EL RELATO DEL REY
Cuando
se trata de informar de la Familia Real, lo jurídico desaparece. Es como si el
infantilismo del ‘¡Hola!’ hubiera sustituido al rigor del BOE
JORGE URDÁNOZ GANUZA
La particular e irremediable simbiosis que funde la institución política de la monarquía con la natural (o casi) de la familia produce ciertos cortocircuitos en la comprensión democrática de la Corona. Tales cortocircuitos –entendidos como flagrantes contradicciones insertas en un mundo, el del derecho, que inicialmente debería ser del todo ciego a la identidad de las personas que caen bajo su imperio– no son, cierto es, exclusivos de la monarquía. Así por ejemplo, también el mismísimo derecho penal, que es como la quintaesencia de las leyes, libera a los padres de testificar contra los hijos, introduciendo nada menos que los lazos sanguíneos en el interior de una urdimbre que debería ser refractaria a la herencia y a cualquier otra señal de identidad. Al modo de un vestigio de pura humanidad inasible al cálculo racional, esta indulgencia inserta en el interior del código punitivo probablemente habla de nosotros más bien que mal... pero, con ser tal cosa interesantísima, no es de eso de lo que hemos venido a hablar aquí.
Hay una enorme
diferencia entre los dos ámbitos apuntados: en el derecho penal la excepción se
introduce con respecto a ciertos actos –digamos contingentes– que cualquier
ciudadano podría llevar a cabo. En el caso de la monarquía, sin embargo, no son
algunas hipotéticas acciones de alguien las que aparecen –perdónese la
expresión– contaminadas de familia, sino nada menos que un particular y
concreto linaje, el de “los sucesores de S. M. Don Juan Carlos I de Borbón,
legítimo heredero de la dinastía histórica”, cuyo nombre y apellidos se
incluyen, tal y como los he citado, en la mismísima Constitución del Estado.
Hay una enorme
diferencia entre los dos ámbitos apuntados: en el derecho penal la excepción se
introduce con respecto a ciertos actos –digamos contingentes– que cualquier
ciudadano podría llevar a cabo. En el caso de la monarquía, sin embargo, no son
algunas hipotéticas acciones de alguien las que aparecen –perdónese la
expresión– contaminadas de familia, sino nada menos que un particular y
concreto linaje, el de “los sucesores de S. M. Don Juan Carlos I de Borbón,
legítimo heredero de la dinastía histórica”, cuyo nombre y apellidos se
incluyen, tal y como los he citado, en la mismísima Constitución del Estado.
Es sin duda este
peculiar estado de cosas el que explica que la Casa Real haya acabado
familiarizando hasta el extremo el ejercicio de las funciones jurídicas que
tiene encomendadas. Desde Zarzuela se ha logrado imponer un relato según el
cual el hijo estaría tan disgustado con el padre que le ha retirado la palabra
y le regatea incluso el derecho a pernoctar en palacio. Resulta del todo
incomprensible que esta suerte de cotilleo sobre las relaciones paterno
filiales de dos hombres adultos se presente por doquier como si tuviera algún
tipo de relevancia política: el enfado privado del hijo con el padre nos
hablaría, por contraste, de su honradez e integridad personales, y, a la vez
–es la magia de la monarquía– públicas, puesto que ahora es rey. Impresiona la
eficientísima complicidad con que prácticamente toda la esfera mediática –me
niego a denominar “periodismo” a eso– replica y extiende esa perspectiva hasta
normalizarla. Cuando se trata de informar de la Familia Real, lo jurídico
desaparece. Es como si el infantilismo del ¡Hola! hubiera sustituido al rigor
del BOE.
Cuando, en un
Estado de Derecho, un ciudadano es acusado de un delito, es el ordenamiento
jurídico el que establece una serie de procedimientos de obligado cumplimiento
a los que este se encuentra por completo sujeto con absoluta independencia de
su voluntad o, no digamos, de sus particulares sentimientos al respecto. Es ese
ordenamiento jurídico el que, a la vez que concede innumerables garantías
procesales al acusado, instiga la actuación del Ministerio Fiscal para que
defienda la legalidad vigente y la aplique en toda su crudeza. En ese proceso
el derecho es frío, objetivo e implacable, mientras que, por el contrario, la
familia permanece –desde que el mundo es mundo, en algo que, repito, habla de
nosotros más bien que mal– como un remanso de comprensión y cariño en el que
refugiarse mientras acontecen el juicio y sus penosas consecuencias
procedimentales. Eso es así en todas las familias españolas menos en una: entre
los Borbones el procedimiento jurídico ni siquiera existe, y es el hijo el que
ha de ocuparse de condenar públicamente al acusado para demostrarnos así, como
de rebote y por claroscuro, su rectitud, su honestidad y su mayúscula sorpresa
al enterarse de todo, sobra decir que por la prensa.
Es el mundo al
revés. Frente a lo que hubiera sido una reacción jurídica elemental en un
Estado de Derecho, se nos ofrece una respuesta filial antinatura. La respuesta
jurídica lógica y normal –una comisión de investigación parlamentaria, en la
que los representantes del soberano, que se supone que es el pueblo, controlan
a uno de sus funcionarios, pues no otra cosa es el rey– se sustituye por una
supuesta reacción del hijo que solo cabe tildar de inhumana y desagradecida,
pues nadie, en el resto de familias españolas, reniega del propio padre por ese
tipo de delitos económicos (delitos de los que, por lo demás, y para añadir
todavía más elementos de inverosimilitud a todo este elefantiásico relato, del
todo incomprensible cuando se observa con un poco de distancia y rigor, el
propio hijo era, como ocurre en cualquier familia, el principal y explícito
beneficiario).
Pocas cosas revelan
tan a las claras la suerte de naturaleza suprajurídica –inviolabilidad es un
nombre como cualquier otro para decir lo mismo– en la que acostumbran a
desenvolverse en España los titulares de la Corona desde 1975, como el hecho de
que la única condena que haya podido sufrir, en todo un Estado de derecho, el
ciudadano Don Juan Carlos Alfonso Víctor María de Borbón y Borbón-Dos Sicilias
por los delitos probados que ha cometido, y que a cualquiera de los españolitos
de a pie le hubieran supuesto años de cárcel, consista en que su hijo mayor
esté muy enfadado e incluso no le hable. Y eso contando con que la inmensa
mayoría de la esfera mediática –me niego a llamar “periodismo” a eso– informe
con veracidad de lo que realmente acontece puertas palaciegas adentro, extremo
que, vistos los precedentes, dista todo de resultar prudente.
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