LA FISCALÍA Y EL LAWFARE
Ya no es un periodista, un
diputado o un líder político el que está afirmando públicamente que existe el
lawfare en España. Desde este miércoles, lo está reconociendo también la
Fiscalía
DIARIO RED
Fiscal General del Estado Alvaro Garcia Ortiz - Ministerio Fiscal
Aunque seguramente la práctica es tan vieja como las democracias liberales, después del ciclo de intensificación de los movimientos populares desde abajo que tuvo lugar como consecuencia de la crisis financiera de 2008 en buena parte de los países desarrollados y también en España, el concepto de 'lawfare' se ha venido popularizando cada vez más. En él, se engloban una serie de tácticas entre las que ha de estar incluida de forma obligatoria la utilización espuria del sistema judicial contra los adversarios políticos. Aunque la dimensión mediática también está presente en la inmensa mayoría de las ocasiones y cada una de las acciones judiciales es típicamente recogida por una parte de los medios para manchar de forma prácticamente irreversible la reputación pública de las víctimas, lo que es indispensable para que la operativa de difamación entre dentro de la categoría de lawfare es que la materia prima para construir el mensaje provenga de la acción de operadores jurídicos.
De hecho, el lawfare con acompañamiento
mediático opera según un esquema win-win en el que la pata judicial explora la
posibilidad material de producir una sentencia condenatoria retorciendo el
derecho y así consumar el máximo nivel de daño contra el objetivo, pero, si
dicho resultado requiere adentrarse demasiado lejos en el terreno de la
ilegalidad, poniendo así en peligro al propio operador jurídico, siempre se
puede acabar archivando la causa no antes de haberla prolongado lo máximo
posible en el tiempo para alimentar las escaletas de los telediarios, las
tertulias y las portadas con la mayor cantidad de elementos difamatorios. Dado
que el archivo de la causa se produce en un momento temporalmente muy acotado
mientras que la destrucción reputacional se ejerce durante un periodo muy
extendido en el tiempo, el efecto neto de la operación es siempre negativo para
la víctima y nunca se llega a producir una reparación pública completa. De esta
forma, los operadores jurídicos y mediáticos que articulan el lawfare saben que
van a conseguir lo buscado aunque puedan no conocer a priori el alcance
definitivo del ataque: pueden obtener la condena y la difamación o
solamente la difamación. Es fácil encontrar abundantes ejemplos de ambos
casos. Para los líderes independentistas, para activistas como 'los 6 de
Zaragoza' o incluso para algunos dirigentes de Podemos como Isa Serra o Alberto
Rodríguez, el lawfare fue capaz de conseguir el premio máximo: condena y
difamación. Sin embargo, para la mayor parte de los casos iniciados contra los
morados, la condena habría implicado un indicio tan claro de prevaricación que
los Escalonilla o los García Castellón —o sus órganos superiores— decidieron
pisar el freno en el último momento. Incluso hemos podido ver significativas
excepciones, como la del juez Salvador Alba, que fue cazado conspirando contra
Victoria Rosell y finalmente acabó en prisión. Es rarísimo que esto ocurra ya
que hace falta la existencia de pruebas flagrantes de ilegalidad para conseguir
no ya que un juzgado condene a un juez sino incluso que abra la investigación,
pero ha llegado a pasar en alguna ocasión aislada.
Desde que el movimiento político surgido
como consecuencia del 15M acabó con el bipartidismo en España, el lawfare se ha
multiplicado y ha aumentado órdenes de magnitud su frecuencia y su violencia
Desde que el movimiento político surgido
como consecuencia del 15M acabó con el bipartidismo en España en las elecciones
europeas de mayo de 2014 con la irrupción de Podemos y también como consecuencia
del periodo álgido del independentismo catalán en los años inmediatamente
previos y posteriores a 2017, la práctica —perfectamente identificada,
catalogada y obvia— del lawfare se ha multiplicado y ha aumentado órdenes de
magnitud su frecuencia y su violencia. Sin embargo, durante buena parte de la
pasada década, no solamente la derecha política y mediática negaban por
completo su existencia sino que lo mismo hacían el PSOE y sus medios afines.
Durante años, Pedro Sánchez y los suyos no solo no defendieron a las víctimas
del lawfare sino que, incluso, llegaron a aceptar y a utilizar la premisa
golpista de que dichas víctimas eran, en efecto, delincuentes. La hemeroteca
está llena de intervenciones públicas del actual presidente expresando
—implícita o explícitamente— que los líderes del procés o de Podemos habían
violentado la legalidad. En el mejor de los casos, a lo máximo que llegaban los
portavoces del PSOE y los opinadores de la mayor parte de la progresía
mediática era a conceder la posibilidad de que las acusaciones fueran ciertas
—"dejemos trabajar a la justicia"—, al tiempo que defendían la
independencia y la imparcialidad de la absoluta totalidad de los jueces
españoles, equiparando cualquier crítica con un "ataque a la justicia"
y un "golpe contra la separación de poderes". Incluso después de que
el juez Alba fuera encarcelado por corrupto, desde la extrema derecha hasta el
PSOE, todos negaban la existencia del lawfare. ¿A quién va a creer usted, a mí
o a sus propios ojos?
