LA DEMOCRACIA YA NO ES LO QUE ERA
El abuso de las
manipulaciones mediáticas y la destrucción de los mecanismos de garantía nos ha
metido de lleno en un sistema protoautoritario que se puede calificar de
democracia formal
Llevo ya cinco veranos asistiendo fielmente al festival de teatro de Epidauro. Me motiva tanto la sensación peliculera de sentarme en las mismas gradas que vieron nacer el teatro hace dos mil trescientos años y ver el mismo paisaje estelar como el gusto de revisar las obras clásicas. Este año he visto Los Persas, de Esquilo, en una versión de Dimitris Karantzas. Se trata de la obra de teatro más antigua que se conserva y plantea el problema esencial de la democracia. Yo la había leído y usado mucho con ocasión de un artículo científico que escribí sobre el origen de la libertad de expresión, pero la otra noche, mientras los ojos se me iban de la representación a la constelación de la osa mayor, caí en la cuenta de lo poco que hemos avanzado en estos veinticinco siglos.
Esquilo
–intentando resaltar la diferencia entre un Estado democrático y otro que no lo
es– nos cuenta cómo impactan en los habitantes de la capital persa las noticias
que llegan sobre la derrota del rey Jerjes en Salamina. Las familias gritan,
uno tras otro, los nombres de sus hijos fallecidos. La masacre ha acabado con
la flor de la juventud persa y los lamentos de las madres desesperadas van
poniéndole rostro a cada una de las víctimas de la desmesura de un rey hinchado
de soberbia. Porque, en efecto, la desgraciada decisión de atacar Grecia ha
sido solo fruto de la ambición de Jerjes. El pueblo, sometido a las decisiones
de un tirano, ha ido al matadero cruzando el puente de barcas sobre Los
Dardanelos con el que este fanfarrón ha querido incluso cambiar la geografía
del mundo.
Para
el dramaturgo griego, la lección es que eso no habría pasado en una sociedad
democrática como la ateniense. Allí, la decisión de ir a la guerra se toma en
una asamblea en la que son los propios soldados que van a jugarse la vida los
que argumentan, debaten y finalmente deciden si atacar o no. A los persas, en
cambio, una vez que han visto sus vidas arruinadas por los delirios del
déspota, no les quedaría otra solución que levantarse en masa contra él. Y
viendo la versión del joven director, que transforma la obra en una especie de
15M del mundo antiguo, resulta difícil no acordarse de las víctimas de la
crisis económica en la que estamos entrando.
Ciertamente,
las sociedades democráticas actuales son mucho más complejas que las pequeñas
polis griegas. Los mecanismos de decisión colectiva actuales combinan las
elecciones representativas, en las que la ciudadanía designa a sus dirigentes
para los próximos años de entre el puñado de partidos que se le ofrecen, con el
debate social que se origina a través de los medios de comunicación y, más
recientemente, las redes sociales. Se supone que quienes toman las decisiones
lo hacen con la legitimidad de haber sido nombrados para ello por el pueblo,
pero el sistema no permite nombrar a un dictador cada cuatro años, porque, de
una parte, los gobernantes están sometidos a un sistema legal y constitucional
que les impide privar a ningún ciudadano de unos derechos básicos y, de otra,
existe una opinión pública, capaz de articular las inquietudes y los
posicionamientos mayoritarios, que actúa como contrapeso del poder. Mientras se
mantengan esas premisas podemos entender que disfrutamos de una democracia en
el sentido de los griegos clásicos: no estar en manos de los caprichos de un
tirano.
El secuestro de la democracia se consuma con la
construcción deliberada de una verdad falseada
Utilizando
este criterio, básico pero muy operativo, la crisis en la que estamos entrando
adquiere una preocupante dimensión. El déficit democrático es especialmente
grave en España, donde los contrapesos parece que –como diría Vargas Llosa– se
han jodido. La politización del poder judicial es una característica netamente
española. Pero no por lo que se suele decir. Hay otros países donde el
nombramiento del órgano de gobierno de la judicatura está en manos de
instancias políticas o simplemente no existe. En Alemania, sin ir más lejos, es
competencia directa del Ministerio de Justicia. Aún así, la gestión de las
cuestiones internas y disciplinarias de los jueces debería estar en manos del
propio colectivo de magistrados, pero ese es un problema menor en España.
Nuestra auténtica tragedia es la descarada politización de los jueces. Los
jueces del Supremo, nombrados a dedo por un partido político, no dudan en
mostrarle sumisión en todas las sentencias en las que lo pueden hacer sin que
se note demasiado. Más allá, nuestro poder judicial hace tiempo que dejó de
preocuparse por su imparcialidad y neutralidad. Jueces y magistrados actúan,
incluso en sus asuntos cotidianos, como un poder político que no aplica la ley
con ecuanimidad, sino que la manipula para proteger a los suyos (la policía,
los poderes financieros) y perseguir a los contrarios (independentistas,
activistas de izquierdas). Es lo que Gerardo Tecé en estas mismas páginas ha llamado el equipo porra-toga. Prácticamente no pasa un día
sin una decisión judicial motivada ideológicamente, en una situación que impide
la centralidad democrática de las leyes aprobadas por los representantes
populares.
Al
mismo tiempo –y en esto somos más europeos– la opinión pública cada vez sirve
menos de contrapoder. La discusión pública de ideas y hechos en medios y redes
no cumple un papel similar al del debate ciudadano en la asamblea ateniense. El
problema va más allá de que el ciudadano de a pie no tenga acceso a los grandes
medios privados o que estos se muevan por intereses empresariales. El secuestro
de la democracia se consuma con la construcción deliberada de una verdad
falseada. La difusión de noticias inventadas con la intención de llevar a la
opinión pública a defender determinadas posiciones conduce a la completa
perversión de la voluntad popular. Los audios de las grabaciones de
conversaciones en las cloacas del Estado nos permiten escuchar el descaro con
el que supuestos periodistas de grandes medios aceptan difundir mentiras
(algunas creadas nada menos que por la propia policía) para aumentar o reducir
el apoyo a una u otra formación política. Junto al teatro clásico, otra de mis
aficiones inconfesables es navegar por las redes sociales ultraderechistas.
Resulta espectacular cómo sustentan todo un cuerpo de opiniones en apariencia
fundadas en una serie de bulos absolutamente falsos pero convertidos en
verdades indiscutibles: que los inmigrantes aumentan la delincuencia; que
pagamos más impuestos o tenemos más representantes políticos que la media
europea; que gitanos, extranjeros y pobres en general viven holgadamente
gracias a abundantes paguitas que reciben del Estado; que los hombres sufren
tanta violencia como las mujeres… Las noticias falsas son una epidemia que va mucho
más allá del escándalo de un presentador con pocos escrúpulos.
Así
que no solo no ejercemos ningún control sobre los representantes que elegimos
cada cuatro años, sino que a menudo sus decisiones políticas no se aplican y
son sustituidas por las de jueces sin ninguna legitimación popular. Y por
encima de todo ello, la mayoría de la sociedad basa su opinión sobre la gestión
pública en mentiras que le cuelan deliberadamente. La dirección política de
nuestra sociedad está en manos de una oligarquía que no se diferencia tanto de
Jerjes, el tirano persa.
Y
nos han metido en una crisis perfecta. El empeño codicioso en aumentar
indefinidamente los beneficios de las grandes empresas, la banca y las
eléctricas pone en peligro el planeta, nuestra salud y la paz, y por ahora ha
destruido ya nuestras economías familiares. El empobrecimiento de amplias capas
de la población, según predicen economistas como Paul Krugman, se resolverá con
un aumento permanente de la desigualdad. Mucha gente verá bajar su nivel de vida.
Algunos dejarán de poder irse de vacaciones; otros tendrán que cambiar de casa
a una peor; habrá quien pase hambre. Y habrá muertos. Las crisis afectan al
bienestar y a la salud de los más pobres, que son además quienes ponen el
cuerpo ante todas las desgracias. En las guerras, en los incendios, en las
crisis y hasta en las olas de calor quienes ponen el cuerpo son siempre las
personas con menos recursos. Quienes trafican con los precios de la gasolina y
el gas, los que declaran las guerras, aprueban los recortes en los salarios y
montan campañas de prensa para engañar a la gente, nunca arriesgan su propia
vida, sino la de los demás.
Como
los persas enviados a la guerra, nosotros pondremos los muertos y las víctimas.
Cada una, con su propio nombre y su historia.
La
democracia ya no es lo que era. El abuso de las manipulaciones mediáticas y la
destrucción de los mecanismos de garantía nos ha metido de lleno en un sistema
protoautoritario que se puede calificar de democracia formal. Igual que el
pueblo persa solo fue consciente de la gravedad de estar en manos de un tirano
cuando empezaron a perder batallas, el autoritarismo de las élites se pone
especialmente de manifiesto en los momentos de crisis como el actual. En
democracia los muertos dolerían igual, pero no es lo mismo equivocarse
colectivamente y asumir por igual las pérdidas que ser carne de cañón de unos
déspotas.
En
verano, las horas perdidas en la playa mirando el horizonte mediterráneo, el
sonido de las chicharras en los pinos a la hora de la siesta y el humo de los
incendios forestales nos recuerdan que Grecia y la península ibérica no están
tan lejos. Los problemas sobre los que hace dos mil quinientos años escribían y
charlaban en las playas de rocas y bajo los cipreses griegos son los mismos que
aún nos conmueven. Básicamente, la manera de conseguir la felicidad y la
libertad. Y al pensarlo, a veces parece que cíclicamente volvemos hacia atrás.
Ahora la democracia ya no es lo que era, y de nuevo nos toca pelear por lo más
básico frente a los nuevos tiranos.
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