lunes, 10 de febrero de 2025

TRAS EL FUEGO, EL PELIGRO DEL AGUA

TRAS EL FUEGO, EL PELIGRO DEL AGUA

POR DAVID BOLLERO

 

2022 fue un año negro en España, con más de 250.000 hectáreas quemadas en incendios como el de Bejís (Castelló)Jorge Gil / Europa Press

Los incendios forestales cada vez son más severos, tal y como se ha apreciado recientemente en Los Ángeles. El cambio climático  y el abandono en el cuidado de los montes y bosques tienen mucho que ver en ello; negarlo es absurdo porque, incluso entre quienes siguen empecinados rechazando esta teoría, sus aseguradoras no lo hacen y, como en California, literalmente se forran excluyendo este riesgo de las pólizas. Las consecuencias de estos incendios trascienden a la devastación visible, afectando directamente a otro elemento natural: el agua. 

El balance de 2024 en España fue positivo, dado que a pesar de que se registraron cerca de 6.100 siniestros forestales entre incendios y conatos, se trata de la cifra más baja desde 1983. Según los datos provisionales que maneja el Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico, el fuego quemó el año pasado alrededor de 48.000 hectáreas, convirtiéndose 2024 en el año en el que se quemó menor superficie, solo por detrás de 2018, desde hace más de medio siglo. Bien distinto fue 2022, con más de 250.000 hectáreas y diversos incendios de sexta generación, extremos y que crean sus propias condiciones meteorológicas, haciéndolos absolutamente impredecibles, como el de Sierra Bermeja en Málaga.

Pirineos, la revista de ecología de montaña que edita el CSIC, acaba de publicar los resultados de una investigación sobre el impacto de los incendios forestales en la regulación de las inundaciones y la depuración del agua. El trabajo, en el que han participado investigadores de las universidades de Salamanca, Zagreb (Croacia) y Mykolas Romeris (Lituania), constata que los incendios reducen la capacidad del ecosistema para regular las inundaciones y purificar el agua, agravándose las consecuencias, además, en función de la intensidad de las precipitaciones los meses posteriores al paso del fuego.

Tal y como se expone en el artículo, la capacidad de los ecosistemas de regenerarse en el caso de los incendios forestales de gravedad baja y media limitan de manera muy significativa su impacto a largo plazo. No sucede lo mismo con los de gravedad alta que, lamentablemente, cada vez se dan con más frecuencia. Uno de los puntos más interesantes de la investigación es que no sólo aborda la acción del fuego y sus consecuencias, sino también lo que sucede después.

Por ejemplo, no es lo mismo que la ceniza sea negra a que sea blanca. La negra es altamente repelente y aumenta la respuesta hidrológica. Por su parte, si bien es verdad que la ceniza blanca tiene una mayor capacidad para retener agua durante las primeras lluvias, no es menos cierto que, una vez que se seca, puede producir una capa impermeable como consecuencia de la cristalización de partículas de carbonato.

En todo caso, ya sea ceniza negra o blanca, es evidente que tras un incendio de esta magnitud la capacidad de regulación de inundaciones se reduce inmediatamente. Podría pensarse que lluvias copiosas sobre una masa forestal arrasada por el fuego es una buena noticia, pero entraña unos elevados riesgos de inundaciones repentinas en las áreas afectadas. El trabajo documenta episodios de este tipo sucedidos en Australia, EEUU, Italia, Grecia o, incluso, aquí en España, en los Cañones de El Jerte en 2017.

En nuestro país, en regiones como la mediterránea, el riesgo puede ser aún mayor. La temporada de incendios venía desarrollándose hasta agosto o septiembre, pero cada vez empieza antes y termina después, yendo más allá de octubre, incluso. La ampliación del periodo se solapa con la llegada de la Gota Fría que se denominaba hace años, o de las DANAs como se llaman ahora, y que al igual que los incendios se suceden cada vez con más frecuencia y con mayor severidad (también provocado por el cambio climático).

Asimismo, el riesgo de inundaciones no es la única amenaza que se cierne sobre las áreas forestales que sufren incendios agresivos; también la capacidad de purificar el agua se ve afectada negativamente. Ya no es sólo que las cenizas contengan elementos potencialmente tóxicos, como metales y metaloides o hidrocarburos aromáticos policíclicos, explica el estudio, sino que los mismos productos que se emplean para la extinción del fuego pueden liberar elementos tóxicos al medio ambiente (fluorosurfactantes o perfluorosurfactantes). Tras las primeras lluvias una vez sofocado el incendio, estos elementos se filtran a la matriz del suelo y contaminan las aguas subterráneas, pudiendo llegar a otras masas de agua, desde ríos y lagos a estuarios. Se produce un efecto dominó y, como ya han determinado diversos estudios, es posible encontrar impactos negativos de estos materiales tóxicos sobre la fauna y la flora.

El efecto en cadena no termina ahí, advierte la investigación, pues el aumento de la contaminación afecta al agua potable, pudiendo extenderse al suministro a las grandes ciudades. Experiencias pasadas estudiadas en áreas urbanas de California, Colorado o Canadá confirman este extremo. En este sentido, no es un problema puntual, sino que los impactos pueden llegar a darse a medio plazo, es decir, hasta cinco años después, o incluso a largo plazo (diez años después).

En esta novedosa aproximación del estudio de los incendios, en el que se mira a los estadios posteriores, la restauración ocupa un lugar especial. Así, los investigadores alertan de que determinadas intervenciones pueden ser perjudiciales cuando el incendio ha sido de gravedad elevada, especialmente si se trata de prevenir inundaciones y deslizamientos de tierra. La tala salvaje que en ocasiones se realiza tras un incendio termina por degradar y erosionar aún más el suelo, por lo que lo más recomendable es no dar este paso hasta que la vegetación haya cubierto el suelo. Es más, si la gravedad del incendio es de grado bajo o medio, es preferible no intervenir y que sea la vegetación la que se vaya recuperando de forma natural.

En otros casos, se puede optar por otro tipo de estrategias, como el acolchado (mulching en inglés), que consiste en proteger y promover la recuperación del suelo extendiendo una capa de material orgánico (paja, hojas secas, astillas, corteza…), que lo enriquece con nutrientes, o inorgánico (piedras, grava…), que lo estabiliza y reduce la erosión. Otras técnicas, a estudiar en cada caso específico, son las de plantación de árboles, tratamientos de canales, barreras de erosión, siembra, etc. Este tipo de intervenciones, puede contribuir muy positivamente a reducir el transporte de sedimentos y agua en caso de inundación repentina, mejorando la purificación del agua.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario