viernes, 7 de febrero de 2025

LA NOCHE AMERICANA

LA NOCHE AMERICANA

POR SILVIA COSIO

 

Inmigrantes indios deportados de Estados Unidos salen del aeropuerto

en Ahmedabad, India.REUTERS/ Amit Dave

Las naciones son construcciones muy delicadas; se cimientan en cuentos y símbolos y se entretejen con sueños y aspiraciones. Sin esto lo que nos queda no es más que muerte, guerra, dolor e injusticia. Lo sabían bien los griegos y por eso tejieron el bello epos de la Ilíada y la Odisea, que crecía y se enriquecía cada vez que se recitaba. Todo lo que quedaba fuera del epos quedaba fuera del mundo, del sueño, de la leyenda, de lo heroico. Ningún héroe ateniense desembarcó a orillas de Troya ni entró a sangre y fuego en la ciudad dentro de un caballo de madera. Tuvieron que pasar siglos hasta que los atenienses lograran al fin que uno de los suyos, Teseo, apareciera mencionado en la Odisea, el poema en el que los héroes muertos lloran en el Hades y en el que se canta el nacimiento de un nuevo tipo de hombre: el ciudadano. Augusto también tuvo que pagar su buen dinero para que Virgilio le construyera un poema épico que le conectara, a él y al Impero que estaba edificando, con los héroes de Troya, esto es, con el epos, con el sueño y las leyendas. 

Ninguno de nosotros hemos tenido la oportunidad de ver nacer estos antiguos sueños, ni tampoco los hemos visto desvanecerse hasta convertirse simplemente en el eco de nuestro pasado, un pasado tan delicado y frágil que si nos acercamos a él solo vemos las máculas y la miseria. Sin embargo sí que hemos sido testigos en primera fila del nacimiento pero también del fin del sueño americano. Para bien y para mal los Estados Unidos de América han dado forma a nuestros sueños, a nuestras filias y nuestras fobias, alimentando nuestra imaginación pero también nuestra rabia. Hemos crecido con y en el sueño americano y nos hemos forjado en él o contra él: del cine del Oeste al rock, de los comics de superhéroes al “OTAN no, bases fuera”, de los pantalones vaqueros a las hamburguesas... nuestra cotidianeidad se pinta de barras y estrellas. Es por ello que sabemos más de los mormones de Salt Lake City que de la secta del Palmar de Troya y que estamos más familiarizados con el callejero de Nueva York que con el de la mayoría de las ciudades de España. Es lo que tiene vivir bajo un imperio, que este nos impone sus cosas, su estilo de vida, su visión del mundo pero también su sueño. Y hay que reconocer que los norteamericanos, en esto último, fueron, hasta hace bien poco, bastante buenos.

En el acto final de una de mis películas favoritas, El hombre que mató a Liberty Valance, John Ford, el aedo tuerto del epos estadounidense, nos da una lección magistral de lo que realmente significa el sueño americano pero también del peso y la responsabilidad de construir una nación que se sostiene sobre la leyenda, los símbolos y la ficción. Tom, el personaje que encarna John Wayne, renuncia a la grandeza de ser considerado un héroe tras matar a Liberty Valance, el tipo que aterroriza y abusa de todo el mundo en la fronteriza ciudad de Shinbone; con este gesto de generosidad renuncia también al amor y a ser parte de la nueva ciudad que acaba de ayudar a nacer, pues comprende que sobre los hombros de un hombre como él no puede recaer la responsabilidad de construir una ciudad, un Estado y un país que han que regirse por la ley y por lo que es justo. Tom cede el cetro de la heroicidad a Ranse, el personaje interpretado por James Stewart, y este llegará a convertirse en Senador, gobernador, embajador en el Reino Unido y probablemente en presidente de los Estados Unidos. En contraste y como pago a su sacrificio Tom muere solo y olvidado por casi todos. Y es así como la leyenda de la muerte de Liberty Valance se convierte en realidad y el sueño del país que acaba de nacer gracias a un acto violento se moldea entonces en torno a la figura y la hazaña heroica de un hombre bueno y justo, y sobre el sacrificio y la renuncia de un Tom que lo entrega todo -y lo pierde todo- por el bien común. Por supuesto que esto no es más que un hermoso cuento fordiano. Una ficción filmada en un blanco y negro deslumbrante que convierte la quimera del sueño americano en algo mucho más hermoso, pues está narrado con el talento y la delicadeza de un John Ford que entendió como casi nadie la necesidad de imprimir la leyenda frente a la realidad para así darle forma a un país que, como casi todos, no aguantaría de otra manera la mirada de frente.

