LA CRISIS NOS HARÁ MÁS POBRES Y
TAMBIÉN MÁS VULNERABLES
En
una situación de atomización laboral y desindicalización de la masa
trabajadora, los incrementos de precios van a ser absorbidos en su práctica
totalidad por la caída del nivel adquisitivo de la inmensa mayoría de los
asalariados
EMMANUEL RODRÍGUEZ
El buque portacontenedores Ever Given.
La vuelta del verano traerá una serie de confirmaciones largamente anunciadas: una inflación sostenida en el umbral del 10%, una caída de todos los indicadores relativos al crecimiento económico (PIB, índices de producción industrial, consumo doméstico, etc.) y la consecuente pérdida de empleos. Este último factor caerá como una losa sobre cualquier atisbo de movilización que apunte a corregir la inflación con subidas salariales. La subida del 10% de los precios será unilateral y forzosamente asumida por la población con una caída simétrica del 10% de su poder adquisitivo. El decrecimiento capitalista era esto.
En el discurso periodístico, las
causas y responsabilidades de la crisis han sido ya repartidas. Un autócrata
oriental que gobierna sobre alrededor de 18 millones de kilómetros cuadrados,
algo así como cuarenta veces la península ibérica o casi el 15% de la
superficie emergida de la Tierra, decidió invadir una joven democracia de
Europa oriental. El zar malvado, en lugar de arrepentirse de invadir esa nueva
tierra de la libertad, decidió extender la guerra empleando su posición en el
mercado de exportación de productos energéticos y materias primas
(especialmente grano) para generar una crisis de suministros de gigantescas
proporciones. No obstante, y a pesar del alto precio económico, EE.UU. y la
Unión Europea, valedores de los principios universales de la libertad y la
democracia, decidieron apoyar hasta al final a la joven Ucrania en su defensa
contra el agresor ruso. El próximo invierno se prevé durísimo ante los previsibles
cortes del suministro de gas y petróleo rusos. Pero resistiremos... bla, bla,
bla.
Más allá de la guerra de Ucrania,
lo cierto es que la tensión de precios se venía anunciando por lo menos desde
el inicio de la pandemia, en la primavera de 2020. Durante todo el año 2021,
hemos observado encarecimientos en casi todos los mercados de exportación desde
los productos energéticos hasta los manufacturados, desde el grano hasta los
microchips. Por debajo de la guerra, como factor determinante de la invasión
rusa, se deben contar, por lo tanto, otra serie de problemas seguramente más
graves, más severos.
Rupturas
en las cadenas logísticas
Era el 20 de abril de 2020, el
precio del petróleo de referencia en EE.UU., el West Texas, cayó por debajo de
cero dólares. Al día siguiente, los mercados de futuros se hundieron con caídas
que alcanzaron los 20 puntos negativos. Con los depósitos llenos en medio
mundo, las empresas intermediarias estuvieron dispuestas, al menos durante unas
horas, a pagar para que otros se hicieran cargo del petróleo en lugar de
almacenarlo para su venta posterior. Por comparar con la situación actual,
prácticamente durante todo el año 2020, el precio del petróleo se mantuvo por
debajo de los 50 dólares. En abril de 2022, el precio medio del West Texas fue
de casi 120 dólares el barril.
La pandemia de la covid-19 detuvo
por unos meses el mundo. Y el mundo son las cadenas de suministros globales. La
caída de demanda hundió los precios del petróleo, hizo disminuir severamente el
comercio mundial y obligó a las empresas, primero a almacenar grandes
cantidades de stock y luego a disminuir la producción. Una de las grandes
debilidades estructurales de la llamada globalización económica radica, en
efecto, en la complejidad logística. La fábrica global depende del movimiento
continuo de una enorme cantidad de componentes que son fabricados por un número
definido de empresas que en muchos casos presentan una fuerte concentración en
áreas geográficas muy determinadas. Esto supone un volumen de tráfico
gigantesco gestionado por un número indeterminado de empresas, pero que
presentan también una fuerte tendencia a la concentración. De hecho, solo
cuatro operadores globales (APM-Maersk, MSC, COSCO Group y CMA-CG M Group)
distribuyen el 50% del comercio mundial. Por si esto fuera poco, la parte mayor
de este tráfico se realiza también a partir de un pequeño grupo de hubs
portuarios situados en el Extremo Oriente del planeta y en los grandes centros
de consumo occidentales.
