sábado, 23 de julio de 2022

EL MUNDO SE VA A LA MIERDA Y NOSOTRAS HABLANDO DE SEXO

 

EL MUNDO SE VA A LA MIERDA Y NOSOTRAS 

HABLANDO DE SEXO

Las guerras de género –a derecha o izquierda– tienen la capacidad de movilizar en un momento de desafección política. A veces, como sucede en Estados Unidos con el aborto, consiguen un retroceso en derechos

NURIA ALABAO

Sí, a veces tengo esa sensación, quiero hablar de sexo, de disfrute, de placer, quiero hablar del Orgullo, de amor no reglado, pero pienso: el mundo se desmorona ¿qué importan esas cosas? ¿Qué verdad vale la pena decir cuando el horizonte parece el colapso ecológico, la crisis permanente, la violencia cada vez menos solapada?

Pero no podemos escapar. Aunque no como me gustaría, hablar hoy de sexo es inevitable cuando la reacción acecha en medio mundo, cuando las extremas derechas hermanadas con los fundamentalismos religiosos de todo signo vuelven a cercar nuestra sexualidad y lo que va asociado a ella, ya sea el sexo en sí –quién puede follar con quién–; o quién tiene derecho a reproducirse –o incluso obligación– y quién no, por extranjero, por negro, por no occidental, por musulmán. Hay implícito además en buena parte de esos proyectos un cómo debería organizarse la crianza para que el futuro humano o humana se convierta en un valor para el capital, en un trabajador –nacional, siempre claro–. Las instrucciones están en la tradición, nos dicen, en una fantasía a la que llaman “familia natural”. En realidad, hablar hoy de sexo también es hablar de una estructura que sujeta un orden de dominación, uno que nos lleva al desastre.

 

La sexualidad sirve porque permite construir fantasmas, crear guerras culturales que desvían la atención de este mundo que se desmorona hacia otras pasiones que nos agitan

 

Desde este pequeño país liberal en una esquina de Europa –sí, liberal en valores, no dudéis– los retrocesos pueden parecer algo lejanos. Pero el ejemplo estadounidense sobre el aborto señala en otra dirección. En muchos lugares además, cada vez hay más gente que extrae su identidad de organizarse para atacar a los gays o a los migrantes, se han prohibido los Orgullos –como en Moscú– o la vida del nonato está por encima de la que lo gesta –como en Polonia, Honduras, Nicaragua, el Vaticano…–. En cualquier caso, en varios países del mundo las cuestiones de género –de las mujeres, de las personas LGBTIQ– convertidas en guerras son herramientas útiles para ganar y sostener el poder, para generar coaliciones –entre religión y política, entre distintas religiones–. Son convenientes para movilizar y agitar socialmente en momentos de desafección política. La sexualidad sirve porque permite construir fantasmas, crear guerras culturales que desvían la atención de este mundo que se desmorona hacia otras pasiones que nos agitan y desazonan; condensan miedos y construyen sobre las inseguridades vitales una dirección para vidas sin demasiado sentido –sobre todo colectivo–; generan comunidades afectivas. Un propósito, un orden, una guía moral también. (Hoy tenemos todas las opciones –nos dicen–, podemos vivir de cualquier manera, pero en realidad no podemos elegir casi nada porque no tenemos dinero. La sensación para muchas es más bien que la vida se nos va de las manos).

 

Pasiones explosivas, potencia política

 

Las guerras del género no son exactamente nuevas, aunque hoy tienen un nuevo sentido. Gayle Rubin las describía como “momentos políticos” del sexo, en los que las pasiones desatadas ante cuestiones morales son canalizadas hacia la acción política y de allí al cambio social –ya sean leyes o linchamientos–. Como ejemplos históricos de estos “pánicos morales” la histeria sobre la esclavitud sexual blanca –la “trata de blancas”– de la década de 1880 o el terror sobre la pornografía infantil de finales de los 70 –que intentaban vincular a los homosexuales–. El mecanismo es así: los medios de comunicación se indignan, la gente se comporta como una turba enfurecida, se activa a la policía y el Estado promulga leyes nuevas, dice Rubin. Y todo pánico moral tiene consecuencias a dos niveles: la población objeto del mismo es la que más sufre, pero los cambios sociales y legales nos afectan a todos.

