RECETA CONTRA LA DEPRESIÓN (IR AL IDEÓLOGO
PARA NO IR AL PSICÓLOGO)
POR JUAN
CARLOS MONEDERO
Javier Milei e
Isabel Díaz Ayuso en una imagen de
archivo.EFE / Daniel González
En
junio de 2023, en el festival de Glastonbury, el cantante irlandés
Lewis Capaldi, aquejado del síndrome de Tourette, tuvo una crisis
mientras cantaba una de sus canciones más populares, Someone you loved.
Un año antes había anunciado que padecía esta rara enfermedad, que provoca tics
incontrolables a quienes la sufren, especialmente en momentos de gran
emocionalidad. El público notó lo que le estaba pasando y empezó a cantar a
pleno pulmón para ayudarle a terminar la canción. La
escena emociona hasta las lágrimas.
A los seres humanos nos gusta hacer cosas juntos, y si encima sabemos que
estamos haciendo lo correcto, la palpitación se multiplica. Si a nuestro gregarismo le añades
argumentos sólidos, nos reconciliamos con lo más profundo de nuestro
ser.
Poder corear una de tus canciones preferidas para ayudar a uno de tus cantantes favoritos es un regalo que no brinda ni el mejor de los conciertos. La empatía es un sentimiento profundo, anclado en la biología de los humanos, que nos ayuda a estar juntos, nosotros, nosotras, tan desvalidos, tan frágiles, sin garras ni colmillos afilados, sin astas, cuellos poderosos, alas, veneno, aguijón, velocidad o caparazón. Casi lo único que tenemos es estar juntos y cuidarnos. Así hemos llegado hasta aquí. Justo ahora que estamos olvidándonos de esta verdad elemental es cuando se está poniendo en riesgo nuestra supervivencia en el planeta. De esta extinción los responsables somos nosotros.
No
descarto que hubiera alguien en aquel festival que reclamara su dinero. Había
pagado para escuchar a Capaldi y la crisis neurológica del artista no le permitió
escuchar el concierto que esperaba. ¡Quiero mi dinero de vuelta! Ese tipo de
gente existe. Hay personas que tienen con otros seres humanos la misma
empatía que una hiena hambrienta con una gacela.
Cuando
la política habla, el lenguaje de la esperanza convoca altas dosis de empatía. El yo se hace menos relevante porque se
multiplica en el nosotros y en vez de disolverse, se potencia. Son
momentos de enorme generosidad, donde el yo deja de ser tan importante
para dejar hueco al nosotros. Es el espacio guiado por una certeza que
va más allá de la convicción de la máxima reciprocidad. Puede tener
consecuencias funestas, como cuando los jóvenes se apuntan voluntarios a una
guerra donde van a ser simple carne de cañón por intereses que no son los
suyos. Pasó en la Primera Guerra Mundial.
En
esos momentos de empatía colectiva se intuye que los demás son tan generosos
como uno, pero no se tasa el esfuerzo de cada uno. La generosidad se entrega
sin cuantificar cuánto se recibe. Es un espacio de amor, Hegel dijo que
amar era dejar de ser para ser más ("la ampliación de la subjetividad
mediante la vivificación de la objetividad", explicó el filósofo Daniel
Innerarity). En los campos de concentración sobrevivían los que
creían en cosas más grandes que uno mismo. Mirarnos en exceso el ombligo es
una forma de morirse.
Donald
Trump ha respondido a los incendios en Los
Ángeles diciéndoles que, si quieren ayudas, le voten antes sus leyes. El PP,
para castigar al Gobierno del PSOE y Sumar, ha dejado caer una
ley que ayudaba a los pensionistas y a la gente más vulnerable de España.
Como ha ocurrido en los últimos cien años, cada vez que hay una crisis del
capitalismo, una parte del mundo regresa a la jungla. Las aseguradoras son un
espejo de la época. Dejan los bomberos de salvar tu casa en el incendio si no
tienes el seguro privado (las mangueras pasan de largo) o, incluso, te anulan
unilateralmente el seguro de incendio si tu casa se prende fuego. Así ganan
más. Si antes no has enfermado y has tenido que vender la casa para pagar una
operación o una enfermedad complicada. Parece que no mucha gente lloró en EEUU
al CEO de UnitedHealthcare ejecutado por Luigi Mangione.
Hoy
la política habla un lenguaje de guerra.
