jueves, 13 de febrero de 2025

TECNOFACHAS


TECNOFACHAS

JONATHAN MARTÍNEZ

 

Una pancarta con la foto de Elon Musk, en una protesta en

Washington.Jim Lo Scalzo / EFE

El otro día Elon Musk sacó la billetera y ofreció una absurda millonada por hacerse con OpenAI, la nave nodriza de ChatGPT. Sam Altman, que es un pipiolo pero tiene colmillo de perro viejo, ha respondido con un vacilón corte de mangas. Que si quieres te compro yo a ti Twitter. Musk se ha puesto como un borracho de madrugada pidiendo la penúltima en la barra del Toni 2. ¿Es que mi dinero no vale? Lo cierto es que Altman y Musk cofundaron OpenAI como un experimento sin ánimo de lucro. Después Musk dijo hasta luego Lucas, entró Microsoft y el tinglado fue perdiendo su aparente vocación filantrópica para convertirse en la gallina de los huevos de oro.

El melodrama se ramifica en la Casa Blanca. Hace unas semanas, Trump prometió una inversión milmillonaria para poner a Estados Unidos en lo alto del podio planetario de la Inteligencia Artificial. Ahí estaban OpenAI y Oracle con capital japonés y emiratí. El objetivo es construir nuevos centros de datos que vampirizarán agua y energía por la vía de la emergencia. El proyecto Stargate había venido a partir la pana pero se le atravesaron empresas chinas con artificios de mago Merlín. La aparición de DeepSeek fue un arreón a mano abierta en los índices bursátiles de Wall Street y las multinacionales afectadas aún andan barriendo los dientes del suelo.

Tras las primeras euforias de Stargate, Musk salió al paso diciendo que los inversores están tiesos. Que 500.000 millones de dólares es mucha pasta. Y que milagros, a Lourdes. Por otro lado, ha emergido un cierto escepticismo energético. ¿De dónde va a sacar Trump los chorrocientos millones de vatios que necesitarán las nuevas infraestructuras si a día de hoy el país ya experimenta sobrecargas? Los promotores nucleares se frotan las manos y dicen que solo la energía atómica podría hacer frente a tal demanda. El problema es que los socios japoneses de SoftBank vienen escarmentados con la chapuza de Fukushima. Y hay que hacerles pasar por el aro.

En medio del vocerío, los mandatarios europeos balbucean con la esperanza de que alguien los oiga. Dice Ursula von der Leyen que vamos a poner 200.000 millones de euros al servicio de las empresas computacionales. Bajo el eufemismo de la colaboración público-privada, InvestAI promete gigafábricas de inteligencia artificial y camionadas de chips de nueva generación. El otro día fue Macron quien llamó a rascarnos los bolsillos en nombre de la independencia tecnológica. El presidente francés explica que los centros de datos chupan luz que da gusto. Por eso es tan importante “retomar el hilo de la gran aventura de la energía nuclear” importando uranio a paladas de países sospechosos.

En honor a la verdad, nuestro anciano continente aún proporciona algunas raquíticas garantías frente a los traficantes de datos. La Ley Europea de Inteligencia Artificial ha comenzado a prohibir las clasificaciones biométricas, los archivos de reconocimiento facial, la predicción de delitos a lo Minority Report y los sistemas de alteración subliminal de nuestro comportamiento. ¿De qué carajo estamos hablando? ¿Aplicaciones que nos vuelven zombis? ¿Chatbots que nos dejan tarumba? ¿Inteligencias artificiales que se deslizan en nuestros ganglios basales y nos susurran comandos que trascienden nuestra conciencia?

Nos lo explica Shoshana Zuboff en La era del capitalismo de la vigilancia. Al calor del progreso digital, se ha impuesto una lógica económica basada en usurpar nuestros datos para modificar nuestros comportamientos. Es un nuevo andamiaje global fundado sobre la concentración de riqueza, conocimiento y poder. Su hábitat más propicio son los gobiernos autoritarios. “Cuando algo es gratis, el producto eres tú”, repetimos como un mantra requetesabido. Zuboff nos corrige: nosotros no somos ningún producto sino la fuente de una nueva forma de plusvalía. El propósito final de los capitalistas de la vigilancia es cancelar nuestro libre albedrío de la forma más lucrativa.

En el siglo XVII, el filósofo bohemio Jan Amos Komenský soñó con un sistema universal de acceso al conocimiento que habría de llamarse Pansofismo. A finales del siglo XX, los tecnooptimistas creyeron ver cumplidos en Internet aquel viejo sueño enciclopédico. La web chorreaba cultura, intensificaba el flujo de información y favorecía nuevas modalidades de altruismo. Sin embargo, los capitalistas de la vigilancia se han enseñoreado de la red y del mercado. Valga la redundancia. No en vano, la inauguración presidencial de Donald Trump puso en primera fila a los grandes capos del corral informático: Mr. Google, Mr. Amazon, Mr. Meta y Mr. X.

Hace ahora siete años, el escándalo de Cambridge Analytica demostró la confluencia de intereses entre el programa ideológico conservador, el robo masivo de datos, la opacidad de los algoritmos, las políticas desregulatorias y las grandes tecnológicas como Facebook. Era una arquitectura que usó técnicas refinadas de manipulación de masas para coronar a Trump en Estados Unidos, aupar a Macri en Argentina y sacar a Reino Unido de la Unión Europea tal y como reclamaba la ultraderecha con argumentos migratorios. Detrás de Cambridge Analytica estaba el dinero del oligarca estadounidense Robert Mercer, neocón y pionero de la inteligencia artificial.

Recuerda la investigadora Becca Lewis que en los años noventa ya se hablaba de tecnofascismo para mencionar a los nuevos ricos de Silicon Valley, una hornada de niñatos cibernéticos con delirios de grandeza y humos masculinistas. Los tecnofachas han vuelto por la puerta grande con sus redes sociales, sus IAs de contrabando y sus guerras culturales. Ahora se forran el riñón entre compadreos presidenciales. Saludan con brazo de camisa parda mientras saquean la administración pública y esparcen noticias falsas con ventiladores digitales. Ilusionistas de masas. Parásitos de datos. Nos empujan al pasado con la promesa de un futuro que no existe.

 

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