UNA INMENSA LLUVIA DE TRISTEZA
Y VERGÜENZA
POR JUAN CARLOS MONEDERO
Un amanecer nublado sobre Valencia.Kai Försterling/EFE
Imagina
que te dicen que tienes treinta minutos para abandonar tu casa. Van a
bombardear el edificio. Desde hace horas pasan rasantes los aviones. No lo
puedes entender. Hace nada todo estaba tranquilo y tus preocupaciones eran tu
trabajo, tu familia, tus afectos. Todo se ha desmoronado tan deprisa... Como si
alguien con mucho poder moviera los hilos de tu vida.
Tu
casa, todas sus habitaciones, toda la planta con los vecinos, todos los pisos
de la vivienda van a ser convertidos en ruinas. Tienes treinta minutos para
hacer una mudanza vertiginosa, para coger lo que quieres salvar. Nunca has
hecho una lista tan importante. ¿Estás sola? ¿Tienes hijos? ¿Hay alguien
enfermo en la casa? ¿Vives con más gente? Treinta minutos. Ya han pasado
cinco. Piensas en cosas que tienes en otros lados, en casa de tus padres, en la
casa de los abuelos. No hay tiempo. Está demasiado lejos. No te distraigas.
¡Ropa! No es lo más caro ni debes escoger la más cara. Pero la ropa es lo más importante. Afuera hace frío. Hay días que llueve. No es la ropa para el viaje de vacaciones. Es lo que vais a llevar las próximas semanas, quizá meses. No son importantes las marcas, lo más elegante, lo que conservas con cariño porque te trae recuerdos. No es momento de nostalgias. Coge lo más útil.
Necesitas
el teléfono. Bueno, los teléfonos cuando sois varios. Y los cargadores. Y los
ordenadores. Pero solo los que sean portátiles o las tabletas. Los ordenadores
son demasiado grandes. ¿Por qué no hiciste nunca una copia en un disco duro? Un
disco duro te lo podrías llevar. Ya no hay tiempo. Todas tus fotos. ¡Las
escrituras, los papeles legales que tengas! Documentos de identidad, pasaporte
si tienes, los registros de propiedad…Si pierdes esos documentos pierdes quién
eres y nadie te va a hacer caso. Sin papeles no eres nadie. Van a pensar que
mientes, que no eres quien dices ser, no puedes demostrar de dónde eres. Si
tienes que cruzar fronteras, ya no eres nadie porque tu identidad no eres tú,
sino ese documento que no encuentras. Y un sin papeles es uno o una más del
pelotón de los últimos, de los abandonados, de los que se atiende cuando ya no
se quiere atender a nadie.
Ni
se te ocurra llevarte la guitarra ni el violín de los niños. Guardas corriendo
una flauta, con su funda. Lo haces con cuidado. ¿Por qué se te ha ocurrido
meter en esa maleta urgente una flauta? Ves algunas fotos en la pared que
arrancas terminante doblándolas y también las guardas. Miras los libros. Se te
pasa por la cabeza la estupidez del libro que te llevarías a una isla desierta.
¿Qué libro te llevarías cuando van a bombardear tu casa? No. Lorca decía “dadme
medio pan y un libro”. Pero los libros que más te gustan son muy voluminosos.
Le quita el espacio a una bufanda para la niña, para otro pañal, para un par de
camisetas. Ves los libros que tienes empezados en la mesilla. Ahí se van a
quedar para siempre. Cuando está muriendo tanta gente, la verdad es que da
igual quién es el asesino en un pequeño pueblo en algún lugar del norte de
Europa o los sueños de un loco que se creía un caballero andante.
¡Las
medicinas! Coges todas las medicinas que tienes. Las que estáis usando y las
que ya están caducadas. Atisbas a ver que en la calle, en el destierro de
quienes han perdido su tierra, en un campo de refugiados, en una carretera
camino de la nada, con gente herida, enferma, mal alimentadas, embarazadas,
niños de meses, ancianos, tanta gente sin rumbo ni certidumbre, van a hacer
falta muchas medicinas.
