sábado, 30 de julio de 2022

EL GALLINERO

 

EL GALLINERO

QUICOPURRIÑOS

Es lo cierto que, aunque ya corría la década de los sesenta, los del Apolo XIII todavía no habían puesto la pata en La Luna, por lo que ,a la espera de que tan trascendental suceso aconteciera, mi hermano y yo pasábamos parte del mes de julio observando a las gallinas. Sucede que a mi abuela y a mi madre, por aquello de que habían unos cuartos disponibles en la casa que alquilaran mis abuelos a la familia Ferrera desde el año 1936 por recomendación del Doctor Serviá, pues el clima era propicio para el asma que sufría el tío Quico , en el Camino de Las Gavias, se les ocurrió montar un gallinero para tener huevos frescos para la casa. Y pusieron unas gallinitas y luego unas más y cogían un cartón al día primero y luego dos y se les despertó el instinto comercial. No me acuerdo de cuantas aves ponedoras llegaron a reunirse pero, si la mente no me falla, recuerdo haber visto y leído una libreta que no sé de dónde salió, con anotaciones diversas como número de huevos recogidos, pedidos efectuados, cartones vendidos y sus precios  y con  su apartado de gastos, pienso, rolón,  medicamentos. Eso me trajo a la memoria una mañana de domingo, por fuera del gallinero, con mi abuela Yuya supervisando todo, mi padre jeringuilla en mano y una rista de frascos sobre una mesa desvencijada de madera con su bote de alcohol y guata, mi madre con sombrero para el sol y mi tío Jesús ya con una gallina en la mano. Yo observaba la escena con los ojos abiertos y la curiosidad propia de un niño al ver el espectáculo que se avecinaba, que no era otro que el proceso de vacunar a todos los habitantes del gallinero, para prevenir no sé qué enfermedad avícola. Hay que decir que mi padre, curioso él, había aprovechado su paso por la milicia universitaria para aprender a poner inyecciones lo que le convirtió en el practicante oficial de la familia que tuvo que sufrir sus banderillazos cada vez que al médico, don Alejandro Viota, el mismo que cada Carnaval se disfrazara de Abraham Lincoln o de Don Quijote, le diera por recetarnos un inyectable.

Como decía, preparado estaba el proceso de vacunación y mientras mi tío Jesús intentaba sostener en sus brazos a la gallina lo más quieta posible para que mi padre acertara con la aguja en la pata del ave, el resto de los congregados prestábamos atención. Una gallina tras otra recibía el correspondiente pinchazo, cacareaba tras sentir la entrada del líquido y volvía a la parte del gallinero dispuesta para recibir a las que ya había sido “inmunizadas”. Pero sucede que las gallinas, además del inmerecido calificativo de putas, cuyo origen confieso desconozco si bien me intriga, son desinquietas razón por la cual, al moverse cuando no debían, pasó lo que se veía venir, que el cuñado de mi padre recibiera de manos de este más de un pinchazo en su brazo, quedando de esa manera  inmunizado frente a la misma enfermedad que se suponía  protegería a las aves. Y así fue como, mi sufrido tío Jesús,  recibió en un mismo día hasta tres o cuatro dosis de la vacuna empleada, mientras los asistentes no parábamos de reír.

Hay que aclarar que el gallinero, la explotación avícola iniciada por aquellas emprendedoras de los años sesenta, no reunía los estándares mínimos para, digamos, pasar una inspección fito-sanitaria. Las aves dormían en unos palos colocados entre las paredes del fondo, había unos bebederos y comederos, metálicos eso sí, unas casetitas construidas con cartón piedra donde se metían a poner los huevos, paredes sin encalar, techo de teja vista por donde se colaba el aire, el agua de la lluvia y algún que otro visitante y suelo de tierra, por donde aparecían, de vez en cuando, unos agujeros de los que salían, aprovechando la nocturnidad, ratones de campo con el premeditado propósito de comerse gratis el pienso y los huevos de las sufridas ponedoras. Detectado el problema de los intrusos por mi abuela, que en la empresa constituida se encargaba de la parte productiva, es decir dar de comer a las gallinas y recoger los huevos,  mientras  mi madre se encontraba al frente de la comercialización y distribución  del producto y celebrada junta universal de socios para adoptar una decisión al respecto para poner fin al expolio del que venía siendo objeto la Compañía, se diseñó un plan para erradicar a los roedores, descartándose la utilización de veneno por el peligro de que fuera ingerido por las productoras de huevos, acordándose entonces mi abuela de la escopeta de cartuchos que mi abuelo guardaba desde hacía años en un armario de la casa, arma de origen desconocido y, como es de suponer, carente de licencia para su uso. Ello, decirlo ahora, no comporta riesgo alguno pues mi abuelo falleció hace años, la escopeta desapareció hace la tira y cualquier delito que se hubiera o hubiese cometido o habría prescrito o no podría ser juzgado al haberla espichado el delincuente de mi abuelo. Fue así como, entrando en escena la escopeta y existiendo munición disponible en la gaveta del armario, el acuerdo adoptado fue el siguiente:

“ Teniendo en cuenta que Clodo (mi padre) había realizado las Milicias Universitarias, no en vano, como ya se dijo, aprovechó su paso por las mismas para adquirir la habilidad necesaria para la puesta de inyecciones, tendría igualmente conocimiento en el uso de armas, toda vez que se presuponía que al campo de tiro habría acudido en alguna ocasión durante su servicio militar a la Patria, el plan a seguir consistiría en que se desplazaran al gallinero,  en horas nocturnas en las que se sospechaba que actuaban los amantes de lo ajeno, el tío Jesús acompañado de mi padre portando la escopeta, vigilaran la llegada de los roedores en completo silencio y protegidos por la oscuridad de la hora, y al detectar su presencia, al unísono Jesús prendiera la luz de la bombilla de cuarenta vatios que servía de iluminación al recinto y en ese instante Clodo apuntara y de un certero disparo abatiera al intruso”.

Trasladado el acuerdo a los que lo habrían de ejecutar, durante días, en horas diurnas, ensayaron in situ como habrían de actuar la noche que se eligiera para la ejecución del plan hábilmente diseñado. Cuando consideraron que se encontraban debidamente preparados para llevarlo a cabo, esperaron pacientemente apostados en el rincón elegido del gallinero, completamente a oscuras y guardando un absoluto silencio, tal y como estaba previsto. Todo marchaba sobre ruedas. El silencio mantenido posibilitó oír como el roedor comenzaba a salir por el agujero del suelo de tierra, instante en que Jesús encendió la bombilla y mi padre disparó el arma. El ruido y la emoción del momento, así como el cacareo de las gallinas que se despertaron al oír la explosión del cartucho, impidió ver, hasta pasado casi un minuto, el resultado de la acción. En el hoyo no observaron rastro de ratón alguno, pero debajo del palo donde dormían las aves, descubrieron a una gallina tiesa con resto de perdigones en sus plumas ahora inexplicablemente teñidas de rojo.

El plan no había obtenido el fin deseado pero como los emprendedores obtienen enseñanzas y hasta beneficios de las derrotas o fracasos, al día siguiente toda la familia, un poco apenada por el repentino y desgraciado óbito de una ponedora, pero felices de estar reunidos, nos sentamos a la mesa de esa inolvidable casa del Camino de Las Gavias, donde una vez existió un gallinero, y nos comimos un sabroso caldo de gallina.

 

                                                    quicopurriños

 




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