EL ODIO COMO HÁBITO POLÍTICO
La repetición de expresiones despectivas y humillantes contra el adversario
trata de crear un hábito emocional. Las extremas derechas refutan las
conquistas sociales como si fueran dictatoriales e inhumanas
Odio. / Malagón
Existe
una estrategia de un partido político capaz no solo de vencer a su adversario,
sino de destruir el espacio público democrático. La estrategia es infalible
para hacer imposible la política del otro, e incluso la vida política tal como
la conocemos.
Se
trata de algo demasiado evidente, y demasiado desagradable quizá, para que le
dediquemos mucha atención. Cuando vemos algo tan tosco y excesivo como una
ristra de insultos lanzados con el tono más vehemente al adversario político,
podemos pensar que se trata de un comportamiento primitivo, un impulso
incontrolado, un dejarse llevar por la rabia y la torpeza. Pero nada más lejos
de la realidad: se trata de una estrategia poderosa y muy elaborada, que cuenta
con una larga tradición de éxito; consiste en crear un hábito de odio. Creo que
necesitamos afinar nuestros recursos para comprender cómo y por qué ocurre
esto, y para pensar en otras políticas posibles.
Se razona que el populismo de derechas, que enarbolan Trump o Ayuso, triunfa porque buena parte de la sociedad ha perdido la confianza en sus representantes políticos y los ve ajenos a sus experiencias e incapaces de compartir sus puntos de vista y su malestar. Esta ciudadanía votaría por quienes se presentan como enemigos del establishment: cuanto más extremo, desafiante y simplista, más atractivo resulta un eslogan o un líder. Y así, sostiene Sánchez-Cuenca, domina el “cretinismo político”.
Aunque
estas emociones sean centrales, estas políticas no se basan sólo en el impulso
ciego o en la rabia contra el establishment. La derecha (moderada o no)
lleva décadas invirtiendo en la construcción de su discurso político, apoyada
en escuelas de pensamientos afines, como el neoliberalismo. En su estudio sobre
esta corriente, Wendy Brown argumenta que las ideas neoliberales sobre la
libertad animan y legitiman a la derecha dura, incluyendo sus ataques a veces
violentos. Porque “esta formulación de la libertad pinta a la izquierda,
incluso a la izquierda moderada, como tiránica y hasta fascista en su interés
por la justicia social” (Wendy Brown, En las ruinas del liberalismo.
Madrid, Traficantes de sueños, 2021 [2019], p. 33). Nos recuerda Brown que para
uno de los inspiradores del neoliberalismo, F. Hayek, la misma noción de lo
social es falsa, peligrosa, destructiva y deshonesta; un “fraude semántico”. Hayek
denuncia la preocupación por lo social como la marca de todos los intentos
descabellados de “controlar la existencia colectiva”.
Armada
con el pensamiento neoliberal, buena parte de la derecha actual ha llegado a la
conclusión de que la izquierda (es decir, quienes se preocupan por lo social o
por la igualdad) es peligrosa para la humanidad. Esta creencia es antigua y
nueva, como todo en esta neoderecha. Redunda en ciertos prejuicios enraizados
en el imaginario conservador, pero añade algo. De entrada, la intensidad y la
firmeza de la convicción asentada en la supuesta cientificidad que le aportan
sus autores de cabecera. Esa convicción es clave en un contexto de confusión
inducida sobre los criterios de verdad.
Además,
esta derecha ha estudiado a fondo las técnicas de la comunicación política. Por
qué, nos preguntamos, tanta reiteración de vejaciones e insultos, día sí, día
también. Porque la repetición es fundamental para crear un marco de sentido. Me
permito recordar la atmósfera en que nos encontrábamos inmersos cuando, a los
pocos meses de formar Pedro Sánchez su primer gobierno, en febrero de 2019, el
presidente del PP, Pablo Casado, lo llamó “el mayor felón de la historia
democrática de España”, “el mayor traidor”, “lo más grave que ha vivido la democracia
española desde el 23F”. Docenas de estos improperios (“irresponsable, incapaz y
desleal”, “mentiroso compulsivo”, etc.) fueron arrojados en una misma sesión
parlamentaria sobre todos nosotros, aunque se dirigían en apariencia al
presidente Sánchez.
