LA DIGNIDAD DE UN CABRONAZO
HBO, con ‘El Pingüino’, vuelve a demostrar que no tiene rival creando
series
ADRIÁN MASANET
Fotograma de la serie El pingüino (2024). / HBO
La primera y la última imagen de El pingüino (The Penguin, 2024), la serie limitada –no habrá más temporadas– que HBO ha estrenado desde septiembre a noviembre de este año, no pueden ser más elocuentes. No voy a decir cuál es la última, porque uno de los objetivos de esta pieza es que el lector, en cuanto termine de leerla, se ponga a ver esta serie. Pero sí cuál es la primera: la imagen del deforme y desmesurado protagonista recortada sobre el fondo de la gran ciudad. Apenas una sombra encorvada, rumiante, aletargada, como una bestia esperando el momento apropiado para dar su dentellada. Desde esa imagen hasta la última, ocho episodios densos, frenéticos, sorprendentes, que se perciben como una construcción compleja y milimetrada, como un camino, o mejor dicho una escalera de ocho escalones que nos llevan hacia un lugar al que no queremos ir, que no queremos presenciar, pero al que no vamos a tener más remedio que llegar.
The
Penguin ha sido una sorpresa. En este caso
lamentamos que dure tan solo ocho episodios, o que muchos espectadores no le
dediquen el tiempo que merece
No
hacía presagiar nada bueno el enésimo filme sobre el héroe enmascarado
estrenado en 2022. Aquel The Batman, dirigido por Matt Reeves –el mismo
que había logrado engarzar verdaderas virguerías visuales con la magnífica, y
poco valorada, Cloverfield (2008), pero que fuera de eso no ha
filmado más que nimiedades infladas–, tenía como misión indagar en territorios
todavía no explorados por la famosa –y hay que decirlo: bastante sobrevalorada–
trilogía de Christopher Nolan, sobre todo en lo relativo al atribulado
personaje protagonista, pero por mucho que lo intentaba acababa cayendo en
todos los lugares comunes que han convertido al hombre murciélago en un cliché
en sí mismo. Ya contaba, además, con Colin Farrell interpretando al Pingüino,
ese Oswald Cobb siempre grimoso y siempre poco de fiar, con una inteligencia
enrevesada que le volvía un peligroso superviviente. Pero ya fuera por un guion
poco inspirado, por una realización bastante plana, o por una simple cuestión
de agotamiento, el filme de Reeves no conseguía volar alto en ningún momento.
Incluso el trabajo de Farrell, incrustado en este filme, parecía poca cosa:
mucha caracterización y poco más. Cuando HBO anunció que sería la encargada
–dada su condición de canal de prestigio dentro del conglomerado de Warner
Media– de llevar a cabo una serie limitada centrada en el propio Oswald ‘Oz’
Cobb, y que serviría de puente entre el primer filme y la secuela que todavía
está por llegar –y que a lo mejor nunca llega–, muchos nos temimos lo peor, o
por lo menos que sería una producción circunstancial sin más.
Porque
estamos todos ya un poco cansados de tanto remake, secuela, spin-off…
en los que siempre o casi siempre se trata de estirar una franquicia hasta el
infinito, desdibujando los caracteres más poderosos para hacerlos, incluso, más
accesibles al gran público. Pero el resultado ha sido bien diferente. Mientras
que The Batman era incapaz de aportar nada sugerente, The Penguin
ha sido una verdadera sorpresa. Si a menudo nos atrevemos a entrar en uno de
estos títulos alimenticios y lamentamos mucho haberle seguido el juego a la
cadena o productora de turno, en este caso lo que lamentamos es que dure tan
solo ocho episodios, o que muchos espectadores no le dediquen el tiempo que
merece, en lugar de ponerse con otras novedades mucho menos inteligentes que
esta. Y además lo hace poniendo en el centro del relato un personaje a
priori tan poco atractivo, visual y narrativamente, como este Pingüino que
demasiadas veces ha sido uno de esos villanos de opereta, uno de esos malos de
segunda categoría, que pese a todo conseguía transmitir un aura de malignidad y
perfidia, aunque en versiones como la de la serie de televisión de los 60
tiraran más de su patetismo y deformidad. Creado en 1941 por Bob Kane y Bill Finger,
conoció su debut en el número 58 de Detective Comics, en diciembre de
aquel año, sus rasgos siempre han sido los de un hombre bajito, de rostro muy
poco agraciado y tan deforme como sus andares, y a menudo vestido con frac y
chistera. Cabría esperar –y por el filme de Matt Reeves nada indicaba lo
contrario– que la serie acudiera a su semblante y personalidad más de
guardarropa, pero por fortuna han optado por algo radicalmente inesperado.
