españoles- parecería, vista desde Madrid, una situación casi de estado de sitio. Pero todo lo que (no) ocurrió en Caracas fue en el marco de una movilización opositora convocada y celebrada sin mayores consecuencias y con un muy limitado éxito de participación, preparada, eso sí, como una escenificación que buscaba más ecos internacionales que domésticos. La normalidad, por decepcionante que suene, es ya una victoria. Una normalidad que, según me contaban, ha costado lograr los últimos meses, por eso, quizá, el sentir era de cierto alivio, de remontada. Primera incógnita despejada.

Obviamente, el despliegue de seguridad sí era incuestionable, pero qué quieren que les diga, he vivido en Bruselas, donde el aeropuerto te recibe con un cartel que reza “Somos la casa de la OTAN” nada más bajar del avión. Yo, que residía a las puertas del barrio de Schaerbeek, en plenos años de alerta antiterrorista, también me movía entre militares, tanquetas y rifles en la calle y nadie allí parecía incómodo con el estado policial. Con la diferencia de que a los militares belgas nadie les arengaba a conspirar para cometer un golpe de estado, cosa que sí ocurre en Venezuela, donde las fuerzas armadas bolivarianas reciben una presión constante desde la oposición internacional para que quiebren su lealtad institucional y la paz social y se alcen en armas contra su propio Estado, como les pedían hace pocos días Álvaro Uribe o Iván Duque. Afortunadamente, ese escenario no parece hoy plausible y Venezuela sigue en calma. La paz es, de hecho, una de las premisas fundamentales que escuché en sus calles. El derecho de vivir en paz. Segunda incógnita despejada.

Estaba acreditada para contactar con las delegaciones internacionales que apoyaban la juramentación presidencial, la mayoría concentradas en torno a un Congreso Antifascista que se celebraba ese mismo fin de semana. Una esperaría, según profetizaban quienes no estaban allí, encontrar una panoplia cuestionable de apoyos fruto del supuesto “aislamiento internacional” del “régimen de Maduro”. ¿Quién querría acompañar este proceso político? ¿El eje del mal? ¿El narco? ¿Nadie? Pero aquello tampoco era así. Entre los asistentes, unas dos mil personas, había gente del Movimiento Sin Tierra de Brasil, de Colombia Humana y su Pacto Histórico, de Palestina, del movimiento social afrocolombiano, del Frente Estudiantil de Guatemala, del partido Morena, del Partido Comunista de Argentina y de Chile, -o al menos, una parte-, y mucha, muchísima gente joven: las Juventudes del Común de Colombia, jovencísimos influencers y comunicadoras de Argentina, del Salvador o de Costa Rica, y no solo regionales: una librería socialista de Burkina Faso, un director de cine iraní, un colectivo antifascista de Castellón, o una banda de rock italiana. Por eso, la afirmación de Elisabeth Duval o Mónica García parafraseando al presidente chileno Gabriel Boric con la idea de “soltar la mano” a Venezuela en nombre de la izquierda latinoamericana no puede ser más errónea: la izquierda latinoamericana, esa que seguro que muchos de sus compañeros y compañeras han admirado en pósters, canciones y epopeyas de lucha, estaba allí, en Caracas. Negarles esa naturaleza es, en el mejor de los casos, atrevida ignorancia; en el peor, un pensamiento eurocéntrico temeroso de enfadar a mos que mandan y sin capacidad de enunciarse a sí mismo, si es que en Sumar y aledaños quedase algo que enunciar. Tercera incógnita despejada.

Voy a parafrasear de nuevo a Arantxa Tirado cuando ironiza con que “ser venezolano otorga una cualidad genética exclusiva para entender el fenómeno político” pero que ésta, por lo que sea, no es extensiva a los venezolanos chavistas

Vamos con la cuarta: la idea de la “dictadura”. Aún con las muchas críticas constructivas que pueden hacerse a 26 años de proceso bolivariano y todas sus contradicciones, (que corresponde hacer al pueblo venezolano en ejercicio de su soberanía, y no a través de las editoriales de ABC, de Infobae, de Semana o de El País, digo yo) el marco “dictadura” dicho desde Miami o desde Madrid, ya sea el plató de La Sexta o la Puerta del Sol con Carlos Baute y Ayuso al frente de la guarimba, es fariseo y caprichoso. Resulta que no es una dictadura la nueva administración yihadista en Siria, ni tampoco merece sanciones y aislamiento internacional Israel, pero sí Venezuela. Qatar o Arabia Saudí, con multimillonarios jeques que crecen a costa del trabajo esclavo, son nuestros aliados comerciales ¡y hasta deportivos! y occidente les perdona todos los desmanes, aunque sea asesinar y encarcelar mujeres y minorías. Pero Venezuela, cuya constitución reconoce derechos sociales que serían directamente impensables en Dubai o Abu Dhabi, por ejemplo, que tiene una oposición parlamentaria que cuenta con medios de comunicación perfectamente legales y que gobierna en algunos estados, ¿esa sí es una petrodictadura? De igual modo, se perdona la coyuntura por la que Zelensky no convoca elecciones y se perpetúa ilegalmente en el poder en Ucrania (al fin y al cabo, está en guerra) pero Venezuela, que lleva 26 años construyendo un proyecto soberano con elecciones periódicas y teniendo enfrente una oposición golpista y violenta, con atentados contra el Jefe de Estado incluídos, no tiene derecho a gobernarse. Hace décadas que se anuncia y se expresa: el Sur Global no necesita de tutelas coloniales, los y las europeas este fin de semana en Caracas éramos minoría y no ví corresponsalías interesadas en contrastar ni narrar de cerca qué estaba pasando porque el relato ya estaba redactado de antemano. Nuestros marcos para explicar y articular el mundo desde la democracia liberal occidental se han vuelto inútiles a fuerza de reventarlos, de usarlos para imponerse sobre los demás.

Por último, voy a parafrasear de nuevo a Arantxa Tirado cuando ironiza con que “ser venezolano otorga una cualidad genética exclusiva para entender el fenómeno político” pero que ésta, por lo que sea, no es extensiva a los venezolanos chavistas. Es decir: que toda persona que se horroriza cuando afirmas que te vas a Caracas porque “tiene un amigo venezolano que dice que…” encuentra más legitimidad en el testimonio de esa persona, o en lo que le cuentan las famosas del ¡Hola! que viven en la Calle Velázquez, que en un análisis objetivo del escenario regional e internacional. Sin quitar peso a los conocimientos y experiencias situadas, lo mismo valdrían entonces las experiencias que yo he compartido, por ejemplo, con personas que pertenecen a las comunas, las estudiantes o los campesinos que apoyaban la continuidad presidencial, la opinión de los periodistas de medios venezolanos o la vehemencia de las militantes chavistas que llevan veinte años formando cuadros políticos en sus barrios, ¿no?

Dudo que una columnita como esta sirva para hacer cambiar de parecer a quienes llevan décadas bombardeadas por la propaganda de un solo bando. Menos aún a quienes tienen intereses directos en que caiga el chavismo y hacer fortuna de sus escombros. Pero sirva, al menos, para despejar algunas incógnitas a quienes tienen la saludable costumbre de dudar cuando todos los relatos coinciden sospechosamente, porque tú tienes un amigo venezolano, pero yo estuve en Caracas, y me acordé de ti.

 

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