LOS INCONFORMISTAS
JAVIER PÉREZ ANDÚJAR
No
hay que darle muchas vueltas, hoy el lobo feroz es Donald Trump, y los países
del mundo son tan solo casitas expuestas a sus furibundas embestidas. Cada casa
es del material de quien la habita
Solo pienso en Donald Trump. Se ha
convertido en una neurosis personal, como en un cuento fantástico de Leopoldo
Lugones. Trump es un monstruo moderno. Todo el rato va vestido con los tres
colores de la bandera de su país: traje azul, camisa blanca y corbata roja.
Aquí, eso lo hizo Fraga con los tirantes. Antes, el populismo se hacía con
garbanzos, con tirantes... Cosas de realquilados. Ser de derechas consistía en
conformarse con la vida. Se ve en El conformista, la novela de
Alberto Moravia, y también en la versión cinematográfica de Bertolucci, los
conformistas siempre han sido de derechas. Cuanto más conformista, más de
derechas, así hasta llegar a ambos extremos. Pero, hoy, la derecha se ha vuelto
inconformista. ¿Es que no le basta con mandar siempre? En absoluto. La derecha
ya no se conforma con nada, ni con sí misma.
Así mismo, Donald Trump surge del seno
del partido Republicano. Alguien lo introdujo desde afuera como una sustancia
extraña. O se introdujo a sí mismo, no vamos a ponernos picajosos, pues, sea
como sea, el resultado es que Trump necesita parasitar un cuerpo político, y lo
hace hasta el grado en que el partido depende de él para sobrevivir y,
finalmente, él y el partido constituyen una misma persona. De este modo nacen
los totalitarismos. La directora de La sustancia, Coralie
Fargeat, es francesa, de París, la vieja nación donde el lepenismo se ha
convertido en un título hereditario capaz de hacerse con el latifundio de toda
Francia. En Europa, sabemos mucho de esto.
Otra película reciente, Sangre
en los labios, de la directora inglesa Rose Glass, comparte con La
sustancia, no solo el discurso antipartriarcal, sino también el
desmadre a la americana, tener un final apocalíptico y sin freno. Las
descabelladas pelis de la Troma, en una, y la parodia del increíble Hulk, en la
otra, son el pretexto para sus respectivos delirios en las escenas finales. Más
que hablar de la vida, es cine que habla de códigos. Esto, ahora, se llama
resignificación; pero en las canciones de Quilapayún se le decía: el día en que
la tortilla se vuelva. Ha desaparecido el lenguaje de la calle, y por eso el
pueblo ya no tiene voz. La voz llega del otro lado del aparato telefónico, de
alguien que nunca vemos, como en La sustancia. A esta voz, hoy
la llamamos lenguaje académico. Cuanta más resignificación, menos tortilla. Por
otro lado, los garbanzos no crecen en las tierras raras. Trump prefiere los
casquetes de hielo.
Como decía Colombo, ¿me permiten una última pregunta? Y la
pregunta es: ¿recuerdan el cuento de los tres cerditos y el lobo? Es que esto
lo comprendí el pasado domingo viendo la obra de teatro Tres
porques, de la compañía El Eje, en la sala Beckett, de
Barcelona. Soy fan de la compañía El Eje. Son tres: Mar Pawlowsky, Eric Balbàs
y Maria Hernández Giralt. Es gente de acción directa. Acción teatral, quiero
decir. En su nueva obra (creada y escrita junto a Carla Tovias y Pau Masaló),
le dan la vuelta a la tortilla (resignificar no cabe aquí) del cuento de los
tres cerditos. Es muy buena.
La protagonizan tres cerdas, que son tres obreras de la
construcción que están levantando un matadero, o una nave. Vamos, que la obra
teatral es una obra de currantes donde las obreras trabajan como cerdas, donde
son explotadas igual que los cerdos de un matadero. Esta es la situación real
de la mayoría de las trabajadoras del sector industrial cárnico. En la obra
teatral, el testimonio en vídeo de Kana da fe de la infame situación laboral en
la que se encuentran. Sobre el escenario, el sacrificio de los cerdos es el
sacrificio humano de las trabajadoras. Como en La sustancia y
en Sangre
en los labios, aquí el discurso crítico alcanza al final de la obra
un tono delirante, satírico, y las cerdas sacrificadas reparten bocadillos de
salchichas entre los espectadores. No se la pierdan, aunque solo sea por salir
merendado.
En Tres porques, hay una alusión rabiosa a la versión
del cuento de los tres cerditos y el lobo, que hizo Walt Disney en sus famosos
dibujos animados. Era el año 1933, Estados Unidos estaba en plena Gran
Depresión, y aquel cortometraje irrumpía con el mensaje salvífico del
capitalismo liberal. Por supuesto, en los dibujos de Disney ningún cerdito
muere entre las fauces del lobo feroz, ni el lobo paga con su vida tanta
ferocidad. Aquí, los cerdos se salvan tan solo gracias al trabajo duro y sin
protesta. La canción de estos dibujos, ¿Quién teme al lobo feroz?, se
hizo muy famosa entonces. Una lectura psicoanalítica nos permite identificar al
lobo feroz con la crisis económica.
Más tarde, Walt Disney insistiría en las virtudes del esfuerzo
de los trabajadores cuando todo va mal. De tal modo, en su versión de Blancanieves, de
1938, incluyó otra canción muy pegadiza que entonaría todo el país al
unísono: Silbando al trabajar. No era lícita otra actitud.
Trabajar y callar. Tal vez silbar. La canción acompañaba el desfile de los
siete enanitos obreros que iban alegres al tajo diario. El compositor de ambos
éxitos, ¿Quien teme al lobo feroz? y Silbando al
trabajar, estaba alcoholizado y acabó pegándose un tiro en el
corazón, con su escopeta, en el sofá de su casa. Tenía 40 años y se llamaba
Frank Churchill. Cuando se mató, trabajaba en la música de Bambi, la
historia de un cervatillo en medio de un incendio, que, en el lenguaje de Walt
Disney, mostraba como se sentían los americanos en plena segunda guerra
mundial.
He invocado tres veces seguidas el nombre de Walt Disney a pesar
de que en Tres porques avisan de que hacerlo ante un espejo
(cada artículo es un espejo donde se reflejan quienes leen y quien escribe)
puede traer graves consecuencias. De hecho, en la obra, cada vez que sale su
nombre saltan los plomos.
No hay que darle muchas vueltas, hoy el lobo feroz es Donald
Trump, y los países del mundo son tan solo casitas expuestas a sus furibundas
embestidas. Cada casa es del material de quien la habita. Groenlandia está
hecha de hielo, por supuesto. México es una enorme pirámide misteriosa. Panamá
es simplemente agua. Y el resto del mundo canta la pegadiza canción para que se
le pase el miedo. Es decir, se conforma.
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