Guardas
un cuchillo. No sabes para qué te va a hacer falta. Pero lo guardas. Uno ni tan
grande que no sirva para cortar un trozo de pan ni tan pequeño que no sirva
para defenderte. Y un par de cucharas. Y un par de tenedores. Cuántos cacharros
ahora inservibles. Intentas guardar una olla. Es demasiado grande. ¿Pero dónde
vamos a cocinar, a calentar agua? Los minutos derrapan. ¿Ya habrán pasado
quince minutos? ¿Veinte? Los aviones dejan su estela sucia en el cielo todo el
rato. ¿Cuál será el que suelte las bombas? Has sacado a todo el mundo de la
casa. Te esperan fuera. Sigues pensando qué meter en esas dos maletas que
puedes llevar, una en cada mano. Se han llenado demasiado pronto. Coges una más
grande y vacías en ella la otra más pequeña. No sabes cómo vas a llevar una
maleta tan grande. Pero más de dos es imposible. Los niños ya llevan su
mochila. Piensa, piensa, piensa. ¡Hay que meter algo de comida! Y empiezas a
mirar en la nevera, en el congelador, entre las latas… Sin agua y sin comida ¿a
dónde vamos? Nunca imaginé cuando volvía de la compra con las bolsas llenas
que tuviera que meter comida en una maleta. Piensa.
Quitas
una lata y metes una radio y un paquete de pilas que por suerte tienes ahí.
Recuerdas una película donde el protagonista se lleva siempre su maceta cuando
cambia de casa. Tienes que dejar tus plantas. ¿Qué vas a hacer con tu perro,
ya viejo y cansado? Ya verás más adelante. Pero no hay perros cuando te
destierran. No hay comida para los seres humanos, ¿cómo va a haber comida para
los perros? “Los perros vamos a ser nosotros”, pasa fugazmente por tu cabeza.
Te
parece oír una explosión. Tienes que salir corriendo. Ves la aspiradora en el
rincón. Haría falta una aspiradora gigante que nos aspirara a todos y nos
sacara de ahí. Ni la escoba ni el recogedor ni la tabla de la plancha ni el
tendedero de la ropa ni las pinzas hacen falta. ¡Una pinza para el pelo! Y unas
tijeras. Y una pinza para depilar. ¿He cogido las medicinas? ¡Las gafas! Cómo
se te podían haber olvidado las gafas… ¡Y el dinero suelto que tengas por la
casa! ¡Y la tarjeta! ¿Servirán las tarjetas? Los anillos, una cadena que te
regalaron de niña, broches, arras, colgantes, los relojes… Todo lo que se pueda
cambiar por un plato de comida
Tomas
un cuaderno y un par de bolígrafos y un lapicero. Igual hay que apuntar cosas.
Metes también un viejo listín de teléfonos que hace años que no usas. Quién
sabe si no habrá que regresar a antiguos nombres. Además, no conoces ya ningún
teléfono. ¿Cuándo dejamos de aprendernos los teléfonos? Aspirinas, paracetamol,
ibuprofeno, Enantyum… “Nos va a doler la cabeza”. Y yodo para las heridas.
Tiritas. Y una crema para las rozaduras. Si nos faltan medicinas todo se va
a complicar. La gente que necesite medicación diaria, insulina, fármacos
para la hipertensión, antidepresivos… Qué harán… Todos vamos a estar
depresivos. Nos curaremos entre nosotras y nosotros. ¿Y los niños? Metes en la
maleta un peluche que no encontraba tu hijo. Ha salido a la calle llorando. Un
solo peluche para los niños. Que lo compartan.
Se
te acabó el tiempo. No has cerrado las ventanas. No has recogido la ropa
tendida. Te pones otro abrigo encima del abrigo. ¿Coges las llaves de la casa?
Es inútil, pero las cojes. Ves de refilón una vieja foto de tu madre y tu
abuela ya muertas. La metes también en la maleta y expulsas de tu cabeza la
idea de que es una maleta de muerte. Qué inútil parece todo lo que abandonas.
Un sacapuntas, un pequeño atril, un costurero, una pluma y sus cartuchos de tinta,
la máquina de coser, los posavasos, las servilletas, los altavoces, esa
televisión tan grande, el vino que estabas guardando para un día especial, la
comida en el congelador, limas para las uñas, tazas de recuerdo, perfumes y
cremas, una tostadora de pan, paraguas… Un paraguas en una marcha de refugiados
sería como un payaso con la cara pintada de blanco y los ojos con brillos
huyendo de las bombas.
Suena
el despertador. Piensas si debes llevarte un despertador. Pero es la alarma del
teléfono. Dudas unos instantes. Era una pesadilla. ¿Era una pesadilla? ¿Tan
real? Vas reconociendo tu alcoba. Sabes que, al lado de tu habitación, en el
baño, te espera una ducha caliente. Casi huele a café. El dormitorio está
cálido y empieza a entrar tímidamente la luz por la ventana. Trump y Netanyahu
han dicho que todos los palestinos tienen que salir de Palestina. Quieren hacer
en la franja de Gaza un balneario de lujo para ricos. Mientras entras en la
ducha te cae una inmensa lluvia de tristeza y vergüenza.
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