sábado, 13 de agosto de 2022

EL RELATO DEL REY

EL RELATO DEL REY

Cuando se trata de informar de la Familia Real, lo jurídico desaparece. Es como si el infantilismo del ‘¡Hola!’ hubiera sustituido al rigor del BOE

JORGE URDÁNOZ GANUZA

La particular e irremediable simbiosis que funde la institución política de la monarquía con la natural (o casi) de la familia produce ciertos cortocircuitos en la comprensión democrática de la Corona. Tales cortocircuitos –entendidos como flagrantes contradicciones insertas en un mundo, el del derecho, que inicialmente debería ser del todo ciego a la identidad de las personas que caen bajo su imperio– no son, cierto es, exclusivos de la monarquía. Así por ejemplo, también el mismísimo derecho penal, que es como la quintaesencia de las leyes, libera a los padres de testificar contra los hijos, introduciendo nada menos que los lazos sanguíneos en el interior de una urdimbre que debería ser refractaria a la herencia y a cualquier otra señal de identidad. Al modo de un vestigio de pura humanidad inasible al cálculo racional, esta indulgencia inserta en el interior del código punitivo probablemente habla de nosotros más bien que mal... pero, con ser tal cosa interesantísima, no es de eso de lo que hemos venido a hablar aquí.

 

Hay una enorme diferencia entre los dos ámbitos apuntados: en el derecho penal la excepción se introduce con respecto a ciertos actos –digamos contingentes– que cualquier ciudadano podría llevar a cabo. En el caso de la monarquía, sin embargo, no son algunas hipotéticas acciones de alguien las que aparecen –perdónese la expresión– contaminadas de familia, sino nada menos que un particular y concreto linaje, el de “los sucesores de S. M. Don Juan Carlos I de Borbón, legítimo heredero de la dinastía histórica”, cuyo nombre y apellidos se incluyen, tal y como los he citado, en la mismísima Constitución del Estado. 

 

Hay una enorme diferencia entre los dos ámbitos apuntados: en el derecho penal la excepción se introduce con respecto a ciertos actos –digamos contingentes– que cualquier ciudadano podría llevar a cabo. En el caso de la monarquía, sin embargo, no son algunas hipotéticas acciones de alguien las que aparecen –perdónese la expresión– contaminadas de familia, sino nada menos que un particular y concreto linaje, el de “los sucesores de S. M. Don Juan Carlos I de Borbón, legítimo heredero de la dinastía histórica”, cuyo nombre y apellidos se incluyen, tal y como los he citado, en la mismísima Constitución del Estado.

 

Es sin duda este peculiar estado de cosas el que explica que la Casa Real haya acabado familiarizando hasta el extremo el ejercicio de las funciones jurídicas que tiene encomendadas. Desde Zarzuela se ha logrado imponer un relato según el cual el hijo estaría tan disgustado con el padre que le ha retirado la palabra y le regatea incluso el derecho a pernoctar en palacio. Resulta del todo incomprensible que esta suerte de cotilleo sobre las relaciones paterno filiales de dos hombres adultos se presente por doquier como si tuviera algún tipo de relevancia política: el enfado privado del hijo con el padre nos hablaría, por contraste, de su honradez e integridad personales, y, a la vez –es la magia de la monarquía– públicas, puesto que ahora es rey. Impresiona la eficientísima complicidad con que prácticamente toda la esfera mediática –me niego a denominar “periodismo” a eso– replica y extiende esa perspectiva hasta normalizarla. Cuando se trata de informar de la Familia Real, lo jurídico desaparece. Es como si el infantilismo del ¡Hola! hubiera sustituido al rigor del BOE.

 

Cuando, en un Estado de Derecho, un ciudadano es acusado de un delito, es el ordenamiento jurídico el que establece una serie de procedimientos de obligado cumplimiento a los que este se encuentra por completo sujeto con absoluta independencia de su voluntad o, no digamos, de sus particulares sentimientos al respecto. Es ese ordenamiento jurídico el que, a la vez que concede innumerables garantías procesales al acusado, instiga la actuación del Ministerio Fiscal para que defienda la legalidad vigente y la aplique en toda su crudeza. En ese proceso el derecho es frío, objetivo e implacable, mientras que, por el contrario, la familia permanece –desde que el mundo es mundo, en algo que, repito, habla de nosotros más bien que mal– como un remanso de comprensión y cariño en el que refugiarse mientras acontecen el juicio y sus penosas consecuencias procedimentales. Eso es así en todas las familias españolas menos en una: entre los Borbones el procedimiento jurídico ni siquiera existe, y es el hijo el que ha de ocuparse de condenar públicamente al acusado para demostrarnos así, como de rebote y por claroscuro, su rectitud, su honestidad y su mayúscula sorpresa al enterarse de todo, sobra decir que por la prensa.

 

 

Es el mundo al revés. Frente a lo que hubiera sido una reacción jurídica elemental en un Estado de Derecho, se nos ofrece una respuesta filial antinatura. La respuesta jurídica lógica y normal –una comisión de investigación parlamentaria, en la que los representantes del soberano, que se supone que es el pueblo, controlan a uno de sus funcionarios, pues no otra cosa es el rey– se sustituye por una supuesta reacción del hijo que solo cabe tildar de inhumana y desagradecida, pues nadie, en el resto de familias españolas, reniega del propio padre por ese tipo de delitos económicos (delitos de los que, por lo demás, y para añadir todavía más elementos de inverosimilitud a todo este elefantiásico relato, del todo incomprensible cuando se observa con un poco de distancia y rigor, el propio hijo era, como ocurre en cualquier familia, el principal y explícito beneficiario).

 

Pocas cosas revelan tan a las claras la suerte de naturaleza suprajurídica –inviolabilidad es un nombre como cualquier otro para decir lo mismo– en la que acostumbran a desenvolverse en España los titulares de la Corona desde 1975, como el hecho de que la única condena que haya podido sufrir, en todo un Estado de derecho, el ciudadano Don Juan Carlos Alfonso Víctor María de Borbón y Borbón-Dos Sicilias por los delitos probados que ha cometido, y que a cualquiera de los españolitos de a pie le hubieran supuesto años de cárcel, consista en que su hijo mayor esté muy enfadado e incluso no le hable. Y eso contando con que la inmensa mayoría de la esfera mediática –me niego a llamar “periodismo” a eso– informe con veracidad de lo que realmente acontece puertas palaciegas adentro, extremo que, vistos los precedentes, dista todo de resultar prudente.

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