LA NOCHE AMERICANA
POR
SILVIA COSIO
Inmigrantes
indios deportados de Estados Unidos salen del aeropuerto
en Ahmedabad,
India.REUTERS/ Amit Dave
Las naciones son construcciones muy delicadas; se cimientan en cuentos y símbolos y se entretejen con sueños y aspiraciones. Sin esto lo que nos queda no es más que muerte, guerra, dolor e injusticia. Lo sabían bien los griegos y por eso tejieron el bello epos de la Ilíada y la Odisea, que crecía y se enriquecía cada vez que se recitaba. Todo lo que quedaba fuera del epos quedaba fuera del mundo, del sueño, de la leyenda, de lo heroico. Ningún héroe ateniense desembarcó a orillas de Troya ni entró a sangre y fuego en la ciudad dentro de un caballo de madera. Tuvieron que pasar siglos hasta que los atenienses lograran al fin que uno de los suyos, Teseo, apareciera mencionado en la Odisea, el poema en el que los héroes muertos lloran en el Hades y en el que se canta el nacimiento de un nuevo tipo de hombre: el ciudadano. Augusto también tuvo que pagar su buen dinero para que Virgilio le construyera un poema épico que le conectara, a él y al Impero que estaba edificando, con los héroes de Troya, esto es, con el epos, con el sueño y las leyendas.
Ninguno
de nosotros hemos tenido la oportunidad de ver nacer estos antiguos sueños, ni
tampoco los hemos visto desvanecerse hasta convertirse simplemente en el eco de
nuestro pasado, un pasado tan delicado y frágil que si nos acercamos a él solo
vemos las máculas y la miseria. Sin embargo sí que hemos sido testigos en
primera fila del nacimiento pero también del fin del sueño americano. Para bien
y para mal los Estados Unidos de América han dado forma a nuestros sueños, a
nuestras filias y nuestras fobias, alimentando nuestra imaginación pero también
nuestra rabia. Hemos crecido con y en el sueño americano y nos hemos forjado en
él o contra él: del cine del Oeste al rock, de los comics de superhéroes al
“OTAN no, bases fuera”, de los pantalones vaqueros a las hamburguesas...
nuestra cotidianeidad se pinta de barras y estrellas. Es por ello que sabemos
más de los mormones de Salt Lake City que de la secta del Palmar de Troya y que
estamos más familiarizados con el callejero de Nueva York que con el de la
mayoría de las ciudades de España. Es lo que tiene vivir bajo un imperio, que
este nos impone sus cosas, su estilo de vida, su visión del mundo pero también
su sueño. Y hay que reconocer que los norteamericanos, en esto último, fueron,
hasta hace bien poco, bastante buenos.
En
el acto final de una de mis películas favoritas, El hombre que mató a
Liberty Valance, John Ford, el aedo tuerto del epos
estadounidense, nos da una lección magistral de lo que realmente significa el
sueño americano pero también del peso y la responsabilidad de construir una
nación que se sostiene sobre la leyenda, los símbolos y la ficción. Tom, el
personaje que encarna John Wayne, renuncia a la grandeza de ser
considerado un héroe tras matar a Liberty Valance, el tipo que aterroriza y
abusa de todo el mundo en la fronteriza ciudad de Shinbone; con este gesto de
generosidad renuncia también al amor y a ser parte de la nueva ciudad que acaba
de ayudar a nacer, pues comprende que sobre los hombros de un hombre como él no
puede recaer la responsabilidad de construir una ciudad, un Estado y un país
que han que regirse por la ley y por lo que es justo. Tom cede el cetro de la
heroicidad a Ranse, el personaje interpretado por James Stewart, y este
llegará a convertirse en Senador, gobernador, embajador en el Reino Unido y
probablemente en presidente de los Estados Unidos. En contraste y como pago a
su sacrificio Tom muere solo y olvidado por casi todos. Y es así como la
leyenda de la muerte de Liberty Valance se convierte en realidad y el sueño del
país que acaba de nacer gracias a un acto violento se moldea entonces en torno
a la figura y la hazaña heroica de un hombre bueno y justo, y sobre el
sacrificio y la renuncia de un Tom que lo entrega todo -y lo pierde todo- por
el bien común. Por supuesto que esto no es más que un hermoso cuento fordiano.