Farrell
es capaz de sobreponerse a todo eso, como si hubiera nacido para interpretarlo,
como un cuerpo que no es el suyo se convirtieran en su misma piel
Colin
Farrell/Oswald ‘Oz’ Cobb
Recordamos
todos, porque era de lo mejor de aquel filme prácticamente fallido, el
Cobblepot de Dany DeVito en Batman vuelve (Batman Returns, 1992),
con sus manos con forma de aleta, sus dientes ennegrecidos y su voz que era
todo crueldad y astucia. Y algunos seguro que aún se acuerdan del histriónico,
casi paródico, Burgess Meredith de la serie de televisión. Pero de lo que
seguro nos vamos a acordar con nitidez, así pasen las décadas, es de la inmensa
creación que el irlandés Colin Farrell ha firmado con su Oz Cobb, que se aleja
premeditadamente de todo lo que hayamos visto anteriormente del personaje y le
dota de una humanidad y de una verdad que duele verlas. Este Pingüino, al que
nadie llama así salvo para reírse de él, pues lo usan en forma de mote, es un
carácter totalmente a ras de suelo, sin excentricidades ni extravagancias de
ninguna clase, y que en todas las secuencias que aparece que son la mayoría de
la serie– resulta extraordinariamente convincente, eludiendo cualquier línea de
menor resistencia y llevando hasta sus últimas consecuencias una personalidad
tan problemática como la suya. Se ha filtrado un vídeo de la fiesta fin de
rodaje y de las palabras que Farrell, todavía caracterizado, dedica a sus
compañeros, con las que agradece el trabajo de todos, pero lo que más agradece
es quitarse de encima el maquillaje y el traje y la voz forzada, peajes
indispensables para esta creación, de una maldita vez. No es para menos.
Viéndola, resulta casi imposible reconocer a este actor salvo en pequeños
detalles. Pero no se trata de una de esas caracterizaciones que le hacen el
trabajo sucio al actor, sino que en realidad es capaz de sobreponerse a todo
eso y hacer algo digno de todo elogio, como si hubiera nacido para
interpretarlo, como si los kilos de maquillaje y de un cuerpo que no es el suyo
se convirtieran en su misma piel.
Farrell,
que ya es un veterano en esto de hacer películas y series, si por algo se ha
caracterizado es por ser un actor valiente y arriesgado, que tiene poco que ver
con el estrellato, y que se ha ganado su lugar a base de aceptar papeles
difíciles de directores exigentes y poco comerciales. Así, en 2004 sorprendió a
todo el mundo con su protagonismo en la infravalorada Alejandro Magno (Alexander,
2004), de Oliver Stone, y aún más, si cabe, con su maravilloso Smith de El
nuevo mundo (The New World, 2005), de Terrence Malick, y su
inolvidable Ray de Escondidos en Brujas (In Bruges, 2008), de
Martin McDonagh. Actor fetiche de Yorgos Lanthimos o Joel Schumacher, incluso
en sus elecciones más erróneas ha sabido imprimir carácter, personalidad e
imaginación. Pero probablemente sea en El Pingüino donde toda la
experiencia y sabidurías acumuladas hayan confluido para crear por fin algo
portentoso, en un personaje que bebe de Tony Soprano, pero que posee la
suficiente fuerza y originalidad como para desembarazarse de esa abrumadora
sombra para alcanzar autonomía y vigencia propias, hasta erigirse en una
creación que se le puede situar a la par, o por lo menos muy cerca. Con el
descaro y la astucia del propio personaje, no anda muy lejos de Rust Cohle (True
Detective), de Walter White (Breaking Bad) o de Jax Teller (Sons
of Anarchy) en cuanto a grandeza histórica y narrativa.
Esta
Sophia Falcone, siempre en el límite de la locura, engrandece la experiencia
de El Pingüino y ayuda a Farrell y él la ayuda a ella a ser
todavía mejores actores
Son
esos rasgos, ese descaro y esa astucia, son los que desde el minuto uno hacen
de este personaje algo tan especial. Porque todo empieza con un arrebato
visceral e inevitable: el de un hombre maltratado por la vida que dispara a
otro mimado por la vida. El primero Oz, siempre un jefecillo de tres al cuarto
a sueldo de los peces gordos, eternamente ridiculizado e infravalorado, y el
segundo Alberto Falcone –interpretado por Randall Culver, quien por cierto ya
hizo un breve pero crucial papel en The Walking Dead hace unos
cuantos años– el heredero de los bajos fondos de Gotham City. Ese asesinato no
premeditado, que Oswald va a tratar de ocultar gran parte de la historia, es la
chispa a partir de cuyas consecuencias se construye todo lo demás, y que va a
servir para que el perdedor/segundón patético que es Oswald decida que ya está
bien de que todo el mundo se ría de él. En otras palabras: para que decida
creer en sí mismo y arriesgarlo todo para llegar a lo más alto. Y Farrell, ya
desde la primera secuencia, que no es otra que la del asesinato, cumple el
requisito supremo de toda gran interpretación: no interpretar. No “hacer de”,
sino convertirse, transformarse absolutamente, dejar de ser él mismo para ser
otra persona, para vivir la secuencia a través de los ojos de esa ficción,
desde la voz rota hasta ese andar descompensado con el que parece que va a
caerse en cualquier momento. Un andar –escalofriante la escena en la que
muestra sus pies atormentados y monstruosos– que es a la vez un truco
formidable a través del cual sentir una culpable simpatía por este monstruo, y
una metáfora de su frágil existencia, siempre en el filo de una muerte
dolorosa, de la que escapa a base de labia y una suerte inmensa, la suerte de
los desamparados que ya no tienen nada que perder.
