NO LOS ASESINARON POR EL CRISTO
SERGI SOL
‘Las turbas no quemaron las iglesias si no después que aquellos
sacerdotes hubieran quemado la Iglesia’
(Canónigo Cardó
Francisco
Franco y su esposa Carmen Polo en la iglesia
de Santa María / Wikipedia
La borrachera de sangre que llegó inmediatamente tras el golpe de Estado de julio de 1936 es un hecho tan esperpéntico como insólito. En un país tan católico como España, el gentío desbocado desató toda su furia sobre la Iglesia, el clero y sus feligreses.
Más de 7.000 asesinados por la locura criminal de los llamados incontrolados. En 2012 se produjo el último gran proceso de beatificación de mártires de la Guerra Civil. Entre ellos, la veintena de monjes del Monestir de Montserrat salvaje y cobardemente asesinados. La mayor parte entre julio y agosto, sin otra razón que la sinrazón.
Pero contra lo que
podría parecer, algunas voces de la misma Iglesia no dudaron en hacer sus
objeciones a ese proceso para reconocer a ‘los mártires de Cristo’. Entre
ellos, el Padre Hilari Raguer, erudito monje benedictino de Montserrat,
fallecido en 2020 a los 91 años quien no dudó en plantear sus dudas y
enmiendas. Aunque fueron rechazadas. Básicamente centradas en poner énfasis en
el papel contrario al evangelio del grueso de la curia episcopal española.
El padre Raguer
compartía en buena medida las tesis del canónigo Cardó, autor de Las dos
Españas, obra escrita desde Suiza, país en el que tuvo que refugiarse tras su
salida meteórica de Catalunya huyendo de las hordas de incontrolados que tras
el fracaso del golpe desataron una suerte de caza diabólica de sotanas. Y luego
de la Italia fascista, que fue su primer país de acogida.
Cardó omitió uno de
los capítulos del libro ‘El gran rechazo’ y dejó escrito que éste no vería la
luz hasta 50 años después de su muerte.
Y así se hizo. Como
era previsible, el texto -pese a los años transcurridos- no dejó a nadie
indiferente. Cardó vació el buche, apuntó a la jerarquía católica (en
particular al obispo de Barcelona, Irurita, y al Primado de Toledo, Enric Gomà)
y responsabilizó a estos de sustituir ‘el Cristo por la Nación, el anuncio del
mensaje evangélico por una conspiración política de violencia, la gracia de
Dios por la gracia del Estado’.
La tesis de Cardó
es que quienes pusieron a los clérigos en el punto de mira del odio obrero que
dio pie a miles de frenéticos asesinatos fueron los mismos que predicaron la
‘cruzada nacional’. O lo que es lo mismo, la jefatura de la Iglesia Católica
española, proclamando la Guerra Santa Católica a imagen y semejanza de la
proclama de Urbano II en el Concilio de Clermont, cuando llamó a los fieles a
coger las armas para recuperar Tierra Santa porque ‘Dios lo quiere’. Para esos
clérigos derechistas, Dios también deseaba la Guerra Civil para limpiar España
de todas esas gentes que predicaban la justicia social o el reconocimiento de
su condición nacional propia en algunos territorios.
Todo el capítulo es
una denuncia del nacionalcatolicismo que bendijo la Guerra Civil. En el órdago final de Cardó -en su testamento
vital diferido medio siglo- asegura que "la devastación espiritual
habiendo llegado así al grado máximo, la revolución incendiaria era
inevitable". Lo que lleva a Cardó -ferviente católico que tuvo que huir de
la República para salvar la vida- a afirmar que "cuando en julio de 1936,
aquella revolución estalló, provocada precisamente por la catástrofe previa, ya
no destruyó casi nada más que las ruinas".
No asesinaron a
esas miles de personas por servir a Cristo, las asesinaron como venganza hacia
un estamento y una religión que se había erigido, a ojos de la izquierda, como
un instrumento al servicio de la clase social dominante en una España donde la
miseria campaba a sus anchas y los pobres estaban condenados a una vida insalubre
y sin futuro alguno.
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