TONTOS POR COMODIDAD
ELIA BARCELÓ
Lo que no se usa, se anquilosa. Dentro
de poco no seremos capaces de prescindir de nuestro Smartphone (¡qué curioso
que a medida que los teléfonos se vuelven más inteligentes, los humanos nos
volvemos más tontos!) para absolutamente nada
Creo que todos tenemos la experiencia de
que, si pasamos un tiempo sin hacer algo que sabíamos hacer bien, notamos que
hemos perdido facultades. Todavía podemos hacerlo, pero algo de la naturalidad
y flexibilidad que antes teníamos se ha perdido. Por fortuna, en cuanto
practicamos un poco, volvemos al nivel anterior y tendemos a olvidarnos del
peligro.
En los colegios, institutos y universidades se está volviendo a los exámenes orales porque el alumnado considera tonto hacer personalmente un trabajo que la máquina puede hacer en su lugar. Que con eso pierden capacidades cognitivas, analíticas y críticas es algo que resulta cada vez más difícil que comprendan y acepten.
Lo que no se usa, se anquilosa. Dentro
de poco no seremos capaces de prescindir de nuestro Smartphone (¡qué curioso
que a medida que los teléfonos se vuelven más inteligentes, los humanos nos
volvemos más tontos!) para absolutamente nada. Nos lo están poniendo tan fácil
que parece idiota no usar todas las posibilidades que se nos ofrecen.
¿Qué interés va a tener dentro de muy
poco aprender otra lengua si con las nuevas aplicaciones tú puedes hablar en
español por teléfono con un coreano y cada uno oye su propia lengua y lo
entiende todo? Es exactamente como el milagro de Pentecostés que nos contaban
en clase de religión y, ¿quién le hace ascos a un milagro?
Lo que parece haberse olvidado es que aprender una lengua no es
solo adquirir un instrumento para comunicarse fuera del país donde se habla la
propia. El aprendizaje de una lengua hace que tu cerebro mejore y, además, con
la lengua aprendes la forma de pensar y de ver el mundo de otra sociedad, te
enriqueces culturalmente, aumenta tu empatía, descubres cosas que jamás te
habías planteado. Pero, claro, aprender otra lengua es un viaje de años de
esfuerzo, disciplina, empeño y, cuando llegas a un buen nivel, tienes que
seguir practicando, cuidando esa lengua como se cuida una planta, todos los
días, o al menos todas las semanas. En nuestra sociedad de la inmediatez hay
cada vez menos gente dispuesta a invertir cuatro o cinco años en aprender algo,
sea una lengua, un instrumento o cualquier otra habilidad.
Lo que no se usa, se pierde. Eso lo sabemos todos. Y, sin
embargo, estamos dispuestos a perder nuestro cerebro y sus capacidades -iba a
decir lentamente, pero no es cierto: esto va rápido, muy rápido- por pura
vaguería, por comodidad.
George Orwell en su visionaria novela “1984” nos mostró con
dolorosa claridad cómo se puede destruir una sociedad simplificando hasta la
caricatura la lengua que se usa. Ray Bradbury, en “Farenheit 451” nos enseñó
qué pasa en una sociedad sin libros, dominada por las pantallas, el
entretenimiento y una especie de redes sociales avant la
lettre. Ambas novelas eran distopías, visiones terroríficas de lo
que podía traer el futuro, llamadas de aviso a navegantes.
No digo que esto sea una conspiración maligna al estilo James
Bond. Más bien creo que se trata de que, cuando la técnica hace posible que
existan cosas que nos simplifican la existencia, nuestra naturaleza nos empuja
a dejarnos llevar y ponernos cómodos. ¿Para qué queremos ser capaces de hacer
cálculos mentales si las máquinas lo hacen mejor y más rápido? ¿Escribir,
formular, corregir, tachar, reescribir? ¡Qué pesadez! ¿Traducir? Que lo haga la
máquina. ¿Buscar una dirección? Que me guíe la máquina. ¿Informarme de lo que
está pasando en el mundo? La máquina me irá ofreciendo las noticias que sabe
que me interesa leer, las que me dicen lo que ya sé o lo que quiero oír. El
algoritmo me ofrecerá la visión del mundo que reafirmará mis propias creencias,
erróneas o no, y yo me sentiré satisfecho.
