OFENDIDOS POR SALMAN RUSHDIE
DAVID TORRES
Salman Rushdie. - REUTERS / Andrew Winning
Desde hace más o menos treinta y tres años, la edad de Cristo en la cruz, Salman Rushdie se había convertido para su desgracia en un personaje de novela, concretamente de una novela de Salman Rushdie. El narrador todopoderoso, creador de ángeles y demonios que caen volando desde los cielos, contempló aterrado cómo el maleficio de la palabra escrita volvía para alcanzarlo y convertir su vida en un infierno. De repente, tras la publicación de Los versos satánicos, su rostro estaba en todos los periódicos y telediarios del mundo, su nombre maldecido entre los creyentes, su cabeza reclamada por legiones de fanáticos. Decía Borges que la fama siempre es un malentendido, quizá el peor, una boutade que nadie podría suscribir con más derecho que Salman Rushdie. Nunca sabremos qué molestó realmente al ayatolá Jomeini, si la acusación de blasfemia implícita en la idea de que, al redactar el Corán inspirado por el arcángel Gabriel, Mahoma habría mezclado sin querer los versos satánicos con los divinos, o la descripción que hace Rushdie en uno de los capítulos del propio Jomeini, un anciano agrio y ceñudo exiliado en París años antes de su regreso triunfal a Teherán.
Lo más seguro es
que Jomeini ni siquiera leyese Los versos satánicos ni antes ni después de
condenar a muerte a su autor, lo mismo que tampoco lo habrán leído el agresor,
Hadi Matar, quien ni siquiera había nacido cuando se publicó el libro, ni los
piadosos musulmanes que han aplaudido públicamente el apuñalamiento, ni los
políticos y clérigos iraníes que ratificaron una y otra vez la sentencia y
aumentaron la recompensa por su vida a más de cuatro millones de dólares. Esa
gente no son de leer mucho, eso seguro. El libro estaba maldito desde el título
-una bomba de relojería oculta desde el siglo XIX- hasta el rosario de
prohibiciones, disturbios y atentados que hasta la fecha han costado la vida a
cientos de personas, incluyendo el traductor al japonés, Hitoshi Iragasi.
Recuerdo que compré Los versos satánicos en la Feria del Libro de Madrid y
cuando llegué a casa y encendí la televisión no me lo podía creer; es uno de
los pocos libros en los que anoté la fecha y unas palabras: "3 de junio de
1989, el día en que murió Jomeini".
Hubo colegas,
amigos y admiradores que defendieron a Rushdie desde el primer momento:
Christopher Hitchens, Kazuo Ishiguro, Norman Mailer, Susan Sontag, Vargas
Llosa, Kurt Vonnegut, Martin Amis, Tom Wolfe, Edward Said, Nadine Gordimer,
Carlos Fuentes, Ian McEwan, entre docenas de ellos. Stephen King anunció que la
librería que retirase los libros de Rushdie de las estanterías hiciese el favor
de retirar también los suyos. Hubo también quienes declararon que el propio
Rushdie se lo había buscado por ofender al islam: John Le Carré, Roald Dahl,
John Berger. Cat Stevens, recién convertido al credo musulmán, apoyó
públicamente la condena a muerte y, cuando le preguntaron si acudiría a una
protesta en la que quemaran una efigie del autor, dijo que preferiría que lo
quemaran en persona. La Academia Sueca del Premio Nobel, más académica y más
sueca que nunca, tardó 27 años en pronunciarse sobre la cuestión y hasta marzo
de 2016 no condenó la fatwa contra el escritor. En 1989, durante una tertulia
televisiva que contaba con religiosos y estudiosos del islam, un ilustre
arabista explicó que, desde su punto de vista, el libro pecaba de apostasía,
justo el pecado del que le acusaba Jomeini. En ese momento me froté los ojos,
me rasqué los oídos y comprendí que, a pesar de la televisión, los teléfonos y
los aviones, estábamos otra vez en la Edad Media.
Durante muchos años
Rushdie tuvo que retirarse del mundo y vivir custodiado por la policía
británica; aunque odiaba a Margaret Thatcher y la había criticado en numerosas
ocasiones, no tenía más remedio que confesar que le debía la vida. Lejos de su
familia, cambiando de domicilio cada dos o tres días, rodeado de
guardaespaldas, concibió y escribió uno de sus libros más hermosos, Harún y el
mar de la historias, que dedicó a su hijo Zafar y que admite, al menos, tres
lecturas: una fábula infantil, una diatriba contra la censura y un canto al
embrujo inagotable de la literatura. Un librero amigo, coleccionista de libros
firmados, vio una tarde a mediados de los noventa cómo dos escoltas entraban a
inspeccionar el local madrileño donde trabajaba antes de permitir la entrada a
Rushdie; así pudo conseguir un ejemplar autografiado de El último suspiro del
moro. Con el tiempo, fue apareciendo en actos, conferencias y lecturas, hasta
que decidió volver a hacer vida normal: un error que le ha costado siete u ocho
puñaladas casi mortales.
Un cuchillo que
alcanza a la víctima tres décadas después de lanzado resulta algo tan grotesco
y fantástico como una sentencia de muerte global a finales del pasado siglo,
una sentencia religiosa en que la promesa del paraíso se refuerza con una
recompensa de millones de dólares. A mediados de los ochenta, unos años antes
de que su nombre saltara a la primera plana, leí fascinado Hijos de la
medianoche, la extraordinaria novela que narra la historia reciente de la India
a través de la odisea de mil y un niños nacidos en la última hora antes de la
independencia, y comprendí por qué algunos críticos comparaban a Rushdie con
Grass y con García Márquez: un narrador torrencial que había trasplantado el
realismo mágico al subcontinente indio y lo había aderezado con curry. Entre
los muchos pasajes inolvidables que se me grabaron a fuego en la cabeza estaba
el momento, casi al comienzo del libro, en que el abuelo del protagonista se
inclina para rezar y una montaña helada le pega un puñetazo: "Tres gotas
de sangre cayeron de la ventanilla izquierda de su nariz haciendo plaf, se endurecieron
instantáneamente en el aire quebradizo y quedaron ante sus ojos sobre la
esterilla de rezar, transformadas en rubíes (...) En aquel momento, mientras se
sacudía desdeñosamente diamantes de las pestañas, resolvió no volver a besar la
tierra ante ningún dios ni ningún hombre".
La polémica
desatada por Los versos satánicos lleva al límite la controversia sobre la
libertad de expresión y el inexistente derecho a ofenderse. Sin necesidad de
redes sociales, a Rushdie lo lincharon virtualmente muchedumbres de fanáticos
antes de que un clérigo irascible pusiera precio a su cabeza. Miles, quizá
millones de injuriados que ni siquiera habían leído el libro, porque, como bien
dijo el propio Rushdie, hace falta mucho esfuerzo para leer 600 páginas y luego
ofenderse. Nunca pensó que la religión fuese uno de los temas principales de su
obra, pero ni siquiera un gran escritor llega a comprender el poder terrible de
la palabra escrita.
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