Hay
que preguntarse cómo nos afecta el hecho de que en los años que llevamos de
legislatura nunca haya faltado este castigo. Y que casi seis años después, con
otro presidente del PP, esta estrategia siga aplicándose con frecuencia
martilleante contra Sanchez, contra su gobierno o contra cualquiera de ese
entorno que tenga la posibilidad de adquirir más relevancia o poder, como ha
ocurrido en las últimas semanas con Teresa Ribera mientras aspiraba a la
vicepresidencia de la UE. A ella y a cualquier persona vinculada al sanchismo
se les acusa no de errores políticos, sino siempre de las mayores vilezas, de
ser humanamente despreciables. Es importante recordarlo para constatar la
continuidad de esta estrategia frente a quienes sostienen que todos los políticos
hacen esto mismo, o que se está produciendo una situación de polarización. Cada
portavoz, cada miembro del PP que toma la palabra, tiene un objetivo por
defecto: degradar y hacer aborrecible al sanchismo enemigo. No importa el
motivo político, todos los motivos son buenos para señalar con toda la furia y
el desprecio de que sean capaces, lo ofendidos que se sienten por la bajeza del
otro.
Esa
repetición constante de expresiones despectivas y humillantes trata de crear un
hábito emocional. Logra acostumbrar a su audiencia, en primer lugar, a ver ese
personaje y su gente como objetos de desprecio, como algo considerado, de forma
general y “natural”, como deleznable, insufrible, impresentable. Y el hábito
puede extenderse a la acción. Nos acostumbra al acto de insultar, a ver como
habitual o natural el acto de agredir verbalmente a alguien con la mayor
violencia en el ámbito político.
El
objetivo no es tanto ofenderle a él (Sánchez) como enterrarlo bajo una montaña
de inmundicia para volverlo insoportable y repugnante ante la audiencia.
Repetir los insultos (felón, okupa, traidor, perro) trata de crear un
objeto de odio y desprecio, un Perro Sanxe, que siempre y
sistemáticamente recibe las expresiones más denigrantes, hasta que, para la
audiencia buscada, la degradación se le adhiere como un aspecto inseparable de
su persona.
Pronto
la verosimilitud de cada ataque pasa a ser enteramente secundaria, porque no se
trata tanto de justificar o argumentar una acusación concreta por un acto
particular, como de evidenciar el carácter moral del enemigo odioso, su
abyección. Así vemos en muchas personas no seguidoras de ningún partido, no
politizadas, como se suele decir, crecer un sentimiento de aborrecimiento y de
rechazo moral hacia ese ser o seres presentados por tantos medios afines a esa
derecha como lo más bajo, lo abyecto, lo que amenaza con destruir nuestro orden
social.
Quienes
son frecuentemente objeto de desprecio y de expresiones ofensivas son
generalmente vistos y sentidos como despreciables
Lo
abyecto nada tiene de objetivo. Es más bien una frontera, un extraño repulsivo
que hay que alimentar para mantener la propia fuerza y cohesión. El otro
repugnante es el enemigo o el desecho que impide al grupo ofensor diluirse en
la nada. Lo abyecto aparece para sostener el yo en el otro, afirma Julia
Kristeva. Y aquí me pregunto si recordamos alguna propuesta política del PP en
esta o en la anterior legislatura que no sea matar al soldado Sánchez, al
parecer, su única estrategia y en la que basa su existencia.
Numerosos
estudios en psicología social han aportado un buen conjunto de investigaciones
empíricas que permiten demostrar lo que nos parece obvio, por ejemplo, que
quienes son frecuentemente objeto de desprecio y de expresiones ofensivas son
generalmente vistos y sentidos como despreciables. Estos estudios se refieren a
minorías sociales y culturales que con demasiada frecuencia son tratadas en
modos despectivos (Bilewicz & Soral Hate_Speech_Epidemic).
