TENTACIONES
IMPERTINENTES
POR DAVID
TORRES
Montoya en La
isla de las tentaciones.X
Por
una vez, y sin que sirva de precedente, Telecirco ha apostado por la alta
cultura en la confección de uno de esos productos audiovisuales que denominamos
realities a falta de mejor nombre. Lo hicieron en secreto, por supuesto, sin
advertir a nadie que estaban adaptando libremente un fragmento del Quijote, ya
que el anuncio, con toda seguridad, hubiese ahuyentado en masa a la audiencia
hacia algún otro lodazal catódico. Tan sutil resultó la referencia cervantina
que ni siquiera los propios guionistas de La isla de las tentaciones se
percataron de que habían hecho un homenaje a El curioso impertinente, la
novelita intercalada que un cura lee en la venta de Palomeque y que interrumpe
la acción del Quijote hasta el punto de que varios comentaristas sospechan que
no tiene ningún sentido, ni temático ni estructural, dentro de la novela, y que
Cervantes la incluyó sólo porque el editor le pedía más páginas.
El curioso impertinente narra la historia de Anselmo, que quiere poner a prueba la fidelidad de su esposa, Camila, con la ayuda de su mejor amigo, Lotario. Al principio, Camila rehúye sin contemplaciones las insinuaciones de Lotario, quien finge estar enamorado de ella, pero no contento con el resultado, Anselmo insiste en que Lotario vuelva a la carga, una insistencia que concluye en adulterio, desengaño y tragedia. A bote pronto, la única analogía que se me ocurre con el resto de la novela es el momento en que Alonso Quijano, al emprender su transformación en caballero andante, prueba la celada de su armadura y la parte de una cuchillada. Contrariado, el hombre refuerza la celada rota con unas barras de hierro, pero decide no volver a probar su resistencia con más golpes y la da por buena. Lo cual demuestra que un loco -si es que don Quijote está realmente loco- no es necesariamente un imbécil.
No
parece probable que ninguno de los concursantes de La isla de las
tentaciones conozca este argumento clásico, repetido con diversas
variaciones en El conde Lucanor, en El Decamerón o en Cosí fan
tutte, la ópera de Mozart. Sin embargo, dicha trama sostiene todo el
entramado de un espectáculo televisivo basado en el morbo de ver las reacciones
de unas personas sometidas al degradante experimento de comprobar si sus
parejas les son fieles. Hay, además, una cámara a la tercera potencia, otra
televisión donde los participantes pueden observar la consecución (o no) del
adulterio en directo: una constatación más, como si hiciera falta, de que la
telerrealidad no es más que teleteatro de la peor especie.
En
el supuesto de que ignorasen la existencia de esas cámaras que van grabando
todos sus movimientos, los concursantes serían ratas de laboratorio en un
experimento sociológico de casquería erótica. Pero no sólo saben que la
televisión está ahí, sino que ellos mismos son protagonistas de una burda
pantomima, guionizada y orquestada de antemano, una tediosa payasada a la que
se prestan a cambio de cinco minutos de fama, quizá del salto a una de esas
sillas parlantes de tertulias rosas donde comer eternamente la sopa boba. Nunca
hay que olvidar que Belén Esteban alcanzó su estatus de esperpento legendario,
que ya rebasa ampliamente las dos décadas, al comentar con pelos y señales su
breve romance con un torero.
Los
aspavientos de Montoya llorando, gritando, partiéndose la camisa como en la
canción de Camarón y corriendo por la playa como un loco, han dado la vuelta al
mundo, certificando uno de los grandes absurdos de nuestra época: el descrédito
de la ficción en aras de una realidad amañada, una farsa improvisada por
comediantes de tres al cuarto. Hoy sabemos que Montoya y Anita siguen juntos
pese al empacho de lágrimas y a la obscena exhibición de cornamenta grabada el
verano pasado. No es casualidad que Donald Trump haya decidido meter las
cámaras a saco en el Despacho Oval de la Casa Blanca, para que la gente
contemple a sus anchas cómo firma decretos aterradores en directo y cómo Elon
Musk se pasea por allí con su hijo como Pedro por su casa. Al final, igual que
en El curioso impertinente, lo que vamos a descubrir es que nos la han
metido doblada.
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