POR EL RETRETE DE LA
HISTORIA
Ser ciudadano exige ser responsable. No estaríamos donde estamos en la
actualidad, al borde de lo impredecible, si no hubiéramos abandonado nuestra
responsabilidad ciudadana de atar en corto a los monstruos que habitan en nuestras
mentes
Discurso de
odio. / La Boca del Logo
Una de las grandes ventajas que tenía la vida antes de la llegada de las redes sociales consistía en que podíamos ocultar a casi todo el mundo que éramos unos miserables. Salvo políticos y demás gente relevante, cuyos pensamientos quedaban plasmados en libros o en declaraciones a la prensa, el resto de mortales nos conformábamos con soltar perlas en la intimidad, en las comidas familiares, en las partidas de tute, en alguna conversación en la barra del bar. Esto limitaba bastante el alcance de las barbaridades que se podían soltar a la vez que suavizaba la imagen pública que la mayoría de la gente podía tener sobre nosotros. El tío Manolo, la abuela Puri, eran unos fachas redomados pero su recuerdo se va desvaneciendo en la memoria familiar. Ya nadie puede recitar las palabras exactas de las cosas miserables que decían, quizás algún comentario suelto, un hilo de memoria deslavazado, un suspiro de vergüenza ajena cuando se les menciona. Hoy ya no contamos con ese lujo, las redes sociales desnudan nuestra conciencia, todo lo dejamos por escrito, guardado en esa dimensión etérea pero imperecedera que es internet. Nada de lo que dejamos ahí desaparece, en cualquier momento alguien recupera nuestros tuits y post más desafortunados y nos pega con ellos en toda la cara.
Sabiendo
esto, lo normal es que tuviéramos un cierto cuidado al tuitear o al comentar a
otros, sin embargo hemos perdido el pudor en aras de nuestros egos y por el
fantasioso afán de trascender. Hay algo totalmente desinhibidor en el hecho de
poder escribir –y por tanto expresar lo que realmente pensamos– sin tener
delante ningún interlocutor tangible que nos eche una mirada de desaprobación o
que sea incapaz de disimular una mueca de desprecio. El ello, el yo y el
superyó se han vuelto locos, se han hecho uno y se cachondean de Freud. Al fin
y al cabo, ¿por qué no vamos a decir lo que pensamos, por qué nuestras
opiniones han de tener menos peso que las de un cantante de trap o las de una
actriz de la telecomedia de moda o las del presidente de la mancomunidad? La
democracia es esto, amigos, o eso es lo que nos decimos a nosotros mismos para
consolarnos.
Pero
sin responsabilidad no hay democracia, ser ciudadano exige ser responsable.
Responsable de lo que se dice públicamente y responsable de las repercusiones
de nuestras palabras, porque las palabras nunca se las ha llevado el viento.
Las palabras polinizan mentes, crean monstruos, alimentan acciones, justifican
el odio. No estaríamos donde estamos en la actualidad, al borde de lo
impredecible y con el amargo regusto a algo ya padecido, si no hubiéramos
abandonado nuestra responsabilidad ciudadana de atar en corto a los monstruos
que habitan en nuestras mentes.
Los
discursos de odio que ponen en la diana las vidas, las existencias y los
derechos de aquellos que están peor que nosotros son una de esas fronteras
Mirad,
una cosa que adoro de estar enamorada –y no importa los años que lleves
enamorada o viviendo con el objeto de tu amor– es el esfuerzo enorme que hay
que poner cada día en mostrar tu mejor cara, lo mejor de ti misma. Por supuesto
que hay veces que una falla a lo bestia, pero ahí está el impulso y la
necesidad de cuidar, de respetar, de no hacer daño. Vivir en sociedad no es muy
distinto de estar enamorada, siempre hay una parte de renuncia de una misma, de
aceptación de las manías de los demás, de cesión de espacio y sobre todo de
necesidad de proteger y no hacer daño. Si perdemos esto último, perdemos el
hilo con el que tenemos que tejer nuestra convivencia, nuestra existencia en
común. Sin este impulso no somos más que seres pequeños, aterrorizados y
aislados, seres dominados por nuestros miedos e ignorancia, dispuestos a
sospechar de todo lo que no entendemos, de todo de lo que se escape de nuestra
cotidianidad.
Ninguno
de nosotros tiene alma de santo, eso está claro. Somos, en el mejor de los
casos, un intento fallido de hacer lo correcto. Seres humanos dotados de un
alma pintada con miles de tonos distintos de color gris. Gritamos, engañamos y
hacemos daño a los demás; lo hacemos, además, y en la mayoría de los casos, de
forma involuntaria, lo que no evita el dolor causado, pero, seamos honestos, no
deja de ser un consuelo. En este océano de matices grisáceos que es nuestro
paso por el mundo hay, sin embargo, fronteras claras, límites que una vez
cruzados son difíciles de desandar. Los discursos de odio que ponen en la diana
las vidas, las existencias y los derechos de aquellos que están peor que
nosotros son una de esas fronteras. Migrantes, personas del colectivo LGTBIQ+,
personas racializadas, personas sin hogar, las clases populares, las mujeres...
son ahora mismo el objetivo a batir por la internacional reaccionaria. Por eso,
con independencia de la autopercepción que cada uno tenga de sí mismo, de sus
excusas y de sus justificaciones, seguimos siendo ciudadanos y por tanto
seguimos siendo dueños de nuestras palabras, de nuestros discursos, de nuestras
miserias y de nuestras alianzas. De esta forma, todas aquellas que a día de hoy
aplauden y animan, en nombre de un falso y retorcido feminismo, los ataques a
los derechos y a la mera existencia de las personas trans no solo serán las
víctimas futuras de las políticas que han alimentado y alentado con sus
discursos y palabras, sino que acabarán también, junto a los victimarios de los
que fueron cómplices, haciéndoles compañía en el retrete de la Historia.
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