CONTRA EL CAPITALISMO DEL DESASTRE
Sería
catastrofista pensar que no hay nada que hacer ante los datos, que los seres
humanos somos un virus, que la historia está marcada por el determinismo
energético o climático, que el devenir material y político sigue una
trayectoria inexorable
YAYO HERRERO
Voluntarios trasplantan especies durante un
evento festivo en EEUU en 2017.
Llevamos varios meses leyendo y escuchando en medios de todas las tendencias que a partir del otoño se desencadenará una profunda crisis humanitaria. Se anuncia que, como siempre, afectará más a los países y sectores de población empobrecidos y que partes crecientes de población, que no están o no se perciben en riesgo, engrosarán los porcentajes de empobrecimiento.
Las noticias detallan la confluencia de una serie de factores que provocan una tormenta perfecta. Los efectos de la crisis del coronavirus, la crisis energética y la falta de fertilizantes químicos provocada por la agresión de Rusia a Ucrania, o la disminución de los rendimientos de las cosechas a causa del cambio climático son algunos de los que se están destacando en mayor medida.
A la vez, la
sucesión de olas de calor, los incendios inapagables, la amenaza de déficit
hídrico, que tarden dos semanas en darte cita con el pediatra o la subida
generalizada de los precios de alimentos y materias primas, van sumando y
provocan una percepción generalizada de inquietud, tristeza y enfado ante el
desmoronamiento de algunas certezas anteriores, de eso que llamábamos
normalidad.
Todo esto ya
existía, pero ahora muchos medios de comunicación exponen un presente y futuro
distópico. Es una novedad. Hasta ahora, las crisis materiales interconectadas
estaban camufladas y el futuro, tecnológico y moderno, aparecía como un
horizonte esperanzador y deseable. Ahora, dependiendo del color político del
medio, o se buscan chivos expiatorios que canalicen la rabia y el miedo, o se
ofrece un repertorio de soluciones personalizadas que se resumen en apriétese
individualmente el cinturón, búsquese la vida o pase de todo y disfrute,
mientras avanza la dinámica de acumulación, acaparamiento, explotación y
erosión de los derechos. Es el capitalismo del desastre.
Estamos ante el
avance de una crisis humanitaria conocida, prevista desde hace tiempo, pero ante
la que no hay capacidad de respuesta
Lo que a mí más me
preocupa es lo que sucede en los ámbitos progresistas, en las izquierdas y en
muchos movimientos sociales. Estamos ante el avance de una crisis humanitaria
conocida, prevista desde hace tiempo, que genera comentarios tipo “la que se va
a liar” o “se está preparando una buena”, pero ante la que no hay capacidad de
respuesta. Me preocupa la sensación de impotencia –e incluso pereza– política a
todos los niveles. El exponente más triste de la pérdida del sentido histórico
y político es lo que sucede en los lugares –demasiados, por desgracia– en los
que las izquierdas asumen la inexorable llegada de un gobierno de derecha y
ultraderecha, y dedican el grueso del tiempo no a tratar de evitarlo, sino a destrozarse
entre sí.
Creo que los
movimientos sociales y las izquierdas institucionales se tienen que
responsabilizar y actuar coherentemente con los diagnósticos que se hacen. La
cuestión es ver si se puede intentar estar a la altura del momento histórico que
nos ha tocado vivir.
Me da rabia que
algunas de nuestras mentes más brillantes, con mejor o peor estilo, dediquen
tanto tiempo y parte de su indudable talento a acusarse mutuamente de
maximalistas e intolerantes, de reformistas o flojos, o a pontificar desde la
estratosfera de las redes sociales, qué es lo que el pueblo puede ser o no
capaz de entender. Detesto los estériles debates entre los catalogados como
colapsistas y los calificados como newgreendealistas. Me cargan las alharacas,
un tanto machunas, y excesos en los hilos de Twitter y artículos, las
acusaciones mutuas de superioridad intelectual o de ignorancia.
