LA INJERENCIA
NORMALIZADA
POR
MIQUEL RAMOS
Varios vecinos
del barrio de Beniclamet con carteles que hacen referencia al espionaje,
durante una rueda de prensa de miembros de los movimientos vecinales CSOA
l'Horta.Rober Solsona / Europa Press
La televisión pública catalana emitió el pasado domingo un documental en el que se detallaba la investigación del semanario Directa que destapó la presencia de varios agentes de policía infiltrados en movimientos sociales catalanes y valencianos desde 2020. Casos que, como posteriormente se desveló en otras investigaciones, se extendían a otras ciudades del estado español, respondiendo a una operación de Estado contra la disidencia política de izquierdas y, en el caso catalán, también contra el independentismo. El reportaje aporta algunas informaciones hasta hoy desconocidas, y expone los fallos de las infiltraciones que llevaron a su descubrimiento, los limbos legales en los que las ubican los poderes públicos para llevarlas a cabo, y el testimonio de las víctimas. También se entrevista a una activista británica que fue objeto de engaño durante años por parte de un agente encubierto y a la que el Estado tuvo que indemnizar y pedir disculpas, todo lo contrario a lo que pretende el Estado español tras el descubrimiento de esta operación.
Esta práctica
es una medida de control social, de espionaje por motivos políticos a una parte
de la ciudadanía que se lleva a cabo en todas las democracias liberales,
tratando a las disidencias como potenciales peligros para el statu quo. No es
ningún exceso o fallo en el sistema, sino algo estructural, un mecanismo de defensa
del sistema que, aunque se envuelva en ropajes democráticos, se apuntala
siempre mediante cualquier método, aunque este vulnere sus propios supuestos
principios. Estas prácticas son puro extractivismo para obtener información
sobre las personas y los movimientos críticos con el sistema, sin que se haya
materializado ninguna acusación contra estos por ningún delito, tal y como explicamos en un video en Público,
donde recogimos todas estas investigaciones y las reacciones y respuestas de
los responsables de Interior.
El caso de los
infiltrados destapados por la Directa sigue dando tumbos por varias instancias
de la justicia española, y ha llegado finalmente al Tribunal Constitucional.
Pero más allá de su recorrido judicial, es la reacción de la ciudadanía y,
sobre todo, de políticos y periodistas ante estos casos, lo que en gran medida
mide su alcance. Siendo el objeto de la investigación activistas y movimientos
de izquierdas, la reacción ha sido preocupantemente tibia por una parte de los
demócratas de golpes en el pecho y constitución en alto. Ya no se trata de un
gobierno (que se llama progresista) defendiendo su gestión y responsabilidad
ante estos hechos, sino un inquietante consenso que lo normaliza, que no lo
entiende como el mayúsculo escándalo que es, y que asume que algo habrán hecho
quienes son objeto de tales investigaciones.
Las injerencias
que se denuncian a menudo apuntando siempre a determinados enemigos exteriores
se relativizan cuando son los gobiernos ‘amigos’ o el propio Estado quien las
comete. Porque meterse en la vida privada de personas por su ideología es
también una injerencia. Por eso hoy debemos destacar el tremendo silencio del
Gobierno y de una parte de los medios ante el aterrizaje en España de varios piratas
informáticos israelíes al mismo tiempo que su país está
llevando a cabo un genocidio en Gaza. Y es que la postura de este gobierno ante
este exterminio es una consecución de mentiras y gestos vacíos que apaciguan
algunos ánimos mientras se mantienen todos los lazos de complicidad. Y esto, a
pesar de que el propio gobierno español ha sido también objeto de espionaje y
de injerencia por parte del programa estrella israelí conocido como Pegasus.
La aparición en
la escena nacional de este software espía fue a partir de la denuncia de varios
líderes políticos, activistas, abogados y periodistas catalanes que fueron
víctimas. La empresa israelí NSO Group, siempre con el permiso de su gobierno,
la ha vendido a dictaduras y gobiernos autoritarios de todo el mundo sin ningún
filtro, igual que hace con sus armas y con toda su industria de la muerte, testada siempre antes con los nativos
palestinos. El Gobierno espió a la disidencia mientras
que el propio Gobierno era espiado por otros, encima, supuestamente amigos. Ni
siquiera siendo el presidente uno de los afectados, el escándalo ha ido a más. Se investiga en la Audiencia Nacional,
pero ni soplar a los creadores del troyano ni al Estado de Israel que autorizó
su venta para estos fines. Esto contrasta con el insistente relato de las
injerencias de otras potencias en nuestro país, que han nutrido de titulares
nuestra prensa o han sido utilizadas para atacar a determinados partidos,
causas o personas a las que se pretendía defenestrar.
La injerencia
normalizada es aquella que asumimos como estructural e inevitable, la que ni
siquiera llamamos así porque está enquistada, y que algunos excusan y
justifican por supuestos intereses superiores, y cuyos límites y consecuencias
están fuera del debate. Menos mal que hay quienes, desde su compromiso democrático
y su empeño por defender la libertad de todas y todos nosotros, están llevando
más lejos que nadie este asunto, exponiendo y denunciando a los
responsables de estas empresas de espionaje, al Estado
que espía a sus ciudadanos y a los responsables políticos que lo ordenan o lo
permiten. Ayer mismo, uno de los colectivos víctimas del espionaje, anunciaba
la pronta publicación de un manual para descubrir a un policía infiltrado.
La normalidad
con la que se acepta la injerencia del Estado en la vida privada y en las
libertades públicas de la ciudadanía por motivos políticos es fruto de un
constructo histórico de criminalización de la disidencia, del derecho penal del
enemigo, y del repliegue cada vez más autoritario de las democracias liberales.
Podemos echarle la culpa a la ofensiva reaccionaria que recorre el mundo, pero
nos engañaríamos si no reconociéramos a quienes a la vez que dicen combatirla,
gestionan nuestras instituciones que aplican estas mismas prácticas. Luego nos
escandalizamos cuando una encuesta asegura que una
cuarta parte de los jóvenes prefiere “en algunas circunstancias” el
autoritarismo a la democracia. De nada sirve hoy agitar
los fantasmas de Putin, Trump, o de Elon Musk si nuestros gobiernos usan sus
mismas prácticas contra su propia ciudadanía.
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