Esto cambió radical y significativamente
cuando este tipo de operativa judicial y mediática —aunque con una intensidad
mucho menor que la ejercida contra el activismo social, el independentismo o
Podemos— decidió cruzar una línea roja sistémica y se lanzó contra el
Secretario General del partido alfa del régimen del 78 y contra sus familiares
más cercanos. Desde ese momento y articulando un punto de inflexión en
aquellos extraños cinco días de retiro que se tomó Sánchez en abril de 2024,
diversos portavoces del PSOE —incluyendo al propio presidente— han llegado a
reconocer y denunciar —con diferente vocabulario y variables intensidades— la
existencia del lawfare que siempre habían negado. En el ámbito legislativo, el
PSOE y sus operadores mediáticos señalaron claramente la voluntad de
determinados magistrados de bordear la prevaricación para no aplicar
correctamente la Ley de Amnistía. Lo mismo que habían negado —llegando incluso
pactar con el PP para sumarse a la ofensiva reaccionaria— cuando tuvo lugar la
cacería contra el feminismo y contra Irene Montero mediante una cascada de
decisiones judiciales nauseabundas de reducción de penas a violadores, lo
reconocieron sin ambages cuando afectó al acuerdo político fundamental que hizo
presidente a Sánchez después de las elecciones de julio de 2023. Con la Ley
Solo Sí es Sí, el PSOE y la progresía mediática —también Sumar, por cierto—
defendieron como un solo hombre que el problema estaba en el texto de la
norma. Con la Ley de Amnistía, en cambio, la perfección del texto
estaba fuera de toda duda y ahora resultaba evidente que el problema estaba en
los jueces.
El acuerdo de PSOE —en el que participó
también Sumar— con el PP para entregar el CGPJ no ha conseguido disminuir
la violencia judicial contra el Gobierno sino todo lo contrario
A pesar de la brutal hipocresía
desplegada por los socialistas y por sus opinadores mediáticos afines,
cualquier demócrata tiene que celebrar que —por fin y aunque sea tarde y con la
boca pequeña— uno de los principales partidos de nuestro sistema político haya
aceptado reconocer públicamente la existencia de una operativa profundamente
antidemocrática como es la operativa del lawfare. Sin embargo, al mismo tiempo
que empezaban a admitir en público la realidad, los de Sánchez también
intentaban firmar la paz con los sectores reaccionarios mediante un acuerdo con
el PP para entregar el CGPJ —y, por tanto, el conjunto de las altas
magistraturas del país que elige dicho órgano— a la derecha. Como era obvio
desde el principio, este acuerdo —en el que participó también Sumar— no ha
conseguido disminuir la violencia judicial contra el Gobierno sino todo lo
contrario. Al lanzar un mensaje de impunidad tan claro a cualquier juez
que quiera hacer lawfare, la respuesta ha sido —evidentemente— más lawfare.
Es en este contexto cuando hemos
asistido a un nuevo desarrollo que implica otro salto cualitativo en el combate
entre los sectores más antidemocráticos del Estado y los órganos elegidos
—directa o indirectamente— por la ciudadanía. El elemento clave que supone un
antes y un después es la decisión del juez del Tribunal Supremo Ángel Hurtado
de alinearse con la estrategia de Isabel Díaz Ayuso y de Miguel Ángel Rodríguez
para imputar, por primera vez en la historia de nuestra democracia, a
todo un Fiscal General del Estado. Si dicha imputación del jefe
constitucional de la acción pública de la justicia en nuestro sistema político
ya constituye per se el paso de un Rubicón que no se puede rebobinar, la
respuesta de Álvaro García Ortiz y de la Fiscalía revela que estamos —de forma
definitiva e irreversible— en una nueva época.
Por citar tan solo algunos de los
elementos más significativos de la declaración del Fiscal General del Estado
ante el juez Hurtado el pasado miércoles, mencionemos que García Ortiz se negó
a contestar a las preguntas del magistrado por considerar que a Hurtado le da
igual lo que diga porque ya tiene una opinión formada previamente. Tampoco le
hizo preguntas al imputado la Fiscal encargada del caso, María Ángeles Sánchez
Conde, no tanto por tratarse de su superior jerárquico la persona a la que
tendría que interrogar como por el hecho de que la mayor parte de la prueba que
maneja el juez instructor proviene de una entrada de la Guardia Civil en la
Fiscalía General ordenada por el juez y que Sánchez Conde considera ilegal.
Finalmente, señalemos que el propio García Ortiz —recordemos, la jefatura
máxima del Ministerio Fiscal en España— describió dicha entrada con una palabra
que tipifica delito: "allanamiento".
En definitiva, ya no es un periodista,
un diputado o un líder político el que está afirmando públicamente que existe
el lawfare en España. Desde este miércoles, lo está reconociendo también la
Fiscalía y lo hace —aunque no pronuncie la palabra— acusando nada más y
nada menos que al Tribunal Supremo de prevaricar. Las consecuencias a
futuro para el sistema constitucional vigente son impredecibles.
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