¡CRISTO NECESITA UNA ESPADA!
SERGI SOL
El obispo de Barcelona,
doctor don Manuel Irurita, con la Junta de Damas de San Vicente de Paúl, en su
visita a las Escuelas de Nuestra Señora de Montserrat, en Barcelona. -Mundo
Gráfico
Mayo de 1936. Irurita, el Obispo de Barcelona, respondía de esta guisa a la pregunta de un periodista católico cuando éste quiso sugerir la necesidad de conciliar para evitar una Guerra Civil: ¡Cristo necesita una espada!
Hubo una Iglesia, con mucho poder, que fue más franquista que Franco y que promovió y defendió abiertamente -sin sutileza alguna- un golpe militar para acabar con la República y reinstaurar la Monarquía.
Eran furibundos integristas los obispos de sedes tan importantes como Toledo o Barcelona. Y si hubo otras figuras tan destacadas e influyentes como el Cardenal Vidal i Barraquer (Tarraconensis) que defendieron a ultranza la legitimidad de la República fue -en buena medida- por el anticatalanismo visceral del dictador Primo de Rivera. La visceral actitud del que fuera capitán general de Catalunya les sacudió la conciencia.
Irurita (Barcelona)
o Gomà (Toledo), entre muchos otros, no predicaban precisamente la paz y la
concordia y sus invectivas estaban a años luz de las enseñanzas de los
Evangelios.
Los cristianos de
corazón fueron todos esos católicos, clérigos o no, que sufrieron tanto el
látigo rabioso en la retaguardia republicana como la espada de la misma Iglesia
que primero ensalzó la cruzada nacional y luego se postró ante Franco.
Uno de los casos
más terribles e indignos fue la ejecución sumaria del católico republicano
Manuel Carrasco i Formiguera. Este tuvo que huir de Catalunya auxiliado por el
mismo president de la Generalitat, Lluís Companys, pues estaba amenazado de
muerte por los extremistas que imponían su sed de odio y venganza contra los
católicos ante cualquier otra consideración.
El Govern de
Companys lo protegió y finalmente lo evacuó al País Vasco republicano. El azar
quiso que fuera capturado por el Ejército de Franco junto a toda su familia
cuando, a bordo de un buque, cruzaban la frontera entre el País Vasco francés y
el español.
Carrasco i
Formiguera era un ferviente católico, al punto que sus últimas palabras fueron
"Jesús, Jesús" mientras sostenía un crucifijo frente al pelotón de
ejecución, en Burgos. Incluso el mismo Vaticano, pese a sus flirteos con el
fascismo, pidió clemencia. Ni por estas el Caudillo Franco tuvo misericordia.
Él mismo, enfurecido por las protestas internacionales tras un bombardeo
criminal sobre la población de Barcelona, firmó la ejecución de la pena de
muerte, como venganza. Si la compasión es una virtud cristiana, Franco y los
clérigos franquistas carecían de ella.
Para muestra
indecente, la del dominico Antonio Carrión, quien justificó sin tapujos la
ejecución de Carrasco i Formiguera con este improperio: ‘Murió como buen
católico, mas gritando ¡Viva Cataluña libre!, con lo que vino a confirmar que
la sentencia estaba bien fundada en derecho’.
No es una
excepción. Ese era el ambiente que se apoderó de buena parte de la Iglesia y
que tomó cuerpo con la deseada Guerra Civil, Cruzada Nacional para los curas
afectos a la rebelión.
"No hay más
derecho que la fuerza" proclama el movimiento Cruces de Sangre, fechado en
Barcelona, en abril de 1936, para luego apostillar toda una diáfana declaración
de principios: "España ha de ser vindicada. Y lo será; caiga quien caiga y
sea como sea. Son a millares los voluntarios para acometer las empresas más
difíciles. Son hombres: sin mayúsculas, pero con testículos (...).
Toda expresión de
fuerza ha de ser deificada. Por esto en adelante ha de decirse: la santa
dinamita, la santa pistola, la santa rebeldía (...)".
Todo lo acontecido
en esa borrachera de sangre del verano de 1936, cuando fueron cobarde y
salvajemente asesinados miles de curas, no tiene justificación alguna. Pero sí
una explicación. Y es que los sectores más integristas de la Iglesia se ganaron
a pulso el odio que generaron con premeditación y alevosía.
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