Y
no se puede decir que el portentoso Farrell esté solo, porque tiene como
antagonista principal a una colosal Cristin Milioti (Nueva Jersey, 1985), una
veterana de las tablas teatrales de Broadway que después de una miríada de
pequeños papeles como el fugaz que tuvo en El lobo de Wall Street (Wolf
of Wall Street, Scorsese, 2013) ha dado un paso adelante y ha creado una
maravillosa femme fatale a la altura de las circunstancias y siendo
capaz de trascender ese mito. Su Sophia Falcone, siempre en el límite de la
locura, siempre a punto de explotar como un barril de dinamita, engrandece si
cabe aún más la experiencia de El Pingüino y ayuda a Farrell y él
la ayuda a ella a ser todavía mejores actores. La tormentosa, casi siempre
tóxica y a veces incluso sórdida, relación entre ambos es una de las glorias de
la serie, como también lo es la extraña y retorcida amistad que une a Oz con su
improvisado chófer y chico para todo. Ese Victor ‘Vic’ Aguilar, al que da vida
con gran acierto Rhenzy Feliz (New York, 1997), en quien no tendrá más remedio
que confiar porque a fin de cuentas es otro despojo malherido de la pobreza de
la gran urbe, cuyos padres murieron en la inundación provocada por Enigma en el
filme de Matt Reeves –el agua, siempre el agua, una y otra vez en la serie,
como elemento asociado a la tragedia y al mal–, y que será a la postre el
tercer vórtice de este triángulo portentoso de personajes e itinerarios
vitales.
Y
para agua la que cae sobre Nueva York/Gotham –pues no necesitan “maquillar” la
gran urbe al estilo burtoniano para darle personalidad–, que rodea a los
personajes con una nitidez, una profundidad y una riqueza visual como pocas
veces la habíamos visto. Hace pocos días comentábamos lo evocadora que es New York
en manos de Coppola con su Megalópolis (2024), pero
esta serie de HBO no se queda atrás. No podíamos escribir sobre esta serie sin
poner en valor el enorme trabajo del equipo formado por Darran Tiernan, David
Franco, Jonathan Freeman y Zoë White como conjuntados directores de fotografía
y su departamento de cámara para conseguir que el New York nocturno –y también
el diurno– luzca de manera extraordinaria y sea un personaje más en este crisol
de ambiciones, mafias y violencia salvaje. Viendo la serie, los que conocemos
la ciudad la vemos de un modo distinto, como si se tratase de otra siendo la
misma, o como si nos hubiesen abierto los ojos a una metrópoli oculta a nuestra
mirada que por fin se muestra tal cual es. Es decir, lo que toda ficción debe
hacer.
La
ya mítica HBO
Podríamos
decir que la cadena propiedad de Warner Media, que empezó a demostrar de lo que
es capaz hace ya un cuarto de siglo, no deja de dar lecciones y de dar
puñetazos encima de la mesa cada pocos meses, como haciendo entender que nadie
tiene razones para dudar de ella. Lo hizo hace unos pocos años cuando “se
atrevió” a producir una miniserie sobre Watchmen (2019) que narraba
eventos posteriores al cómic y a la película homónima, y con todo el mundo
pensando que iba a ser un desastre absoluto. Lo hizo cuando “se tiró a la piscina”
dando a luz a un remake de una serie tan mítica –y tan pasada de moda,
todo hay que decirlo– como Perry Mason (2020/2023), y de nuevo cuando
estrenó una serie sobre los años gloriosos de los Lakers con Tiempo de
Victoria: La dinastía de los Lakers (Winning Time: The Rise of the
Lakers Dynasty, 2022-2023), y con la continuación que acaba de hacer de Ciudad
de Dios (Cidade de Deus, Fernando Meirelles, 2002). Y ahora mismo lo
está haciendo con la nueva serie sobre Dune, y la sorprendente y
portentosa Get Millie Black. Es decir, por mucho que algunos, entre los
que alguna vez puede encontrarse el autor de estas líneas, arqueen la ceja y se
pregunten por la pertinencia de una nueva serie, los de HBO suelen hacer las
cosas bien. Y tal cosa ha sucedido con la que ahora nos ocupa. Casi parece que
algunos están esperando a que cometa el error mayúsculo que haga que la cadena
“se baje los humos”. Pero tal cosa rara vez sucede. No es cuestión tampoco de
afirmar que está hecha a prueba de fallos, pero la serie protagonizada por un
increíble Colin Farrell es la enésima prueba de que antes de cuestionar nada,
lo mejor es verlo y certificarlo.
