SOBRE EL ESTUPOR
La Idea es que no es posible que unos tengan tanto
y
otros no tengan nada
Breaker boys,
una obra de Lewis Hines. / CC
El
paso del tiempo es un indicio de que el universo está compuesto, únicamente, de
tiempo. De que el tiempo es lo único que sucede. Mi vida, en ese sentido, está
traspasando un umbral imprevisto, fabricado con tiempo, tras el cual todo el
pasado empieza a ser incomprensible, precisamente por el paso del tiempo, que
convierte lo vivido en lejano y huérfano del tiempo que lo envolvía, que lo
hacía todo claro y soleado. Hoy, esos mismos recuerdos envueltos en otro
tiempo, son insondables. Sucede también con las personas vividas. Nítidas en
otro tiempo, las toneladas de tiempo vertido sobre ellas las convierte en un
recuerdo borroso.
Sucede así con mi tía Carmen, poseedora de una biografía que en su día me conmovió y que hoy me sigue pareciendo estremecedora, si bien me cuesta explicarla en este otro tiempo, cuando el tiempo le ha vertido tanta arena de tiempo que empieza a ser difícil reconocer en ese túmulo su cuerpo.
Siendo
una niña participó en la fundación de la CNT en su pueblo. Se creó de noche,
lejos del pueblo, en una peña que sobresalía sobre la llanura y en la que un
día había pernoctado el Cid, como atestiguan, aún hoy, las huellas, tatuadas en
la roca, de las herraduras de Babieca, su caballo. A los 16 años, en plena
Guerra Civil, un sorpresivo avance del enemigo le impide volver del trabajo a
la casa de sus padres. Empieza su exilio, que tres años después le lleva a
cruzar la frontera. Internada al lado del mar, en un campo sobre la arena, sin
techo, después fue internada en otro campo, más estable, en Orleans. Estuvo
varios meses ahí, descalza. Los pies descalzos crean una capa de dureza en la
piel de varios centímetros, en verdad llamativa. Cuando salió del campo, eso
fue lo que miraban con estupor los siguientes ocupantes internados, con los que
se cruzó en la puerta. Eran judíos franceses. Algunos llevaban, como equipaje
de mano, sus raquetas de tenis. No habían entendido su tiempo y, al ver esos
pies, empezaban a hacerlo, repentinamente y demasiado tarde. Ya en libertad, mi
tía Carmen prosiguió con la guerra que había abandonado momentáneamente. No me
veo capaz de explicar lo que vivió durante cinco años de guerra, pues el
tiempo, su peso y su volumen, impiden comprender hoy, en este otro tiempo, su
nitidez. Yo conocí a aquella mujer mucho después, claro. Era una mujer
mayor, divertida y bromista, de risa fácil. Un día, en mi adolescencia
–envuelta por otro tiempo, que hoy tampoco existe– hablamos por fin de lo
vivido en aquellas dos guerras. De las vicisitudes, de los golpes del destino
que, en una guerra, son, fundamentalmente, golpes. Tras explicármelo se creó el
silencio. Entonces le hice una pregunta ingenua, si bien ahora comprendo que
resultaba excesivamente dura y difícil, al punto de que si hoy alguien me la
preguntara, me resultaría imposible responder de una manera clara y concisa. Le
pregunté por qué hizo todo ello, por qué se expuso a algo aún más borroso que
la muerte. Me miró como si no entendiera la pregunta y, al poco, me contestó:
“Por La Idea”. Yo ya sabía, claro, lo que era La Idea. Pero nunca había
escuchado La Idea explicada por una persona viva. Por lo que le pregunté, a su
vez, por La Idea. Ella me volvió a mirar incrédula. Y me respondió. Simplemente
me dijo que La Idea es que no es posible que unos tengan tanto y otros no
tengan nada. Es decir, no me explicó La Idea, sino que me explicó el estupor
que la llevó, de noche, a una peña de roca pura, en la que un grupo de personas
de todas las edades se explicaron unos a otros la Idea. No me explicó La Idea,
sino el estupor que la condujo a su primera toma de decisiones.
El
paso del tiempo es un indicio de que el universo está compuesto, únicamente, de
tiempo. De que el tiempo es lo único que sucede. De que el tiempo lo envuelve
todo y, con ello, todo lo envejece, todo lo oxida. El pasado empieza a ser
incomprensible, precisamente por el paso del tiempo, que convierte lo vivido en
lejano y huérfano del tiempo que lo envolvía. Para esta historia, un tiempo en
el que aún existía un objeto tal vez hoy perdido para siempre. El estupor.
Pueden pasar días, tal vez una vida, sin que el estupor, ese nudo, se produzca.
La ausencia de estupor hace que no comprendamos vidas pasadas, momentos
pasados, cuando el tiempo era otro, permeable al estupor. Hace que no
entendamos lo que nos depara el tiempo futuro, ahora que el tiempo vuelve a envolver
barbaries parecidas a las del pasado, si bien dejando fuera de ese envoltorio
al estupor. El estupor solo nos acompañó, parece, durante un tiempo, hace mucho
tiempo.
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