SOBRE EL
NEOLIBERALISMO
Ahora pienso –bueno, no lo
pienso; sé; lo sé– que en realidad se está produciendo una guerra. Una guerra
total, nunca jamás vista. No la vemos nosotros, porque nos acostumbramos a
ellas poco a poco, en el tiempo
Una trinchera
alemana ocupada por soldados británicos durante la
batalla del
Somme, en 1916. / John Warwick Brooke
La fatiga de combate es un universal humano. Sucede en todas las guerras, si bien su diagnóstico, su propio nombre, nació en la I Guerra Mundial. Hasta entonces, todo el cuadro que comprende la fatiga de combate se había considerado como mera cobardía, por lo que usualmente se le aplicaba, como solución, la pena de muerte. Pero algo pasó en esa guerra que lo cambió todo, que cambió la cobardía por una enfermedad y al pelotón de fusilamiento por un médico. Y ese algo fue su desmesura. Su desmesura industrial, incluso. Una desproporción tan profunda que nadie había imaginado vivir. La exposición de los soldados ante armas inimaginables hasta entonces, como la moderna artillería, como las armas químicas, como la ametralladora –por sí sola limitó la esperanza de vida, fuera de una trinchera, a dos segundos–, rompió algo que, desde entonces, en cada guerra, sigue roto. Resulta impresionante ver las filmaciones mudas que, por motivos médicos y científicos, se realizaron en aquel entonces a los soldados que no aguantaron más y fueron copados por la fatiga de guerra. Se trata de personas con la mirada hacia adentro, copadas por los temblores, tanto que no pueden caminar o, tan siquiera, beber, comer, encender un cigarrillo, sentarse. Personas que se autoinfligían lesiones. Arañazos, golpes, o que en ocasiones se arrancaban los cabellos de la cabeza, a puñados.
Hoy se sabe que lo hacían para
sentir el alivio de ese dolor básico y obvio, y olvidar así el otro dolor
vivido, sin nombre, más profundo, sin fin. Yo he visto esa fatiga. Bueno, no la
he visto. He escuchado, en la infancia, a las esposas de combatientes de la II
Guerra Mundial hablar de sus maridos, discretamente, compartiendo un secreto
que les pesaba en el pecho como una piedra. Hablaban de sus noches normales hasta
que, de pronto, esporádicamente, sin aviso alguno, un interruptor se accionaba
y volvían al miedo inaudito de la batalla intensa, cruel, sin reglas y sin
medida, o a la cantera del campo, al exceso de una vivencia inhumana que,
repentinamente, les ocupaba todo el cuerpo y toda el alma. Siempre imaginé que
aquella generación era especial. Vivió con intensidad lo indecible. Y, en
efecto, nada dijeron. Lo evitaron decir, por lo que su cuerpo tomaba la palabra
en sueños y lo gritaba. Por lo mismo, imaginaba que nosotros no hubiéramos
aguantado todo lo que ellos aguantaron. Con el tiempo, al ver que las personas
más jóvenes que yo se entregaban, en un número en verdad incomprensible, a la
angustia, en lo que es un fenómeno mundial, una suerte de epidemia sin
explicación, pensé, por un momento, que eso me daba la razón. Esos jóvenes, que
no habían aguantado la paz, no hubieran podido sufrir la guerra. Pero ahora
pienso –bueno, no lo pienso; sé; lo sé– que en realidad se está produciendo una
guerra. Una guerra total, nunca jamás vista. No la vemos nosotros, porque nos
acostumbramos a ellas poco a poco, en el tiempo. Pero ellos se la encontraron
cuando la esperanza de vida ya era de dos segundos. Sufren armas inimaginables.
Tanto que no se ven. Pero esas armas explotan o intoxican en el trabajo, o en
su ausencia, en sus casas, o en su ausencia, en una fragilidad y precariedad
que nunca habían existido tan alejadas de esos nombres, y tan próximas a la
palabra normalidad. Se autolesionan para sentir el alivio de un dolor objetivo,
y olvidar el dolor del sin sentido, del absurdo, de la ausencia de futuro, ese
objeto luminoso, repleto de colores, que los soldados imaginaban constantemente
en las trincheras, mientras que un compañero, al lado, de pronto, miraba hacia
su interior, copado por unos temblores que le impedían caminar, beber, comer,
encender un cigarrillo, sentarse. Algo ha pasado que lo ha cambiado todo. No,
no es cobardía. Es, la palabra es esa, una guerra. Imprevista y que nadie
imaginó vivir en su desproporción.
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