Los
creadores de la serie lo tienen claro: no vamos a cometer la enorme estupidez
de ponerle un lado bueno
Además,
HBO acierta de pleno al no hacer algo en lo que otras muchas cadenas –no quiero
mirar nadie…– habrían caído: edulcorar, blanquear al Pingüino. Lo hemos visto
demasiadas veces en demasiadas producciones. Malo, pero no mucho. Cruel, pero
sin pasarse. Explicando el pasado de villanos que, oh mala suerte, sufrieron
mucho hace años y por eso se han vuelto así. No es el caso, afortunadamente. El
Pingüino es un cabronazo sin salvación. Y se regocija en ello. Tiene momentos
de compasión, como cualquier ser humano, y nosotros sentimos compasión por él
en determinadas circunstancias, pero eso no impide que veamos las cosas como
son: es un cabrón despiadado, que hace lo que tiene que hacer para poder
sobrevivir y medrar en un mundo despiadado como este. Más aún: podemos llegar a
entender –nunca a perdonar– que cometa ciertas barbaridades. Más aún: dado que
es el protagonista, y en una ficción sigues al protagonista aunque te pese,
terminas queriendo que de una manera u otra triunfe pese a que sabes que es un
mal bicho. Pero los creadores de la serie lo tienen claro: no vamos a cometer
la enorme estupidez de ponerle un lado bueno.
Por
eso, pese a su cojera espantosa, pese a su tormentosa relación con su madre,
pese a la mala suerte que le ha vuelto un apestado incluso para aquellos para
quienes trabaja, porque no posee el menor atractivo, le dejamos que campe a sus
anchas y le concedemos la oportunidad de vengarse de todo y de todos. Pero no
con ese final, no con esa despedida. Eso era ya demasiado. Y los creadores lo
saben, y el propio Pingüino lo sabe. Tiene que situarse más allá del perdón a
los actos más malvados, y allí que se sitúa, sin ningún problema, casi
regocijándose en ello. Porque en el fondo, Oz ha aprendido a odiarse a sí
mismo, a despreciarse a sí mismo. Y ya está cansado de eso. Si va a
despreciarse, que sea por cosas verdaderas, y no del pasado remoto –que a fin
de cuentas puede ser manipulado y/o alterado por la cualidad mentirosa de los
recuerdos–, sino del más acuciante presente. El final de la serie se nos pega a
la retina de manera despiadada, pegajosa, pestilente. Es el triunfo final de
una serie con la que HBO vuelve a situarse en lo más alto de las factorías de
ficción televisiva de la historia del cine –porque el cine, hay que decirlo ya,
no son solamente los largometrajes de ficción proyectados en una sala– y a
plantear la posibilidad, nada remota, de que en un futuro la solución se
encuentre en un punto medio entre una serie y una película tradicional.
El
Pingüino no inventa nada. Ni falta que le hace.
Vuelve a contarnos otra historia de familias mafiosas enfrentadas, y del tipo
con más labia y más caradura del mundo traicionándoles a diestra y siniestra,
siendo más listo y más despiadado que ellos, caminando siempre sobre el filo de
una hoja de afeitar, tirando los dados a cada movimiento y resignándose a las
vueltas del dios del azar. Pero lo que cuenta la serie lo cuenta tan bien que
parece que no lo hemos visto nunca antes, y con dos actores, Farrell y Milioti,
para la historia. En 2014, 2017 y 2019 la HBO ya había asombrado a los más
veteranos con True Detective, Heridas abiertas (Sharp Objects)
y Euphoria, respectivamente. Con esas ficciones, la cadena había llegado
más lejos, quizá, de lo que antes nadie llegó, proponiendo para la evolución
del cine como arte algo parecido a lo que en literatura propusieron, hace ya
casi un siglo, figuras como William Faulkner, Virginia Woolf, Hermann Broch o
Thomas Mann. Pero probablemente eso es materia para otro momento y otro texto.
Por ahora, limitémonos a terminar este y a volver a ver, entera, The Penguin.
No hay comentarios:
Publicar un comentario