No es lo mismo convocar a la guerra que reconocer los conflictos. Hay conflicto
en la vida humana porque somos individuos y, al tiempo, animales sociales. Y de
ahí salen chispas que tenemos que apagar. Ahí es donde hay que entender la
función de la política: gestionar los conflictos. Hemos llegado hasta aquí
gracias al lenguaje y nadie tiene un lenguaje propio (si alguien quisiera
inventarse un idioma, lo tendría que hacer desde alguno de los existentes. Un
filósofo que lo intentó, terminó comiéndose sus propias heces, que es lo que le
está pasando a Milei en Argentina). Por tanto, nuestra
condición social es consustancial a nuestra condición humana. Reconocer el
conflicto es entender que tenemos que compartir recursos escasos, que chocamos
unos contra otros en la vida cotidiana (clase, género, raza, costumbres…), que
tendemos a separarnos igual que a unirnos y que saber que nos morimos podría
llevarnos, sin un horizonte de esperanza, a posturas nihilistas como la de El
extranjero de Albert Camus. Necesitamos a la sociedad para no
descarriar nuestra humanidad. Y cuando nos desarraigamos nos convertimos en
sicarios que piden a la virgen que les guíe la mano o al algoritmo que les haga
ricos.
El
lenguaje de la guerra es diferente a reconocer que existen desacuerdos y
problemas que no son siempre reconciliables ni solventables de manera sencilla.
Al revés: el lenguaje de la guerra es la negación del otro y el
endiosamiento del yo. La guerra busca aniquilar. La democracia
representativa y la vida de los partidos suele conducir a esa locura del
ensimismamiento. Los representantes se creen dioses -como les pasa a muchos
jueces y, por supuesto, a muchos empresarios, mucho más cuanto más ricos son-.
También en los partidos de izquierda, donde los dirigentes, si su organización
no es un "partido-movimiento", terminan por repetir formas de
cesarismo, bonapartismo y clientelismo que matan la democracia interna y ven a
la disidencia dentro del mismo espacio político como enemigos y no como
portadores de miradas diferentes.
La
guerra también genera entusiasmo, pero autodestructivo. Si la empatía
multiplica la "humanidad" de los seres humanos, la guerra acaba con
la misma y nos devuelve a fases previas de nuestro proceso de hominización. El
proceso de hominización, como demostró uno de los responsables del proyecto de Atapuerca,
Eudald Carbonell, está completado, pero el proceso de humanización está
pendiente. La guerra suele implicar un paso atrás, salvo que sea una guerra de
liberación. Pero las guerras suelen empezarlas los abusones (Eudald Carbonell y
Robert Sala, Aun no somos humanos, Barcelona, Península, 2002).
Vivimos en
tiempos de guerras híbridas, donde el objetivo de conquistar personas,
territorios o sus bienes tiene todo tipo de herramientas y una de ellas es
matar cualquier esperanza, guiados por un Virgilio sádico que te conduce
por las redes sociales hasta las mismísimas puertas del infierno. Por eso, hoy
tener esperanza es revolucionario.
Escribe
Žižek citando al filósofo francés Alain Badiou "la función
principal de la censura ideológica actual no es aplastar la resistencia
-pues de eso se ocupan los aparatos represivos del Estado-, sino aplastar la
esperanza, denunciar de inmediato que el final de cualquier proyecto crítico es
algo parecido al gulag" (Slavoj Žižek, La vigencia del Manifiesto
comunista, Barcelona, Anagrama, 2019).
No es
tampoco extraño que en torno a un 30% de los jóvenes europeos tengan problemas
mentales. No ven futuro. Si los sueños de cambio son votar a los que prometen
romperlo todo con una motosierra, la depresión tiene ya uno de los mejores
caldos de cultivo. Por eso necesitamos palabras de esperanza. Y para que eso no
sea la enésima invitación a palabrería hueca, hacen falta proyectos de país que
habiliten esa esperanza. Donde lo imposible vuelva a convocarse como posible.
Eso significa hoy la revolución, que no la queremos violenta. No por nuestra
parte.
Caminar
sueños revolucionarios solventa la depresión (aunque si se repiten
errores, también la producirá. Hay que leer mucha historia). De ahí que la
política tiene que recuperar la alegría, incluso contra los monstruos. A los
monstruos nada les molesta más que el que nos riamos de ellos. En la risa nos
reconocemos. Un proyecto de transformación social guiado por la empatía. Una
izquierda que no tenga miedo y que tenga ideas. Ir más al ideólogo será la
mejor terapia para no tener que ir tanto al psicólogo.
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