Pero
la estrategia del populismo de derechas (de Vox y el PP españoles, de Trump, de
Milei) presenta a la que llaman izquierda como dominante, como propietaria de
los lugares comunes que rigen nuestros sistemas de sentido, la educación, la
cultura de nuestras sociedades, y que niegan los valores tradicionales y
“naturales” que representamos quienes la aborrecemos. Así, el ataque a esa
izquierda se presenta como una rebelión justa contra quien rige indebidamente y
amenaza los valores más básicos. Esa estrategia llama a rebelarse contra una
imposición que está más allá de lo tolerable, ya que, si la aceptamos, nos
aniquila, destruye nuestra existencia como humanos dignos y decentes (así Ayuso
declara con tranquila convicción y desprecio que sus adversarios en la
izquierda son “inhumanos”.)
¿Podemos
decir que el pensamiento de derecha se limita a repetir lo que hay? Para A. F.
Savater, el discurso de derecha “no es una palabra impugnadora o
transformadora, sino redundante con lo que existe” (Ctxt. Una utopía en marcha. p. 257). La
derecha de la que hablamos ha hecho una inversión mágica: ellos son los
“expulsados” del sistema y buscan precisamente impugnar lo que hay, movilizar a
su audiencia para transformar lo que según ellos son las normas impuestas de la
“corrección política” o del “comunismo”.
Lo
que para muchos demócratas son conquistas sociales y políticas que han
permitido ciertos triunfos en igualdad y justicia, las instituciones y valores
democráticos, son definidos por esa derecha como el statu quo que
hay que refutar firmemente como impositivo, dictatorial e inhumano. Y ese lado
combativo arrastra a muchos de quienes están desalentados, desorientados y sin
esperanza en las posibilidades de la política convencional de transformar las
cosas (como señala Sánchez Cuenca).
No
despreciemos su carácter repetitivo, pues no es banal. Observemos el marco de
sentido y el clima afectivo que crean con la ayuda de sus omnipresentes medios
afines. Es una estrategia poderosa que exige implicación y convicción (o falta
de vergüenza, por ejemplo, para presentar en la UE la idea de que Teresa Ribera
era responsable de los muertos de Valencia). Nada importa donde ganar lo es
todo. Y crear desconfianza o rechazo hacia el enemigo es, para esta
perspectiva, ganar. Es importante retóricamente que los insultos a esa
“izquierda” sean proferidos, además de con firmeza, con orgullo, con la
jactancia de quien lucha contra un poderoso e insidioso mal, de quien asume la
defensa de sus conciudadanos frente al oprobio. De ahí la desmesura en el tono
y el gesto, que representa la enormidad del mal a combatir. Esta estrategia
conduce a la naturalización de un desprecio que de tan reiterado se convierte
en asco y es sumamente eficaz para crear una epidemia de odio y asco moral
entre amplias audiencias.
Hemos
de preguntarnos cómo contestar su naturalización, su conversión en hábito
mental y afectivo para crecientes audiencias
El
hábito del asco y el odio se hace, como todos los hábitos, segunda naturaleza
¿Qué naturaleza es ésta? Hemos de habitar un espacio político en el que hay siempre
un enfrentamiento entre grupos que se acusan de ser moralmente deleznables.
Sabemos lo difícil que es responder a esta estrategia infalible, ya que no
contestar una ofensa equivale a aceptarla, y contestar supone entrar en su
terreno, en una realidad definida por la degradación de los interlocutores.
Crea un relato que tiene sólo dos finales posibles: a) la izquierda es vil y
despreciable; b) si responde, si pone en duda las acusaciones o el derecho del
ofensor a insultar, se concluye fácilmente que todos los políticos hacen lo
mismo porque son iguales y, por tanto, como ha pretendido siempre la derecha,
la ciudadanía no debe interesarse por la política, sino permanecer ajena a esos
actores y discursos tóxicos. Y así desaparece el espacio de la discusión y
confrontación entre adversarios que hace posible la vida política en
democracia.
Pese
a esta enorme dificultad, creo que no debemos no contestar a la imagen de
abyección que trata de hacerse, o se ha hecho ya, tan obvia que en amplios
sectores está activa incluso cuando nadie la menciona (por eso es hegemónica).
Hemos de preguntarnos cómo contestar su naturalización, su conversión en hábito
mental y afectivo para crecientes audiencias. Cómo hacer para tomar cada
insulto actual no sólo como una ofensa que ocurre ahora sino sobre todo como un
medio para construir una imagen abyecta de la izquierda que permita a los
partidos de esta neoderecha afirmarse como sujetos políticos en este enfangado
e impracticable espacio público.
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