TECNOFACHAS
JONATHAN MARTÍNEZ
Una pancarta
con la foto de Elon Musk, en una protesta en
Washington.Jim Lo Scalzo / EFE
El
otro día Elon Musk sacó la billetera y ofreció una absurda millonada por
hacerse con OpenAI, la nave nodriza de ChatGPT. Sam Altman, que es un
pipiolo pero tiene colmillo de perro viejo, ha respondido con un vacilón corte
de mangas. Que si quieres te compro yo a ti Twitter. Musk se ha puesto como un
borracho de madrugada pidiendo la penúltima en la barra del Toni 2. ¿Es que mi
dinero no vale? Lo cierto es que Altman y Musk cofundaron OpenAI como un
experimento sin ánimo de lucro. Después Musk dijo hasta luego Lucas, entró
Microsoft y el tinglado fue perdiendo su aparente vocación filantrópica para
convertirse en la gallina de los huevos de oro.
El melodrama se ramifica en la Casa Blanca. Hace unas semanas, Trump prometió una inversión milmillonaria para poner a Estados Unidos en lo alto del podio planetario de la Inteligencia Artificial. Ahí estaban OpenAI y Oracle con capital japonés y emiratí. El objetivo es construir nuevos centros de datos que vampirizarán agua y energía por la vía de la emergencia. El proyecto Stargate había venido a partir la pana pero se le atravesaron empresas chinas con artificios de mago Merlín. La aparición de DeepSeek fue un arreón a mano abierta en los índices bursátiles de Wall Street y las multinacionales afectadas aún andan barriendo los dientes del suelo.
Tras
las primeras euforias de Stargate, Musk salió al paso diciendo que los
inversores están tiesos. Que 500.000 millones de dólares es mucha pasta. Y que
milagros, a Lourdes. Por otro lado, ha emergido un cierto escepticismo
energético. ¿De dónde va a sacar Trump los chorrocientos millones de vatios que
necesitarán las nuevas infraestructuras si a día de hoy el país ya experimenta
sobrecargas? Los promotores nucleares se frotan las manos y dicen que solo la
energía atómica podría hacer frente a tal demanda. El problema es que los
socios japoneses de SoftBank vienen escarmentados con la chapuza de Fukushima.
Y hay que hacerles pasar por el aro.
En
medio del vocerío, los mandatarios europeos balbucean con la esperanza de que
alguien los oiga. Dice Ursula von der Leyen que vamos a poner 200.000
millones de euros al servicio de las empresas computacionales. Bajo el
eufemismo de la colaboración público-privada, InvestAI promete gigafábricas de
inteligencia artificial y camionadas de chips de nueva generación. El otro día
fue Macron quien llamó a rascarnos los bolsillos en nombre de la independencia
tecnológica. El presidente francés explica que los centros de datos chupan luz
que da gusto. Por eso es tan importante “retomar el hilo de la gran aventura de
la energía nuclear” importando uranio a paladas de países sospechosos.
En
honor a la verdad, nuestro anciano continente aún proporciona algunas
raquíticas garantías frente a los traficantes de datos. La Ley Europea de
Inteligencia Artificial ha comenzado a prohibir las clasificaciones
biométricas, los archivos de reconocimiento facial, la predicción de delitos a
lo Minority Report y los sistemas de alteración subliminal de nuestro
comportamiento. ¿De qué carajo estamos hablando? ¿Aplicaciones que nos vuelven
zombis? ¿Chatbots que nos dejan tarumba? ¿Inteligencias artificiales que se
deslizan en nuestros ganglios basales y nos susurran comandos que trascienden
nuestra conciencia?
Nos
lo explica Shoshana Zuboff en La era del capitalismo de la vigilancia.
Al calor del progreso digital, se ha impuesto una lógica económica basada en
usurpar nuestros datos para modificar nuestros comportamientos. Es un nuevo
andamiaje global fundado sobre la concentración de riqueza, conocimiento y
poder. Su hábitat más propicio son los gobiernos autoritarios. “Cuando algo es
gratis, el producto eres tú”, repetimos como un mantra requetesabido. Zuboff
nos corrige: nosotros no somos ningún producto sino la fuente de una nueva
forma de plusvalía. El propósito final de los capitalistas de la vigilancia es
cancelar nuestro libre albedrío de la forma más lucrativa.
En
el siglo XVII, el filósofo bohemio Jan Amos Komenský soñó con un sistema
universal de acceso al conocimiento que habría de llamarse Pansofismo. A
finales del siglo XX, los tecnooptimistas creyeron ver cumplidos en Internet
aquel viejo sueño enciclopédico. La web chorreaba cultura, intensificaba el
flujo de información y favorecía nuevas modalidades de altruismo. Sin embargo,
los capitalistas de la vigilancia se han enseñoreado de la red y del mercado.
Valga la redundancia. No en vano, la inauguración presidencial de Donald Trump
puso en primera fila a los grandes capos del corral informático: Mr. Google,
Mr. Amazon, Mr. Meta y Mr. X.
Hace
ahora siete años, el escándalo de Cambridge Analytica demostró la
confluencia de intereses entre el programa ideológico conservador, el robo
masivo de datos, la opacidad de los algoritmos, las políticas desregulatorias y
las grandes tecnológicas como Facebook. Era una arquitectura que usó técnicas
refinadas de manipulación de masas para coronar a Trump en Estados Unidos,
aupar a Macri en Argentina y sacar a Reino Unido de la Unión Europea tal y como
reclamaba la ultraderecha con argumentos migratorios. Detrás de Cambridge
Analytica estaba el dinero del oligarca estadounidense Robert Mercer, neocón y
pionero de la inteligencia artificial.
Recuerda
la investigadora Becca Lewis que en los años noventa ya se hablaba de
tecnofascismo para mencionar a los nuevos ricos de Silicon Valley, una hornada
de niñatos cibernéticos con delirios de grandeza y humos masculinistas. Los
tecnofachas han vuelto por la puerta grande con sus redes sociales, sus IAs de
contrabando y sus guerras culturales. Ahora se forran el riñón entre compadreos
presidenciales. Saludan con brazo de camisa parda mientras saquean la
administración pública y esparcen noticias falsas con ventiladores digitales.
Ilusionistas de masas. Parásitos de datos. Nos empujan al pasado con la promesa
de un futuro que no existe.
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