A MÍ NO ME VA A
TOCAR
POR
ISRAEL MERINO
Solicitantes de
asilo esperan sus citas en CBP One antes de cruzar por el puerto fronterizo de
El Chaparral en Tijuana, México. Carlos A. Moreno/ Europa Press
Divertía a todo el bar escuchar a Bombillas, un tipo cuyo nombre real ocultaré para que no me muela a palos la próxima vez que baje al pueblo, contar cómo su vecina, esta sí que no sé cómo se llama, se había caído por las escaleras y había sufrido un robo en casa e incluso había tenido que ingresar a su madre por culpa del Alzheimer: todo en una semana. Le hacía gracia describirla como una gafada, una de esas personas que sufren un montón de cosas dolorosísimas que a uno nunca le van a pasar porque, joder, esas cosas tan graves solo les pasan a otros. Yo era un poco así de pequeño, lo reconozco; recuerdo que una vez, no tendría más de diez años, a un vecino llamado Carlos – de este digo el nombre y con muchísimo orgullo – se le cayó un árbol mientras paseaba por el Retiro que lo mató al instante, dejando en nuestra tierra seca dos hijos y una mujer que solo podrían ver su rostro en el poliéster arrugado de las fotos viejas. Recuerdo que yo, supongo que no entendía la dimensión de la muerte como sí la entiendo ahora, pensé que aquella cosa tan extraña era una broma irreal, una mentira pasajera, y algún día volvería a ver a Carlos paseando con Nieves por esas calles viejas que desembocaban en los descampados de las afueras. Tal horrible cosa no nos podía pasar a nosotros, qué va; la muerte existe nada más que en las páginas traseras de los periódicos, esas que antes iban en blanco y negro y la gente solo leía por morbo, y no en el mismo rellano angosto donde has vivido diecisiete años. Nunca piensas ser tú el asesinado, el traumado, el estafado, el desahuciado, el divorciado, el deportado. Eso les pasa a otros. A mí no me va a tocar, claro que no.
Estoy
bastante seguro de que esto mismo fue lo que pensaron todos esos venezolanos
que en las últimas elecciones, las que llevaron a Trump a presidir la
Casa Blanca, votaron con el corazón despiadado al líder de la ultraderecha aun
sabiendo de buena mano que una de las medidas estrella de su programa era
deportar al máximo número posible de migrantes. Porque lo sabían, ¿eh? Claro
que sí. La gente es de todo menos gilipollas; la gente no vota porque los bulos
ultras les hayan perforado el cerebro, sino por convicciones oscurísimas – odio
el paternalismo contra la población migrante – que vienen de mil raíces
distintas, también de la maldad más vomitiva de los que no son como nosotros.
Votaron masivamente al candidato republicano, según dicen todas las encuestas,
porque pensaron que los inmigrantes expulsados serían otros, pero nunca ellos.
¿Cómo voy a ser yo el deportado? Qué va. Eso solo pasa en las noticias, nunca
en el mundo real.
Esto
mismo pensaron también, estoy segurísimo, los miles de afectados de la
criptoestafa promocionada por Javier Milei que, en su momento, podridos
en seguridad narcisista creyeron que había que elegir a un jefe de Estado
sociópata que desmantelara hasta el último escudo de protección social público.
Porque a ellos nunca les iba a pasar nada, claro que no; solo estafan a los
tontos, deportan a los vecinos lejanos y pillan enfermedades terminales los
pringados. Esto último debió pensar también el tal Bombillas, pues un mes
después de descojonarse de su vecina en el bar del pueblo tuvo que enterrar a
su hermana de treinta y seis años. Leucemia mielógena aguda, querido,
fulminante si no te la pillan a tiempo. Pero tampoco te preocupes: recuerda que
las enfermedades terminales solo las sufren los demás.
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