La paradoja de este sistema, complejo
y a la vez gigantesco, es que su flexibilidad no es muy alta. Fallos en algunos
cuellos de botella, como el que se produjo en marzo de 2021 cuando un carguero
de 400 metros de eslora quedó varado en el Canal de Suez, o disminuciones
seguidas de crecimientos repentinos de la demanda, tienen efectos que el
sistema no es capaz de absorber. Y esto es lo que ocurrió en el año de la
recuperación de la crisis pandémica, 2021. Desde la primavera, pero sobre todo
desde el otoño de ese año, se volvieron habituales las imágenes de decenas de
gigantescos cargueros a la espera de atracar en los puertos de Los Ángeles,
Rotterdam o Shenzhen. Las cadenas de suministros, deprimidas durante 18 meses,
apenas pudieron responder a los incrementos repentinos de la demanda. Los
cierres parciales de plantas y puertos en China (todavía la gran fábrica del
mundo) arrastraron a peor la ya compleja situación del comercio mundial.
Durante casi todo el año 2020, el
precio del petróleo se mantuvo por debajo de los 50 dólares. En abril de 2022,
el precio medio del West Texas fue de casi 120 dólares el barril
Consecuentemente, los precios se
“tensionaron”. Mucho antes, por tanto, de la guerra de Ucrania, la inflación ya
se había hecho presente: en octubre de 2021 la inflación interanual de la
eurozona superó el 4%, en enero de 2022 ya era del 5%. La gran promesa
neoliberal del libre comercio de bienes más baratos y servidos al instante se
había visto repetidamente incumplida por la falta de microchips y retrasos en
la distribución de algunos bienes, como los automóviles, que llegaron a
servirse con más de seis meses de demora.
Un apunte histórico sirve para
mostrar la diferencia entre la actual crisis de la fábrica global y el periodo
de alta inflación del fordismo terminal de los años setenta, casi siempre
atribuida a las alzas del petróleo de 1973 y 1979. En aquellos años, el llamado
problema de estanflación (estancamiento + inflación) persistió durante algo más
de diez años debido a una guerra monetaria sostenida entre capital y trabajo.
La razón estaba en el movimiento obrero todavía existente. Las alzas de precios
eran inmediatamente respondidas con reacciones de huelgas obreras y
crecimientos aún mayores de los salarios. Un solo ejemplo: en España en 1976 y
1977, poco después de muerto Franco, la inflación superó el 25%, pero los
salarios se incrementaron en un 30%. La mitad del problema de la Transición a
la democracia en España se concentró en estos guarismos, para cuya solución se
aplicaron los Pactos de la Moncloa, la institucionalización sindical que
estabilizó el mapa laboral en torno a dos sindicatos moderados (CC.OO., UGT) y
el desacople definitivo de la izquierda respecto del movimiento obrero.
Pero en la crisis actual nada de
esto va a ocurrir. La base de la inflación subyacente, que por lo general se
atribuye a la respuesta salarial al alza de los precios, es hoy por hoy –y
salvo sectores muy determinados con un poder estructural notable, básicamente
la logística y los transportes, como se ve en las huelgas inglesas de estos
semanas–, prácticamente una quimera. En una situación caracterizada por la
atomización laboral y la radical desindicalización de la masa trabajadora, las
alzas de precios van a ser absorbidas en su práctica totalidad por la caída del
nivel adquisitivo de la inmensa mayoría de los asalariados. La “solución” a la
crisis inflacionaria derivada del colapso de las cadenas de distribución
globales no va a tener otra salida que el empobrecimiento de la mayoría. La
clase política ya ha asumido que este es el coste y nos prepara en
consecuencia.
La
globalización se gripa
La inflación muestra, en todo
caso, dimensiones más preocupantes que ciertas tensiones en la cadena de
suministros. En cierto modo, esta crisis puede marcar un punto de inflexión en
la articulación de la forma actual del capitalismo histórico que llamamos
globalización. Por eso conviene profundizar algo más en el análisis de este
último periodo. Por globalización entendemos el conjunto de arreglos
económicos, pero también sociales y geopolíticos, que siguieron a la gran
crisis del capitalismo industrial bajo dominio occidental que se desencadena
entre 1968 y 1979, esto es, entre la fecha de comienzo de las revueltas estudiantiles
y obreras contra ciertas formas de regulación socioeconómica de la época
“fordista” (los “Treinta Gloriosos” de la larga posguerra) y el giro de la
Reserva Federal de su entonces presidente Paul Volcker, que elevó los tipos de
interés del 11,5 al 21,5%. A modo de aviso para navegantes acerca de lo que
implica la política monetaria: la consecuencia de la brutal subida de tipos de
Volcker fue una recesión que acabó efectivamente con la espiral de
salarios-precios en EEUU, pero al precio de un paro de masas y de una política
de recortes sociales que se extendería durante tres décadas.