 

Para activar las guerras de género es necesario fabricar víctimas, lo que permite justificar las reacciones, ya sean nuevas leyes punitivas, restricción de derechos o escraches. (No hace falta extenderse mucho sobre cómo esto intersecta con una característica de la política hoy –también la de izquierdas– muy centrada en la construcción de la figura de la víctima.) Así, cuestiones como la expresión de las disidencias sexuales, la prostitución, el porno o la educación sexoafectiva en las escuelas se vinculan a otros significantes para mostrarlos como amenazas a la salud, a la familia a mujeres o niños, a la seguridad nacional o a la civilización misma, dice Rubin. Las extremas derechas actuales son expertas en este tipo de mecanismos, en usar el escándalo y manejar sus entretelones, en construir víctimas –a menudo muy alejadas de las personas que realmente están en posiciones de mayor vulnerabilidad social–. Son eficaces desencadenando crisis, fabricando crisis y alimentándose de las consecuencias de las mismas.

 

Poner en cuestión los roles de género, como hace el feminismo, puede tener consecuencias más desestabilizadoras de lo que puede parecer a simple vista

 

Las guerras de género son armas poderosas porque son profundamente emocionales. En EE.UU. llevan desde los años 70 atacando el derecho al aborto con esta estrategia: identificando los abortos como “asesinatos en el útero” y las leyes favorables como “leyes de matanza infantil”. Estas campañas agresivas que abusaban del escándalo moral se demostraron capaces de movilizar las pasiones de muchos militantes provida y marcaron la pauta del debate sobre este derecho hasta día de hoy. Los activistas antiaborto publican fotos de fetos no nacidos, dicen que es “infanticidio” y lo comparan con las prácticas eugenésicas de la Alemania fascista. Una carga emocional y unas hipérboles expresivas que han sido, desde entonces, características del tratamiento que los fundamentalistas dan a esta cuestión. Parece que les ha funcionado como pivote para constituirse en un bloque de poder.

 

Además, poner en cuestión los roles de género, como hace el feminismo, puede tener consecuencias más desestabilizadoras de lo que puede parecer a simple vista. Para muchos supone un ataque a la propia identidad, a las coordenadas que organizan nuestro mundo y las propias relaciones sociales. Los argumentos no han cambiado tanto: como los homosexuales no se pueden reproducir tratan de convertir a nuestros niños en las escuelas –parece absurdo, pero forma parte del argumentario clásico de las derechas radicales desde los 70–. De ese tipo de narrativas surgen las virulentas guerras contra la educación sexoafectiva, contra la educación igualitaria en todo el planeta, esa que “sexualiza” a nuestros pequeños mientras la familia se disuelve junto con la autoridad paterna y todo es crimen y caos a nuestro alrededor. Mientras que, por otro lado, se trata también de moralizar, de purificar la sociedad en algún tipo de fuego redentor y se nos dice que los adolescentes violan en manada porque ven porno, que la prostitución es la causa principal de las agresiones sexuales y el que paga por sexo –el “putero”– se convierte en un monstruo social, epítome de todo lo que está mal en el orden de género–. “El pánico moral cristaliza temores y ansiedades muy extendidos y, a menudo, se enfrenta a ellos, no buscando las causas reales de los problemas y las características que muestran, sino desplazándolos a los ‘tipos diabólicos’ de algún grupo social concreto”, explica Jeffrey Weeks.

 

Las guerras del género no son únicamente utilizadas por la derecha. Sus formas, sus argumentaciones, sus cazas de brujas, las hemos encontrado estos últimos años desplegadas con toda su brutalidad en un sector del feminismo contra las personas trans y el avance de sus derechos. Recordemos: las mujeres trans que acechan en los baños o los vestuarios para violarnos, o asociadas, una vez más, a la pederastia, las que vienen a “borrarnos”, esas, culpables de tener o haber tenido pene. Si el objetivo era la mejora de una ley, o su cuestionamiento y debate, las formas en las que se ha producido esta discusión han tenido la consecuencia de imposibilitar cualquier intercambio. En una guerra solo hay dos bandos. ¿Cómo debatir?

