PENSAD, PENSAD,
MALDITOS
MARGA FERRÉ
Fotografía de
archivo del 4 de noviembre de 2024 del presidente electo de Estados Unidos,
Donald Trump, durante un mitin de campaña en Grand Rapids, Michigan (Estados
Unidos).-EFE/ CJ Gunther
Suelen
preguntarme qué hacer con las personas que votan a la extrema derecha en el
mundo, especialmente con los jóvenes varones que se están derechizando. Dándole
vueltas, encuentro algunas claves y todas parten de la incómoda pregunta sobre
las raíces del odio. Empecemos por una historia:
Arde
Mississippi (Alan Parker, 1988). El Ku Klux Klan
desata su ira asesinando a tres activistas por los derechos civiles y, en un
momento dado, el agente del FBI enviado a investigar le hace la pregunta
correcta al policía local: "¿De dónde sale todo ese odio?".
En vez de contestar, el policía le cuanta una historia personal, que condensa, a mi juicio, cómo funciona el racismo estructural: "Cuando era un chiquillo, había un viejo labrador negro vecino nuestro. Logró comprarse una mula y eso fue un acontecimiento en el pueblo. Mi padre odiaba esa mula porque sus amigos no paraban de tomarle el pelo. Una mañana, la mula apareció muerta. Le envenenaron el agua. Un día, pasamos por delante de su casa y vimos que estaba vacía. Decidió marcharse. Entonces miré la cara de mi padre y comprendí que lo había hecho él. Avergonzado, me miró y dijo: si no eres mejor que un negro, hijo, no eres mejor que nadie".
-"¿Y
usted qué opina?"
-"Que
era un pobre viejo carcomido por el odio y que no sabía que lo que lo estaba
matando era la miseria".
Detengámonos
un momento es ese "no soy nadie" si no tengo alguien por debajo (un
negro, una mujer, un otro) y ese "no sabía" que la causa de su
miseria estaba en otro sitio. Lo sugiero porque son dos de las fuentes del
apoyo a la extrema derecha y la razón de sus votantes. Percibo que ese
"ser mejor que otro" por debajo de ti y el no saber asignar culpas,
están ganando hegemonía.
No sabía
Pocas
mentes tan lúcidas como la de Hannah Arendt han mirado de frente
las raíces del odio como ella en su Eichmann en Jerusalén; de ahí parto
para entender ese "no sabía" que la causa de su situación eran los
que provocaban su miseria: ella diría, implacable, que el padre racista de
nuestra historia "no quería saber". Y no saber y no querer
saber son cosas muy distintas.
Arendt
revela la banalidad del mal no en la perversidad de los nazis y su régimen,
sino en la tolerancia y aquiescencia que hacia ellos tuvieron los que vivieron
en el Reich. Ella arguye, demoledoramente, que la banalidad del mal surge de la
falta de pensamiento, del negarse a reflexionar.
Al
enfrentar el mal o el odio que lo engendra (un genocidio, ataques racistas,
violencia contra las mujeres, la opresión...), no querer saber, negarse a
pensar, mirar para otro lado, para Arendt (y para mí desde que la leí) es un
acto consciente y, por lo tanto, responsable.
Se
suele decir que los millones de personas que votaron a Donald Trump o Milei
o Alvise no son fascistas, como si el fascismo no pudiera ser un fenómeno
de masas. Aun así, lo comparto, no son monstruos... pero tampoco angelitos.
Tomaron la decisión, en el mejor de los casos, de negarse a pensar las
consecuencias de su apoyo. Y las tienen, también para ellos, e incluso, contra
ellos.
Ese
es el hilo de alguno de los trabajos de Theodor Adorno, uno de los
mejores pensadores de la Escuela de Frankfurt, quien, en una conferencia
magistral que dio en Viena en 1967, desgranó y nos regaló sus Rasgos del
nuevo radicalismo de derecha, que parece que fue escrito ayer, de puro
actual.
Adorno
se pregunta qué hacer con las personas que apoyan a la derecha radical y
encuentra tres estrategias, ninguna fácil: "No hay que moralizar, sino
apelar a los intereses reales de la gente", escribe. En las
investigaciones que el propio Adorno hizo, se dio cuenta de que lo que él llama
"las personalidades autoritarias" en lo ideológico, reaccionan de un
modo distinto cuando se trata de sus propios intereses. Ergo, demostrar
"con la fuerza aplastante de la razón" que la extrema derecha atenta
contra los intereses de quienes ideológicamente les apoyan, es su primera
sugerencia.
Apela
además el filósofo alemán a que lo que uno debería entender y cambiar "son
los radicales de derechas y no aquellos contra los que éstos han movilizado su
odio"; es decir, el problema son ellos y no las feministas, los migrantes,
los comunistas o las pacifistas. Me parece bueno recalcarlos en tiempos donde
empiezo a notar que no está tan claro.
Por
último, nos regala el consejo de alertar a esas personas del "gigantesco
timo psicológico" que, para el pensador de la Escuela de Frankfurt es la
propaganda de extrema derecha.
Ser mejor que un negro
"Looooooosers"
brama Donald Trump en sus mítines, cimentando con su imagen de ganador la
aceptación popular de categorías privilegiadas. La versión moderna del "si
no eres más que un negro no eres nadie" de la película de Alan Parker,
sería "si no eres más que un inmigrante, si no eres más que una mujer, más
que un otro, eres un perdedor".
Podríamos
tener la tentación de oponer a ese pensamiento un "no hay
perdedores y ganadores", pero sí los hay. El capitalismo los genera. Lo
que sí podemos hacer es negar la admiración por el que gana y el desprecio al
que pierde, porque ese resentimiento al perder la jerarquía es una de las
causas del odio.
Sostengo
que la extrema derecha es una reacción a la forma en la que hoy grupos
subalternos infrarrepresentados o invisibilizados en la historia irrumpen en la
escena, planteando nuevas reivindicaciones con nuevos liderazgos y
epistemologías. O, como Adorno con su brillantez habitual expresa: "En el
fondo se trata de un miedo a las consecuencias de los desarrollos de la
sociedad en general".
Por
eso, creo, hay que defender con uñas y dientes esas nuevas epistemologías, no
ceder ni un ápice, ni una letra, ni una Q+, ni un derecho y hacerlo, si es
posible, tomando partido por los y las de abajo con cierta desfachatez.
Como
el impertinente de Pier Paolo Pasolini, que en ese joyero que es Las
cenizas de Gramsci, escribe sobre los perdedores y, de paso, nos educa:
"en que se pueda fracasar y volver a empezar sin que el valor y la
dignidad se vean afectados. En no ser un trepador social, en no pasar sobre el
cuerpo de los otros para llegar el primero.
Ante
este mundo de ganadores vulgares y deshonestos, de prevaricadores falsos y
oportunistas, de gente importante, que ocupa el poder, que escamotea el
presente, ni qué decir el futuro, de todos los neuróticos del éxito, del
figurar, del llegar a ser.
Ante
esta antropología del ganador de lejos prefiero al que pierde".
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