La globalización implicó también
una política forzada de libre comercio, y cuyo resultado fue la crisis de buena
parte de los países en vías de desarrollo
Bajo el dominio ideológico de lo
que por convención llamamos neoliberalismo, la globalización implicó una serie
de soluciones espaciales y financieras a la crisis de rentabilidad de las
grandes corporaciones industriales occidentales y japonesas. Desde los años setenta,
y en el lapso de unas pocas décadas, se desplazó buena parte de la producción
intensiva en mano de obra de los viejos centros industriales occidentales a la
costa asiática del Pacífico, en una secuencia que comenzó con los four tigers
(Corea, Singapur, Taiwán y Hong-Kong), y que se puede dar por concluida con el
dominio de China de la mayor parte de las ramas industriales, incluidas las de
alta tecnología. La globalización implicó también una política forzada de libre
comercio, sobre el presupuesto de la especialización de todos los países en
aquellas producciones en las que tuvieran ventajas competitivas para la
exportación, y cuyo resultado fue la crisis de buena parte de los países en
vías de desarrollo así como la articulación de la compleja cadena de suministro
global de la que hoy dependemos. La globalización supuso también el estímulo de
la desregulación financiera, como forma de generar beneficios rápidos sobre
unos mercados de capitales permanentemente engordados. A pesar de las
desigualdades crecientes dentro de cada país y de la creciente presión sobre el
gasto público, la globalización feliz permitió a los países occidentales
atravesar su desindustrialización relativa sobre la base de un acceso casi
ilimitado al crédito barato y a la propiedad inmobiliaria. En definitiva,
durante un par de décadas (los noventa y los dos mil) se vivió bien, a pesar de
los bajos salarios, gracias al consumo a crédito.
La solución espacial a la crisis
de rentabilidad entrañó, además, un efecto que en los años ochenta no era ni
esperado, ni desde luego deseado. La transformación en los grandes talleres del
mundo primero, de los pequeños aliados occidentales en el Pacífico, y luego del
gigante comunista convertido al credo capitalista, hizo de estos tres mil quinientos
kilómetros de costa asiática el área más dinámica del planeta y progresivamente
su principal polo económico. En 1980, solo Japón estaba entre las diez primeras
economías del planeta por PIB nominal. Hoy son cuatro (China, Japón, India,
Corea del Sur). Antes de que acabe esta década, es más que probable que
Indonesia entre en ese selecto grupo y China se convierta en la principal
economía del mundo.
Como quien es despertado a
bofetones de un sueño (el de la “paz perpetua”), cuando ahora se nos devuelve a
la realpolitik con la posibilidad de una guerra entre bloques (China-Rusia
contra Occidente) o incluso de una guerra nuclear, quizás solo se nos esté
obligando a enfrentar la crisis de la globalización. El mundo al que nos
acercamos a velocidad de vértigo no tiene ya nada que ver con el de la
globalización pacífica dominada por el guardián americano de la libertad. Las
contradicciones en este cuento –manifiestas en Irak, Afganistán y en general en
la guerra contra el terror– nos debieran haber dado suficiente aviso.
El mundo futuro estará
seguramente más fragmentado. En términos económicos, se producirá un proceso de
regionalización y de reconcentración de los procesos productivos en bloques
comerciales menos permeables. Políticamente, no es improbable que veamos sonar
las trompetas de los viejos imperialismos enfrentados que traigan algunos
recuerdos de antes de 1914. Socialmente, las sociedades desestructuradas
deberán ser sometidas a distintos “tratamientos” y no están excluidas algunas
tentaciones poco deseables que devuelvan a las democracias occidentales,
convertidas en oligarquías, a sus viejos sueños imperiales de tinte fascista.
Las preguntas son por tanto
muchas, demasiadas. Con ánimo de simplificar lo más posible, ¿se puede concebir
un proceso de regionalización económica relativamente pacífico, eludiendo la
competencia mortífera por los recursos esenciales del planeta cada vez más
escasos como el petróleo o el gas? ¿Es concebible una retirada negociada de
EE.UU. de determinados ámbitos del dominio militar global en correspondencia
con su menguado peso económico? Y en los términos más parroquianos a los que en
estos lares nos acostumbran a pensar: ¿qué significa o supone todo esto para la
penúltima provincia del flanco suroccidental europeo?
Hay, no obstante, otro factor
estructural poco tenido en cuenta en esta crisis y que probablemente no tenga
ninguna corrección a futuro. Se trata de la onda larga de encarecimiento de los
principales bienes de que disponemos para vivir: la energía, los alimentos, la
tierra-agua y nuestro propio trabajo. Pero esto se tratará en la segunda
entrega de La crisis es una mierda.
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