Durante dos siglos el sueño americano funcionó como una almenara que iluminó el camino de millones de personas que dirigieron sus pasos y sus esperanzas hacia él. Llegaron al país atraídas por la promesa de una tierra de libertad y prosperidad, de recompensa por el trabajo duro, de comunidad e igualdad de oportunidades, un lugar donde ser feliz no solo es una aspiración, sino un derecho ciudadano. Pero también un lugar de vidas sacrificadas como las del Tom fordiano, vidas de renuncia por una causa superior. Todas esas vidas migrantes ayudaron a su vez a consolidar y dar forma al sueño, al cuento americano, a la ficción sobre la que se construyó el país. De esta ilusión se nutrieron los jóvenes que se dejaron la vida en las playas de Normandía, entre las ruinas de la Abadía de Montecasino o en las aguas infestadas de tiburones del Pacífico -el propio John Ford fue herido durante la batalla de Midway-, en el que fuera el punto álgido del sueño americano, de todo este cuento, de esta leyenda, de este epos moderno: la Segunda Guerra Mundial, durante la cual Estados Unidos sacrificó a su jóvenes para librar al mundo del fascismo y la tiranía.

Sin embargo no podemos obviar tampoco que el sueño americano ha servido a su vez como excusa y acicate para justificar la esclavitud, el genocidio de los nativos americanos, el imperialismo, el racismo, la caza de brujas, las bombas de Hiroshima y Nagasaki o el napalm que arrasó Vietnam. Si no sabemos manejar bien las ficciones, estas se vuelven peligrosas, porque nos ayudan a justificar lo peor de nosotros mismos, como sociedad y como individuos autónomos. Y así el sueño de una gran Alemania cubrió Europa de sangre y fuego y la redujo a escombros, y es esa ficción que llamamos Estado de Israel la que ha amamantado a los monstruos que creen que tienen derecho a asesinar niños palestinos y a presumir de ello.

Es por eso que necesitamos un sueño y una ficción que nos señalen que hay algo mejor. Necesitamos una quimera que nos diga que podemos ser mejor de lo que somos, que nuestras vidas tienen un propósito y que hay algo tangible y hermoso que nos sostiene y nos une. Con todas sus taras y defectos, el sueño americano cumplía en parte con esta misión, hasta que Trump, Musk y el movimiento MAGA lo destruyeron delante de nuestros ojos -no todo el mundo tiene la oportunidad de ver desvanecerse un sueño mientras se desmorona un imperio-. En el cambalache que fueron las últimas elecciones en USA los votantes trumpistas decidieron deshacerse del sueño americano, y a cambio aceptaron sustituirlo por una performance del mismo, por una grosera imitación. Donde antes se hablaba de renuncia y sacrificio ahora solo encontramos egoísmo y revancha hacia agravios imaginados. Trump ha matado el sueño americano, una ficción delicada y hasta ahora resistente. Y lo ha podido hacer porque desde hace cuarenta años las clases dominantes del país han contribuido incansables a su destrucción, socavando los cimientos de la sociedad norteamericana clamando contra el gobierno fuerte y los impuestos, defendiendo la avaricia y el individualismo frente a la cooperación y la solidaridad, y anteponiendo los intereses de las grandes corporaciones frente a los derechos de la ciudadanía. Ha sido por tanto una tarea lenta pero imparable de demolición de todas las ficciones comunales y emancipatorias que nos ayudaban a imaginarnos mejores, muchas de las cuales se encarnaban en el sueño americano, una ficción que difícilmente pudo sobrevivir al ataque al Capitolio del 6 de enero del año 2021 y que definitivamente se desvaneció con la reelección de Trump.

Huérfanos del sueño americano, por el momento no parece que seamos capaces de idear otro con el que sustituirlo. Tuertos como John Ford, atrapados en tierra de nadie a la espera de construir juntos otras ficciones delicadas y bellas que nos señalen el camino, que nos dibujen un horizonte de esperanza y luz, estamos condenados a internarnos en la larga noche americana.

 

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