ISLA DROMEDARIA O LA ISLA ESPEJO
MARGARITA
SANTANA
El pasado día 24 de Mayo, se celebró en la carismática Librería de Mujeres, la presentación de la última novela de Juana Santana: “Isla Dromedaria”, el acto estuvo acompañado por un nutrido grupo de invitados y curiosos amantes de la literatura. Gracias a la persistencia y la convicción de Izaskun Legarza y Mase su hermana, propietarias e impulsoras del arte literario en Canarias, altavoz cultural en pleno centro de Santa Cruz, no sin alti-bajos y sacrificios impagables, insuficientemente reconocidas y valoradas por esta labor altruista y apasionada. Vaya desde El Lokinario toda nuestra admiración y reconocimiento.
El acto de
presentación estuvo a cargo de Margarita Santana, Filósofa, poeta y
Vicedecana de la Facultad de Humanidades, Vicedecana de calidad e innovación
docente / Coordinadora del Plan de Acción Tutorial (POAT) en la ULL. También
estuvieron presentes en este acto algunas “plumas” relevantes como Cecilia
Domínguez Luis, premio canarias de literatura y la propia Margarita Santana,
además de artistas de diferentes disciplinas, se reunieron en el acto de
presentación donde hubo gran interacción entre los asistentes y la autora. Sin
más paso a mostrarles la guía y presentación del evento,
Juana Santana
publica Isla Dromedaria doce años después de Mujeres con gafas de luna, ambas
en Ediciones Aguere-Idea. Con esa obra cerraba un ciclo, a lo mejor una trilogía,
que se había iniciado en 1993 con Todas contra la pared (hay un proyecto de
reedición en ciernes) y que había continuado con La suerte de la memoria, en
1997.
Isla Dromedaria, por tanto, es una obra independiente. Sin embargo, antes de
pasar a comentar sus especificidades sí quiero señalar que, a mi juicio, hay
tres temas que, aunque abordados de formas muy distintas, son recurrentes en
las novelas de Santana, temas que de algún modo definen su trasfondo
escritural. Lo veíamos claramente, por no ir mucho más allá, en Mujeres con
gafas de luna: la importancia de la memoria (que conspira contra el olvido
y propicia la denuncia social), los libros, y los árboles (en especial la ceiba
sagrada). Y lo volvemos a encontrar en Isla Dromedaria aunque
con otras claves.
Respecto a los
libros, por ejemplo, y esto será un elemento central en esta novela, porque la
protagonista tendrá acceso a –y terminará custodiando- una hermosa biblioteca
que atesora hermosos volúmenes, y que es el núcleo en torno al cual van a girar
los entrelazamientos de las historias que la autora nos irá desgranando, leemos
(p. 39):
Llegué aquí
rodando como rueda un canto del río cuando éste se seca, cómo iba a imaginar
ese regalo, miles de libros deseando ser elegidos por mi mano para escanciar su
sabiduría (…) Ahora puedo leer todas las novelas de Galdós de nuevo, de Sor
Juana Inés de la Cruz, de Virginia Woolf, de Jane Austen, de Fernando Pessoa, y
tantas más (…) La biblioteca es la eternidad.
La que habla
es Manuela, cuya voz será la suya y de la de muchos otros y otras, cual caja de
resonancia; la que “nació para contar historias y contarlas”, como también
leemos. Y es que, como acabo de señalar, no hay un único relato en Isla
Dromedaria. Isla Dromedaria es un mosaico de distintas historias entrelazadas,
y a veces yuxtapuestas, montadas sobre una concepción del tiempo –o del
espacio-tiempo- que huye, casi con ferocidad, de la linealidad. Toma como punto
de referencia a un grupo de amigas y amigos, personajes diversos, dispares,
solos, que Santana delinea con precisión, unidos por una costumbre que da
solidez, y a veces sentido -y que así logra salvarlos de la terrible soledad de
una individualidad anclada a una suerte de desarraigo- a sus vidas: reunirse en
el bar de Manso a contar y contarse cuentos. Hay en esta costumbre, a mi modo
de ver, una reivindicación de cierta tradición oral en el contexto isleño en
general, no sólo en el novelado aquí, y de los lazos de unión que propicia el
lenguaje en este ejercicio de transposición que lo convierte en alimento: en
torno a la mesa se come, y en este caso se habla, se cuenta, creando y
reforzando vínculos entre esas vidas solitarias y solas.
