SOIS TODOS UNOS
BORREGOS
POR
JONATHAN MARTÍNEZ
La chirigota 'Abre los ojos' durante su actuación en el Concurso Oficial de Agrupaciones del Carnaval de Cádiz. El público impidió escuchar su repertorio con abucheos, cánticos y gritos.Ayuntamiento de Cádiz/ EF
El
otro día temblaron los cimientos del Teatro Falla de Cádiz porque una chirigota
de baja estofa acudió al concurso carnavalero con ripios conspiracionistas.
Amiga, nos fumigan, date cuenta. Mientras los susodichos cacareaban letras
incomprensibles, el público respondía con una calibradísima dosis de guasa y
descontento, disparando silbidos a discreción y cantando sus propias coplas
para hacer más llevadero el bochorno. A través del abucheo denso e innumerable
—que baje el telón, que baje el telón— podían leerse los lemas desafinados del
forillo, una exquisita selección de los mejores fotomontajes desinformativos
que pululan por las ciénagas de Telegram.
Contra la dictadura comunista. Contra el adoctrinamiento y la tiranía climática de los ecolojetas. Nos abortan. Peligra la propiedad privada. Los profesores nos lavan el cerebro. Tú decides: comer cucarachas como nos exige George Soros o ponernos ciegos a chuletones como defendemos los antiglobalistas. Borregos. Que sois todos unos borregos y os dejáis manipular a la primera de cambio. “La verdad duele”, aullaba tras la línea del telón una señora bailonga de estética furry que ofició como comandante en jefe. La interfecta es —quién lo podía imaginar— coordinadora de prensa de Libres, un partido ultraderechista fundado con los restos de naufragio de Vox.
Los
más despistados se preguntan qué hacía al frente del esperpento alguien como Óscar
Terol, un humorista donostiarra que conquistó a las audiencias de ETB con Vaya
semanita y que saltó a Atresmedia para volver a explotar los estereotipos
de la vasquitud con Allí abajo. El propio Terol debió de sentirse
desubicado porque grabó un vídeo pidiendo disculpas. Resulta que los promotores
de la chirigota le tendieron poco menos que una encerrona. Además, los
disfraces eran cutres y el nivel artístico deplorable. Que son negacionistas
hasta del ensayo, vaya. Terol no pide disculpas, eso sí, por sus ideas. Que
viva la libertad de expresión y abajo la censura.
Desde
la amargura del exilio, Pedro Salinas escribió su Defensa implícita
de los viejos analfabetos. Se refería así a esa multitud anónima que es
juiciosa y cabal aunque desconoce la lectura. Al contrario, existe una criatura
nueva que el poeta llama neoanalfabeto, es decir, aquel que sabe leer
pero renuncia a su capacidad lectora salvo en lo indispensable: el correo, los
programas de espectáculos y la guía de teléfonos. Existen también neoanalfabetos
que leen mucho pero con escaso provecho. Ojean la prensa con aire de
suficiencia y despilfarran sus mejores horas picoteando entre titulares
superficiales de los que sería imposible extraer una sola buena idea.
Hay
neoanalfabetos, me atrevo a sugerir, que se tienen por librepensadores después
de haber repasado un par de blogs alucinógenos sobre la hegemonía reptiliana.
Algunos llegan a sentirse dueños exclusivos de una verdad revelada. Creen haber
extraído conclusiones propias aunque sus ideas sobre el cambio climático se parezcan
sospechosamente a las de los magnates del petróleo y sus ideas sobre la sanidad
coincidan con las soflamas del Secretario trumpista de Salud. La humildad
intelectual es una virtud cardinal de la ciencia. El científico parte siempre
desde la duda y se siente en deuda con sus predecesores. El magufo,
al contrario, nos grita al oído desde lo alto de un pedestal.
El
vértigo de la velocidad informativa encaja mal con las precauciones
parsimoniosas del método científico. En el pinball del debate social, las
opiniones son a menudo rápidas e insensatas. Pero el mundo académico no puede
permitirse ese lujo. Toda hipótesis formulada en una pizarra o en un
laboratorio debe ser falsable, es decir, debe exponerse a que nuevos
experimentos la contradigan. Pero para eso hace falta rigor deontológico y no
cacofonías homeopáticas desde un plató o un escenario. En una sociedad que
consagra a toda costa la libertad de expresión, la verdad científica no compite
en igualdad de condiciones con las supersticiones más chillonas.
La
ciencia es aburrida. Ofrece pocos clics y rasca apenas plusvalías en el mercado
de la atención mediática. Es mucho más rentable, dónde va a parar, ofrecerle un
micrófono a un futbolista para que diga que la Tierra es plana. Los anfitriones
miran al muchacho con un gesto divertido y lo ponen delante de sus detractores
para fomentar una controversia que sería interesantísima si no hubiera sido ya
superada en los tiempos de Aristóteles. Todo sea en nombre de la
libertad de prensa. Si hoy nos damos el gusto de someter a debate ideas
consolidadas que ya defendía Pitágoras, ¿qué nos impide arrojar nuevas
dudas sobre la Declaración Universal de los Derechos Humanos?
Por
cosas de la ironía, la chirigota paranoica ha provocado en Cádiz el mismo
efecto que provocan las vacunas. Los negacionistas han inoculado al carnaval
una pequeña dosis de barbarie y el público ha respondido con unanimidad
inmunitaria mandando al mismísimo carajo a toda la magufada. De pronto, las
entidades locales se preguntan cómo filtrar esa clase de engendros. Ellos lo
llaman censura. Aquí lo llamaremos cordón sanitario. Ojalá hubiera operado una
lógica semejante frente a la ultraderecha y los negacionistas de la democracia,
hijos de la misma estirpe, tocados con los mismos gorros de papel aluminio y
con menos gracia que un payaso en un velatorio.
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