 

Sorprende la indignación rugiente contra proxenetas y puteros, no contra los patronos que explotan a temporeras en los campos de Huelva

 

También se han utilizado contra las trabajadoras sexuales y su derecho mínimo, en este caso, simplemente a existir, a no ser criminalizadas y perseguidas, a no estar todavía más sometidas al poder de jueces y policías. Todo pago por sexo es violación, el consentimiento no existe, “son penetradas por todos los agujeros”… el lenguaje milenarista no ceja, mientras se ofrece una imagen simplificada de una realidad que es plural: la de mujeres drogadas casi atadas a una cama disponibles 24 horas para su “consumo”. La figura de la puta como víctima que tiene que ser salvada y al tiempo como vidas sacrificables en pro de la igualdad de las mujeres. La guerra es contra los proxenetas y contra los puteros, dicen, no contra las mujeres que ejercen. Mientras, hemos visto trabajadoras sexuales acosadas en manifestaciones y charlas, expulsadas de debates en la universidad o sin poder hablar en asambleas del 8M. Sorprende que la explotación laboral no genere casi ningún tipo de reacción, que apenas se hable de ello y que solo lo hagamos cuando está relacionada con el sexo. Sorprende la indignación rugiente contra proxenetas y puteros, no contra los patronos que explotan a temporeras en los campos de Huelva, no contra las patronas que tienen a sus domésticas internas trabajando siete sobre siete sin salir, no contra los policías que devuelven a niños en la frontera, los persiguen por las calles de Ceuta o les disparan pelotas de goma en el mar hasta que mueren. El sexo tiene algo inaprensible, sagrado, con capacidad de hacernos bramar.

 

Estas formas del pánico moral no solo se están encauzando contra los otros sociales, contra marginados –putas o trans–, sino que se infiltran también en el relato sobre la violencia sexual que deviene en terror sexual, generando miedo y volviéndose en contra de nuestra propia autonomía. Sí, amigas, las guerras del género no son exclusivas de las extremas derechas, también están siendo desplegadas por feministas, por “socialistas”, por los ¿nuestros? El pánico moral se usa aquí también para agitar, para crear sus propias bases sociales aunque no sean mayoritarias pero sí muy activas, dispuestas a convertirse también, como los fundamentalistas religiosos, en “guerreras de los valores”, en este caso, en nombre del feminismo. Como ya dijimos, una propuesta al servicio del reencantamiento de la política en tiempos de descreimiento generalizado, de crisis de la representación. El feminismo además es útil porque viene cargado de legitimidad política –sobre todo en la izquierda–; ganarlo abriendo nuevas guerras puede tener premio. El premio es el poder.

 

Asistimos a un momento en el que la polarización es espoleada por los algoritmos de las redes y al auge de las teorías de la conspiración. Toda política se está impregnando de esas guerras culturales en tiempos de futuros colapsados. La pregunta fundamental es si esas formas políticas, si la apelación a emociones fuertes, la creación de víctimas que necesitan ser salvadas, la indignación desbordada, la construcción de escándalos, miedos y chivos expiatorios pueden ser una estrategia viable en un proyecto de emancipación. Las guerras del género –como una vertiente radicalizada de las culturales– están destinadas también a desviar malestares sociales, muchos de ellos relacionados con las condiciones de vida, a desviar la mirada, decíamos, de un mundo que se desmorona, a redirigir la energía política a cuestiones morales para no hablar de explotación –del trabajo o por la vía de la renta inmobiliaria–, del empobrecimiento progresivo, de la crisis ecosocial. Usar formas de la política que sirven en última instancia para suturar la lucha de clases –y crear falsos culpables– solo puede resultar en una política conservadora. Da igual lo que propongas como resultado, pero además, si esas propuestas destinadas a solucionar los problemas que se han traducido en pánicos morales acaban siempre en el Código Penal –recursos para el sistema de encarcelamiento y las fuerzas de seguridad– no podrá ser otra cosa sino política reaccionaria. Quizá, simplemente, tenemos que asumir que hay un feminismo profundamente reaccionario.

 

Hablar de sexo parece pues inevitable hoy.

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