De este
mosaico de historias sobresalen tres: Manuela y su grupo, Manuela y Cuba –lo
denomino así para no desvelar nada-, Bernardo, la isla y Cuba, siglo XVIII,
Pablo, bisagra entre ellas, todas anudadas en torno a Manuela, todas, y este es
uno de los logros de la autora, interrelacionadas de algún modo hasta confluir
en un desenlace sorprendente . Hay en este entrelazamiento diversos aspectos
que quiero destacar:
En primer
lugar, el modo en que la autora logra ir más allá de los perfiles psicológicos
de sus personajes colocándolos en una urdimbre político-social respecto a la
cual enarbola la bandera de la denuncia social –una constante en todas sus
novelas-, una denuncia que atraviesa las tres historias. Así, por ejemplo,
leemos, cuando Manuela habla de Anabella: (…) está empeñada en
denunciar a todo el mundo por su abandono, como si la justicia
estuviera al alcance de los pobres
(p.45). O, en la página 35:
Para los autóctonos de Isla Dromedaria la historia de Pablo y sus ancestros
está imbuida de latifundismo, abuso, brutalidad y arbitrariedad en detrimento
de los verdaderos dueños de la tierra. Para él y sus ancestros el mundo era
ancho y de su propiedad, por eso le salen afuera, desde lo profundo, ese
racismo y ese clasismo al primer golpe de aire, ante la más leve amenaza de
usurpación, ante la más elemental reivindicación de igualdad. A los ricos les
gusta llevar a sus fiestas a un negro, una india o un artista sin recursos, les
da un punto de progresismo, un caché mundano; la artista muerta de hambre o el
negro pueden ser sustituidos por una planta carnívora o un plato de insectos
caramelizados y nadie notará la diferencia.
Y también, en
otra clave: El dios bipolar, cruel e injusto, no tiene una iglesia para
desagraviar a los que sufren (p. 56). En esta denuncia lo social y lo
existencial se retroalimentan inexcusablemente.
En segundo
lugar, la labor de documentación que se ha llevado a cabo a la hora de
reconstruir, en torno a Bernardo, la Ilustración en Canarias, con sus luces y
sus muchas sombras, con el acusado contraste entre el ideal culto y cosmopolita
y el analfabetismo generalizado de la población autóctona mediados por el yugo
implacable de la Iglesia. En esta reconstrucción destaca el modo en que se
recrea la vestimenta de la época, sobre todo la femenina, pero no como un
detalle accesorio, sino como una estrategia que nos permite apreciar la divergencia,
no sólo la diferencia, entre los modos de conceptualizar lo femenino en esa
época en contraposición con la actual, que es donde se sitúa Manuela. Esa
contraposición, que es real en la novela, nos lleva al tercer elemento que
quería destacar: el juego con los tiempos que se entrecruzan, y el papel que
desempeñan lo fantasmal y lo onírico en dicho juego:
Los sueños son
la semiótica del alma, señales de humos llegadas de picos rasantes con las
nubes, inhóspitos
(…) [los sueños]
bajan laderas abajo hasta la frente de los durmientes. Dos hombres del
tamaño y grosor de un lápiz trepan por detrás de la cabecera de mi cama hasta
el techo (…) ¿Qué lengua hablarán?
Isla
Dromedaria, isla espejo, es de este modo, y también, cruce de caminos y
encrucijada para viajeros, náufragos y náufragas de sí mismas, navegantes,
quimera y realidad, puerto de entrada y de salida. En la página 27 leemos:
En Isla
Dromedaria el tiempo sin sombrero acapara todo el sol de la tarde y la isla
aloja a todos los náufragos salvados por las sirenas; todos ellos la vieron
desde el mar recostada y misteriosa sobre la línea del horizonte silenciosa y
quieta como un monstruo dormido.
Tiempos,
tradiciones y vidas se amalgaman en torno a la isla como enclave
espacio-temporal proyectado a partir de una biblioteca y sus espectros. Las
parcas, las sibilas, los dioses propios y el panteón cubano se misturan con lo
humano que transita entre la materialidad de lo real y la materialidad del
sueño.
Juana Santana
explora con ahínco esta dimensión, ofreciendo a las lectoras y lectores un
caleidoscopio cuya riqueza les invito a disfrutar.
Margarita
Santana
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