LA VERDAD NO IMPORTA
POR
MIQUEL RAMOS
Concentración este sábado frente al Ayuntamiento de Langreo en señal de repulsa y de condena por el asesinato de Karilena, una mujer de 40 años, presuntamente a manos de su pareja.Paco Paredes/ EFE
Sucedió
el pasado sábado en Oviedo, ante las cámaras, en plena concentración de
denuncia de un nuevo crimen machista. Karilenia, una mujer cubana de 40 años y
con tres hijos menores a su cargo, había sido asesinada por un hombre en
Langreo. “Llega de todo sin ningún tipo de control”, dijo el alcalde del Partido Popular,
Alfredo Canteli delante de todos. “¿Quién la mató? Un inmigrante”, afirmó. No
era cierto, y así se lo hizo saber un periodista allí presente. El autor del
crimen era español. La respuesta del alcalde: “da lo mismo”. Y, por si fuera
poco, reclamó que también se celebrasen minutos de silencio para los
hombres.
Usar este tipo de sucesos para inyectar odio no es nuevo. Es el abono habitual del miserable sin escrúpulos, que aparenta indignación mientras calcula el rédito. Lo vimos el verano pasado en Reino Unido, cuando se usó el asesinato de unas niñas para atizar el odio racista. Y lo intentaron aquí, poco después, con el crimen del niño de Mocejón. Mientras, Donald Trump aseguraba que los haitianos se comían a los perros, y podríamos enumerar decenas de ejemplos más donde la mentira racista se sucede tan habitual como impune. Lo mismo con la negación o la banalización de la violencia machista o del nazismo, levantando la zarpa mientras insisten en que Hitler era de izquierdas. Nada necesita ya confirmación empírica, tan solo activar esa emoción que refuerza lo que ya pensábamos, lo que tantas otras veces ya nos habían contado, fuese verdad o no. Qué más da, que diría el alcalde de Oviedo.
Es
obvio que ninguno de los responsables de estos bulos se los cree. Pero también
es cierto que se la suda que les pillen la mentira. Como los muertos que
algunos todavía creen que permanecen ocultos en el parquin del Bonaire meses después
de la DANA, o que Pedro Sánchez quiere matar a Ayuso, como defendió al pasado
lunes en televisión la presidenta. Y parece ser que, quienes luego difunden la
trola, no tienen intención de rectificar si se les desmonta. O porque se la
creen, o porque creen que también les es útil. Dato ya no mata relato. Y en ese
terreno envenenado se juega esta nueva liga, donde la conspiranoia y la mentira
son titulares en todos los partidos. Donde ejércitos de trolls la repiten y la
retuercen imposibilitando cualquier aterrizaje a la razón. Porque hay quienes,
desde las gradas, seguirán animando como forofos y negando que eso fue una
falta.
Más
allá de la construcción de un relato, cierto o no, hay una pulsión humana que
nos conduce a buscar siempre un aval para aquello que queremos pensar, aquello
que nos mantiene en la línea de lo que consideramos razonable, en un lugar
seguro que cobije nuestras creencias. Una pulsión que resulta a menudo
inquietante cuando alimenta prejuicios, estereotipos, conspiranoias o fanatismos.
Y esto es algo de lo que nadie escapa. Es decir, hay un traje para cada tribu,
porque todos necesitamos creer en nuestras verdades, nuestras certezas. La
diferencia está en quién y cómo reflexiona, qué pruebas necesita o qué quiere
creer. Y aquí es donde se abre la brecha entre la realidad y lo indemostrable,
la fe, la suposición y la sospecha, y, por qué no, en la mentira como bálsamo.
De
esto, insisto, bebemos todos. Nos cuesta admitir que lo nuestro falle, que
nuestras certezas tengan incongruencias, que nuestros referentes se equivoquen
o jueguen sucio. Y a menudo nos agarramos a cualquier excusa para sortear ese
momento de duda. Porque la duda, y por extensión, la reflexión, se perciben
falsamente como debilidad. Los dogmas encajan mejor. Esto no es un eximente
para quien se lo crea, pero sí que hay que distinguir entre el believer (el
creyente) y el sinvergüenza, es decir, entre quien se deja engañar y el que
sabe que miente, y aun así, refuerza la mentira.
Llevo
mucho tiempo pensando en esto desde que la extrema derecha dejó de ser una
anécdota para la mayoría y se convirtió en un actor principal. Y a la vez,
mientras observo algunos comportamientos en redes sociales, ahora que se habla
del destrozo que Elon Musk ha hecho en X y que todos huyen hacia otras
plataformas. Obviando que los algoritmos y sus artífices premian la basura, y
que los maestros de la mentira y del odio se revuelcan como nunca en esa
pocilga, esta nueva manera de relacionarnos que ofrecen las redes crea todo
tipo de monstruos. Pero ni esto empezó con Trump ni con Musk, ni todo el que
participa de esta nueva realidad alternativa es de su cuerda.
Las
redes son burbujas, alejadas del mundo real por mucho que creamos que todo
sucede ahí. Espacios de socialización donde se genera una identidad, una
comunidad donde a menudo, unos pocos marcan el camino al que acuden el resto
como zombis a la carroña. No necesitan pruebas de nada, tan solo alguien que
les guie, que instale el marco, una consigna, un objetivo, una causa. La
derrota ante esto no es tan solo la infección reaccionaria y su extensión, sino
la conversión de algunos en malas personas o el refuerzo de su toxicidad
mediante estas nuevas herramientas y el aval de quien prefiere no pensar y que
alguien le proporcione certezas a las que agarrarse.
La
política, hoy más que nunca, está atravesada por la influencia de esta nueva
manera de comunicarse, por este lenguaje de la inmediatez emocional, a menudo
irracional, y por la impunidad del cobarde que se siente a salvo tras un avatar
o tras una comunidad de semejantes excretando igual. No es solo el alcalde de
Oviedo, su impertinencia y su arrogancia, es el malismo reinante, ese del que
habla Mauro Entrialgo en su libro,
que lleva tiempo erosionando nuestra humanidad. Escribía ayer un tuitero valenciano al que sigo, que la
única forma de ser verdaderamente revolucionario, y de evitar las tentaciones
reaccionarias en ese camino, es partir de un amor profundo, tierno, emocionado,
genuino y radical hacia la humanidad. Y ese amor no admite bulos ni medias
verdades. Las redes, los medios, las instituciones y los personajes que allí
chapotean son los protagonistas de esta nueva temporada en la que la verdad ya
no importa. Y cada semana tendremos una nueva ciénaga sobre la que nos
obligarán a navegar, teniendo siempre la sensación de que estamos a un paso de
hundirnos.
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