Acabaremos no siendo capaces de pensar, de ponderar, de analizar
lo que nos llega de la realidad (que ya no será algo incontrovertible, sino
algo totalmente subjetivo, a nuestra medida, y pasará por realidad al mismo
nivel que la que compartimos con los demás). Tampoco podremos debatir ni
argumentar por falta de pensamiento y, si no somos capaces de discutir
educadamente con los demás, la convivencia, la democracia se deteriorarán hasta
desaparecer.
Cuando lleguemos a ese momento, en un futuro cada vez más
cercano, si ya no somos capaces de pensar, no hay que preocuparse, alguien lo
hará por nosotros: los que controlan esas máquinas y esos algoritmos nos dirán
qué pensar, igual que llevan ya unas cuantas generaciones diciéndonos qué
comprar, qué es lo que tiene que gustarnos, qué aspecto debemos tener, qué
ponernos, cómo actuar.
Y todo porque nos gusta la comodidad, al precio que sea.
Recuerdo que hace más de veinte años nos parecía ridículo que los jubilados
estadounidenses fueran en chándal y vestidos con ropa deportiva a todas partes.
Sabíamos que era cómodo, pero no nos parecía adecuado. Ahora todo el mundo
vamos con zapatillas de deporte a todas partes. Eso sí, cuestan bastante más
que unos zapatos convencionales, y nos justificamos diciendo que son muy
cómodas y por eso no nos importa pagar más -aunque mientras tanto, llevar
ciertos modelos se haya convertido en una cuestión de estatus y de poder
económico-. Las pantallas de televisión son cada vez más grandes, igual que los
sofás extensibles y reclinables que les hacen juego (mientras que los pisos son
cada vez más pequeños), para que estemos cómodos cuando terminamos de trabajar
y nos vamos a casa a pasar horas viendo series hechas cada vez más deprisa y
con menos voluntad artística para llenar el tiempo de los consumidores, y que
pronto serán fabricadas exclusivamente por IA. Vamos al gimnasio para no perder
el dominio de nuestro propio cuerpo, pero sobre todo por cuestiones
aparenciales, pero vamos en coche o en patinete, vehículos que, dentro de poco,
también conducirán solos y nos llevarán a donde queremos ir.
La domótica nos ofrece cosas como subir y bajar las persianas o
correr las cortinas con una simple orden verbal, como el “Ábrete, Sésamo” de
nuestra infancia. Hay frigoríficos que se conectan con el supermercado y piden
los productos que faltan (de la lista que su propietario ha suministrado), de
modo que uno no tiene que ir a comprar y el servicio de reparto a domicilio
trae la compra a casa. Cada vez hay más productos precocinados que solo tienes
que meter en el horno un rato para que estén listos. Si en el paquete pone “sin
conservantes” o “sin azúcares añadidos” u otras cosas similares, te comes lo
que sea con buena conciencia y le ves grandes ventajas: no ensucias la cocina,
por tanto, no tienes que limpiarla. Una cosa menos que hacer.
Y ¿en qué gastamos luego todo ese tiempo? Cada vez más, en las
redes sociales, o saltando de aquí para allá en internet, de catálogo en
catálogo, hasta que, sin darte cuenta, has desperdiciado horas de tu vida,
horas que no volverán jamás y que has perdido para siempre.
Me da miedo que, como sociedad, hasta como especie, nos volvamos
más tontos, más vagos, más inútiles, por nuestra propia estupidez, por no
querer darnos cuenta de que el camino que hemos emprendido no nos conviene. La
gran estultificación social está en marcha y, además, parece que nos gusta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario