EL GALLINERO
QUICOPURRIÑOS
Es lo cierto que, aunque ya corría la década de los sesenta, los del Apolo XIII todavía no habían puesto la pata en La Luna, por lo que ,a la espera de que tan trascendental suceso aconteciera, mi hermano y yo pasábamos parte del mes de julio observando a las gallinas. Sucede que a mi abuela y a mi madre, por aquello de que habían unos cuartos disponibles en la casa que alquilaran mis abuelos a la familia Ferrera desde el año 1936 por recomendación del Doctor Serviá, pues el clima era propicio para el asma que sufría el tío Quico , en el Camino de Las Gavias, se les ocurrió montar un gallinero para tener huevos frescos para la casa. Y pusieron unas gallinitas y luego unas más y cogían un cartón al día primero y luego dos y se les despertó el instinto comercial. No me acuerdo de cuantas aves ponedoras llegaron a reunirse pero, si la mente no me falla, recuerdo haber visto y leído una libreta que no sé de dónde salió, con anotaciones diversas como número de huevos recogidos, pedidos efectuados, cartones vendidos y sus precios y con su apartado de gastos, pienso, rolón, medicamentos. Eso me trajo a la memoria una mañana de domingo, por fuera del gallinero, con mi abuela Yuya supervisando todo, mi padre jeringuilla en mano y una rista de frascos sobre una mesa desvencijada de madera con su bote de alcohol y guata, mi madre con sombrero para el sol y mi tío Jesús ya con una gallina en la mano. Yo observaba la escena con los ojos abiertos y la curiosidad propia de un niño al ver el espectáculo que se avecinaba, que no era otro que el proceso de vacunar a todos los habitantes del gallinero, para prevenir no sé qué enfermedad avícola. Hay que decir que mi padre, curioso él, había aprovechado su paso por la milicia universitaria para aprender a poner inyecciones lo que le convirtió en el practicante oficial de la familia que tuvo que sufrir sus banderillazos cada vez que al médico, don Alejandro Viota, el mismo que cada Carnaval se disfrazara de Abraham Lincoln o de Don Quijote, le diera por recetarnos un inyectable.
Como decía, preparado estaba el
proceso de vacunación y mientras mi tío Jesús intentaba sostener en sus brazos
a la gallina lo más quieta posible para que mi padre acertara con la aguja en
la pata del ave, el resto de los congregados prestábamos atención. Una gallina
tras otra recibía el correspondiente pinchazo, cacareaba tras sentir la entrada
del líquido y volvía a la parte del gallinero dispuesta para recibir a las que
ya había sido “inmunizadas”. Pero sucede que las gallinas, además del
inmerecido calificativo de putas, cuyo origen confieso desconozco si bien me
intriga, son desinquietas razón por la cual, al moverse cuando no debían, pasó
lo que se veía venir, que el cuñado de mi padre recibiera de manos de este más
de un pinchazo en su brazo, quedando de esa manera inmunizado frente a la misma enfermedad que se
suponía protegería a las aves. Y así fue
como, mi sufrido tío Jesús, recibió en
un mismo día hasta tres o cuatro dosis de la vacuna empleada, mientras los
asistentes no parábamos de reír.
Hay que aclarar que el gallinero, la
explotación avícola iniciada por aquellas emprendedoras de los años sesenta, no
reunía los estándares mínimos para, digamos, pasar una inspección
fito-sanitaria. Las aves dormían en unos palos colocados entre las paredes del
fondo, había unos bebederos y comederos, metálicos eso sí, unas casetitas
construidas con cartón piedra donde se metían a poner los huevos, paredes sin
encalar, techo de teja vista por donde se colaba el aire, el agua de la lluvia
y algún que otro visitante y suelo de tierra, por donde aparecían, de vez en
cuando, unos agujeros de los que salían, aprovechando la nocturnidad, ratones de
campo con el premeditado propósito de comerse gratis el pienso y los huevos de
las sufridas ponedoras. Detectado el problema de los intrusos por mi abuela,
que en la empresa constituida se encargaba de la parte productiva, es decir dar
de comer a las gallinas y recoger los huevos, mientras
mi madre se encontraba al frente de la comercialización y distribución del producto y celebrada junta universal de
socios para adoptar una decisión al respecto para poner fin al expolio del que
venía siendo objeto la Compañía, se diseñó un plan para erradicar a los
roedores, descartándose la utilización de veneno por el peligro de que fuera
ingerido por las productoras de huevos, acordándose entonces mi abuela de la
escopeta de cartuchos que mi abuelo guardaba desde hacía años en un armario de
la casa, arma de origen desconocido y, como es de suponer, carente de licencia
para su uso. Ello, decirlo ahora, no comporta riesgo alguno pues mi abuelo
falleció hace años, la escopeta desapareció hace la tira y cualquier delito que
se hubiera o hubiese cometido o habría prescrito o no podría ser juzgado al
haberla espichado el delincuente de mi abuelo. Fue así como, entrando en escena
la escopeta y existiendo munición disponible en la gaveta del armario, el
acuerdo adoptado fue el siguiente:
“ Teniendo en cuenta que Clodo (mi
padre) había realizado las Milicias Universitarias, no en vano, como ya se
dijo, aprovechó su paso por las mismas para adquirir la habilidad necesaria
para la puesta de inyecciones, tendría igualmente conocimiento en el uso de
armas, toda vez que se presuponía que al campo de tiro habría acudido en alguna
ocasión durante su servicio militar a la Patria, el plan a seguir consistiría
en que se desplazaran al gallinero, en
horas nocturnas en las que se sospechaba que actuaban los amantes de lo ajeno,
el tío Jesús acompañado de mi padre portando la escopeta, vigilaran la llegada
de los roedores en completo silencio y protegidos por la oscuridad de la hora,
y al detectar su presencia, al unísono Jesús prendiera la luz de la bombilla de
cuarenta vatios que servía de iluminación al recinto y en ese instante Clodo
apuntara y de un certero disparo abatiera al intruso”.
Trasladado el acuerdo a los que lo
habrían de ejecutar, durante días, en horas diurnas, ensayaron in situ como
habrían de actuar la noche que se eligiera para la ejecución del plan
hábilmente diseñado. Cuando consideraron que se encontraban debidamente
preparados para llevarlo a cabo, esperaron pacientemente apostados en el rincón
elegido del gallinero, completamente a oscuras y guardando un absoluto
silencio, tal y como estaba previsto. Todo marchaba sobre ruedas. El silencio mantenido
posibilitó oír como el roedor comenzaba a salir por el agujero del suelo de
tierra, instante en que Jesús encendió la bombilla y mi padre disparó el arma.
El ruido y la emoción del momento, así como el cacareo de las gallinas que se
despertaron al oír la explosión del cartucho, impidió ver, hasta pasado casi un
minuto, el resultado de la acción. En el hoyo no observaron rastro de ratón
alguno, pero debajo del palo donde dormían las aves, descubrieron a una gallina
tiesa con resto de perdigones en sus plumas ahora inexplicablemente teñidas de
rojo.
El plan no había obtenido el fin
deseado pero como los emprendedores obtienen enseñanzas y hasta beneficios de
las derrotas o fracasos, al día siguiente toda la familia, un poco apenada por
el repentino y desgraciado óbito de una ponedora, pero felices de estar
reunidos, nos sentamos a la mesa de esa inolvidable casa del Camino de Las
Gavias, donde una vez existió un gallinero, y nos comimos un sabroso caldo de
gallina.
quicopurriños
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