Una ficción filmada en un blanco y negro deslumbrante que convierte la quimera
del sueño americano en algo mucho más hermoso, pues está narrado con el talento
y la delicadeza de un John Ford que entendió como casi nadie la necesidad de
imprimir la leyenda frente a la realidad para así darle forma a un país que,
como casi todos, no aguantaría de otra manera la mirada de frente.
Durante
dos siglos el sueño americano funcionó como una almenara que iluminó el camino
de millones de personas que dirigieron sus pasos y sus esperanzas hacia él.
Llegaron al país atraídas por la promesa de una tierra de libertad y
prosperidad, de recompensa por el trabajo duro, de comunidad e igualdad de
oportunidades, un lugar donde ser feliz no solo es una aspiración, sino un
derecho ciudadano. Pero también un lugar de vidas sacrificadas como las del Tom
fordiano, vidas de renuncia por una causa superior. Todas esas vidas
migrantes ayudaron a su vez a consolidar y dar forma al sueño, al cuento
americano, a la ficción sobre la que se construyó el país. De esta ilusión
se nutrieron los jóvenes que se dejaron la vida en las playas de Normandía,
entre las ruinas de la Abadía de Montecasino o en las aguas infestadas de
tiburones del Pacífico -el propio John Ford fue herido durante la batalla de
Midway-, en el que fuera el punto álgido del sueño americano, de todo este
cuento, de esta leyenda, de este epos moderno: la Segunda Guerra
Mundial, durante la cual Estados Unidos sacrificó a su jóvenes para librar al
mundo del fascismo y la tiranía.
Sin
embargo no podemos obviar tampoco que el sueño americano ha servido a su vez
como excusa y acicate para justificar la esclavitud, el genocidio de los
nativos americanos, el imperialismo, el racismo, la caza de brujas, las bombas
de Hiroshima y Nagasaki o el napalm que arrasó Vietnam. Si no sabemos manejar
bien las ficciones, estas se vuelven peligrosas, porque nos ayudan a justificar
lo peor de nosotros mismos, como sociedad y como individuos autónomos. Y así el
sueño de una gran Alemania cubrió Europa de sangre y fuego y la redujo a
escombros, y es esa ficción que llamamos Estado de Israel la que ha
amamantado a los monstruos que creen que tienen derecho a asesinar niños
palestinos y a presumir de ello.
Es
por eso que necesitamos un sueño y una ficción que nos señalen que hay algo
mejor. Necesitamos una quimera que nos diga que podemos ser mejor de lo que
somos, que nuestras vidas tienen un propósito y que hay algo tangible y hermoso
que nos sostiene y nos une. Con todas sus taras y defectos, el sueño americano
cumplía en parte con esta misión, hasta que Trump, Musk y el movimiento
MAGA lo destruyeron delante de nuestros ojos -no todo el mundo tiene la
oportunidad de ver desvanecerse un sueño mientras se desmorona un imperio-. En
el cambalache que fueron las últimas elecciones en USA los votantes trumpistas
decidieron deshacerse del sueño americano, y a cambio aceptaron sustituirlo por
una performance del mismo, por una grosera imitación. Donde antes se
hablaba de renuncia y sacrificio ahora solo encontramos egoísmo y revancha
hacia agravios imaginados. Trump ha matado el sueño americano, una ficción
delicada y hasta ahora resistente. Y lo ha podido hacer porque desde hace
cuarenta años las clases dominantes del país han contribuido incansables a su
destrucción, socavando los cimientos de la sociedad norteamericana clamando
contra el gobierno fuerte y los impuestos, defendiendo la avaricia y el
individualismo frente a la cooperación y la solidaridad, y anteponiendo los
intereses de las grandes corporaciones frente a los derechos de la ciudadanía.
Ha sido por tanto una tarea lenta pero imparable de demolición de todas las
ficciones comunales y emancipatorias que nos ayudaban a imaginarnos mejores,
muchas de las cuales se encarnaban en el sueño americano, una ficción que
difícilmente pudo sobrevivir al ataque al Capitolio del 6 de enero del
año 2021 y que definitivamente se desvaneció con la reelección de Trump.
Huérfanos
del sueño americano, por el momento no parece que seamos capaces de idear otro
con el que sustituirlo. Tuertos como John Ford, atrapados en tierra de nadie a
la espera de construir juntos otras ficciones delicadas y bellas que nos
señalen el camino, que nos dibujen un horizonte de esperanza y luz, estamos
condenados a internarnos en la larga noche americana.
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