TRAS EL FUEGO, EL PELIGRO DEL AGUA
POR DAVID
BOLLERO
2022 fue un año negro en España, con
más de 250.000 hectáreas quemadas en incendios como el de Bejís (Castelló)Jorge Gil / Europa Press
Los
incendios forestales cada vez son más severos, tal y como se ha apreciado
recientemente en Los Ángeles.
El cambio climático
y el abandono en el cuidado de los montes y bosques tienen
mucho que ver en ello; negarlo es absurdo porque, incluso entre quienes siguen
empecinados rechazando esta teoría, sus aseguradoras no lo hacen y, como en
California, literalmente se forran excluyendo este riesgo de las pólizas. Las
consecuencias de estos incendios trascienden a la devastación visible,
afectando directamente a otro elemento natural: el agua.
El balance de 2024 en España fue positivo, dado que a pesar de que se registraron cerca de 6.100 siniestros forestales entre incendios y conatos, se trata de la cifra más baja desde 1983. Según los datos provisionales que maneja el Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico, el fuego quemó el año pasado alrededor de 48.000 hectáreas, convirtiéndose 2024 en el año en el que se quemó menor superficie, solo por detrás de 2018, desde hace más de medio siglo. Bien distinto fue 2022, con más de 250.000 hectáreas y diversos incendios de sexta generación, extremos y que crean sus propias condiciones meteorológicas, haciéndolos absolutamente impredecibles, como el de Sierra Bermeja en Málaga.
Pirineos, la revista de ecología de montaña que edita el CSIC,
acaba de publicar los resultados de una investigación sobre el impacto de los
incendios forestales en la regulación de las inundaciones y la depuración del
agua. El trabajo, en el que han participado investigadores de las universidades
de Salamanca, Zagreb (Croacia) y Mykolas Romeris (Lituania), constata que los
incendios reducen la capacidad del ecosistema para regular las inundaciones y
purificar el agua, agravándose las consecuencias, además, en función de la
intensidad de las precipitaciones los meses posteriores al paso del fuego.
Tal
y como se expone en el artículo, la capacidad de los ecosistemas de regenerarse
en el caso de los incendios forestales de gravedad baja y media limitan de
manera muy significativa su impacto a largo plazo. No sucede lo mismo con los
de gravedad alta que, lamentablemente, cada vez se dan con más frecuencia. Uno
de los puntos más interesantes de la investigación es que no sólo aborda la
acción del fuego y sus consecuencias, sino también lo que sucede después.
Por
ejemplo, no es lo mismo que la ceniza sea negra a que sea blanca. La
negra es altamente repelente y aumenta la respuesta hidrológica. Por su parte,
si bien es verdad que la ceniza blanca tiene una mayor capacidad para retener
agua durante las primeras lluvias, no es menos cierto que, una vez que se seca,
puede producir una capa impermeable como consecuencia de la cristalización de
partículas de carbonato.
En
todo caso, ya sea ceniza negra o blanca, es evidente que tras un incendio de
esta magnitud la capacidad de regulación de inundaciones se reduce
inmediatamente. Podría pensarse que lluvias copiosas sobre una masa
forestal arrasada por el fuego es una buena noticia, pero entraña unos elevados
riesgos de inundaciones repentinas en las áreas afectadas. El trabajo documenta
episodios de este tipo sucedidos en Australia, EEUU, Italia, Grecia o, incluso,
aquí en España, en los Cañones de El Jerte en 2017.
En
nuestro país, en regiones como la mediterránea, el riesgo puede ser aún mayor.
La temporada de incendios venía desarrollándose hasta agosto o septiembre, pero
cada vez empieza antes y termina después, yendo más allá de octubre, incluso.
La ampliación del periodo se solapa con la llegada de la Gota Fría que se
denominaba hace años, o de las DANAs como se llaman ahora, y que al igual
que los incendios se suceden cada vez con más frecuencia y con mayor severidad
(también provocado por el cambio climático).
Asimismo,
el riesgo de inundaciones no es la única amenaza que se cierne sobre las áreas
forestales que sufren incendios agresivos; también la capacidad de purificar el
agua se ve afectada negativamente. Ya no es sólo que las cenizas contengan
elementos potencialmente tóxicos, como metales y metaloides o hidrocarburos
aromáticos policíclicos, explica el estudio, sino que los mismos productos
que se emplean para la extinción del fuego pueden liberar elementos tóxicos al
medio ambiente (fluorosurfactantes o perfluorosurfactantes). Tras las
primeras lluvias una vez sofocado el incendio, estos elementos se filtran a la
matriz del suelo y contaminan las aguas subterráneas, pudiendo llegar a otras
masas de agua, desde ríos y lagos a estuarios. Se produce un efecto dominó y,
como ya han determinado diversos estudios, es posible encontrar impactos
negativos de estos materiales tóxicos sobre la fauna y la flora.
El
efecto en cadena no termina ahí, advierte la investigación, pues el aumento
de la contaminación afecta al agua potable, pudiendo extenderse al suministro a
las grandes ciudades. Experiencias pasadas estudiadas en áreas urbanas de
California, Colorado o Canadá confirman este extremo. En este sentido, no es un
problema puntual, sino que los impactos pueden llegar a darse a medio plazo, es
decir, hasta cinco años después, o incluso a largo plazo (diez años después).
En
esta novedosa aproximación del estudio de los incendios, en el que se mira a
los estadios posteriores, la restauración ocupa un lugar especial. Así, los
investigadores alertan de que determinadas intervenciones pueden ser
perjudiciales cuando el incendio ha sido de gravedad elevada, especialmente si
se trata de prevenir inundaciones y deslizamientos de tierra. La tala
salvaje que en ocasiones se realiza tras un incendio termina por degradar y
erosionar aún más el suelo, por lo que lo más recomendable es no dar este
paso hasta que la vegetación haya cubierto el suelo. Es más, si la gravedad del
incendio es de grado bajo o medio, es preferible no intervenir y que sea la
vegetación la que se vaya recuperando de forma natural.
En
otros casos, se puede optar por otro tipo de estrategias, como el acolchado (mulching
en inglés), que consiste en proteger y promover la recuperación del suelo
extendiendo una capa de material orgánico (paja, hojas secas, astillas,
corteza…), que lo enriquece con nutrientes, o inorgánico (piedras, grava…), que
lo estabiliza y reduce la erosión. Otras técnicas, a estudiar en cada caso
específico, son las de plantación de árboles, tratamientos de canales, barreras
de erosión, siembra, etc. Este tipo de intervenciones, puede contribuir muy
positivamente a reducir el transporte de sedimentos y agua en caso de
inundación repentina, mejorando la purificación del agua.
No hay comentarios:
Publicar un comentario