Todos los
contendientes reconocen y comparten que esta organización social se desmorona y
que este desmoronamiento no es un botón que se aprieta y todo salta por los
aires, sino una degradación paulatina material, política y social que erosiona
desigualmente las condiciones de vida de la gente y favorece el crecimiento de
la desigualdad y la emergencia de la xenofobia, la misoginia y la violencia.
Comparten, también,
la necesidad de transformaciones rápidas que conduzcan a la disminución del
extractivismo y de las emisiones, a la adaptación a la “nueva normalidad” del
cambio climático y del declive de energía y materiales, de forma que se puedan
garantizar la cobertura de las necesidades de las personas, a la vez que se
hace hueco al resto del mundo vivo y se favorecen la restauración y
regeneración del funcionamiento de los ecosistemas. Ya es mucho compartir, me
parece a mí. Las mayores diferencias se establecen en torno a los ritmos y las
estrategias sociales, políticas y/o electorales para lograrlo. Pues bien, no
hace falta ponerse de acuerdo en todo. Pueden y deben intentarse
transformaciones en todos los ámbitos. Que cada cual empuje donde crea que es
más útil.
Es verdad que los
cambios institucionales siempre parecen pocos, pero esos pocos tienen una
importante repercusión sobre las vidas de la gente
En mi opinión, es
una obligación conseguir que instituciones renovadas, como poco, dejen de
obstaculizar, y deseablemente abran paso a otras políticas y a otros discursos
sociales. Es verdad que los cambios institucionales siempre parecen pocos, pero
esos pocos tienen una importante repercusión sobre las vidas de la gente.
Mantener una sanidad y educación públicas, apostar por un cuidado digno de la
vida de las personas mayores, garantizar derechos y suministros básicos para
todas, proteger el territorio…
En definitiva,
blindar un suelo mínimo de necesidades para todos y todas en el corto y medio
plazo necesita de la política pública, y obviamente, no da igual quien
gobierne. Cualquiera que estudie, por ejemplo, la política pública en
Barcelona, encontrará evidentes y enormes diferencias con la de Madrid. No será
todo a lo que aspiramos pero no saber encontrar y reconocer la diferencia es un
ejercicio irracional y peligroso.
Por otra parte, es
más que obvio que alcanzar las instituciones no garantiza tener poder. Y si no
tienes detrás a los grandes medios, a grandes fortunas o al poder financiero y
económico; si te vas a encontrar con la acción de entramados y cloacas que
mienten, confabulan y conspiran, la única forma de llegar y permanecer sin
claudicar es contar con un apoyo social organizado y sólido, que esté dispuesto
a exigir –y a exigirte– debates, acuerdos y rendición de cuentas.
Los movimientos
sociales, por su parte, también tienen la obligación de organizar la
resistencia, presionar, desobedecer, abrir camino, disputar la hegemonía
cultural, poner en marcha alternativas, construir laboratorios de experiencias
y tejer núcleos comunitarios.
Es absurdo y poco
fino tildar los movimientos sociales de inútiles o maximalistas. El movimiento
ecologista que yo conozco ha sido capaz de aplicar en todo momento un tremendo
pragmatismo utópico. Se han elaborado estudios e investigaciones cruciales.
Hemos peleado los avances en las leyes, artículo por artículo; hemos alegado
con rigor contra cientos de proyectos, chapuzas y desastres y se han llegado a
acuerdos con gobiernos de todos los colores sin perder de vista ni dejar de
intentar construir una alternativa que cambiase de raíz las bases de las
relaciones con la naturaleza y entre las personas.
No dudo que quienes
hablan de un movimiento ecologista inflexible y dogmático se hayan encontrado
con personas así pero, a veces, se hacen afirmaciones de trazo grueso poco
dignas de la finura y capacidad de quienes las hacen. No es, desde luego, mi
experiencia y me encantaría que la capacidad de debatir, escuchar, cambiar el
propio punto de vista, generar liderazgos compartidos, intentar resolver
creativamente los conflictos internos, y respetar y apreciar a los y las
compañeras que yo he vivido se extendiese a otros movimientos o a los partidos.
Creo, como dice
Bruno Latour, que la racionalidad ecologista, que reconoce las dependencias
materiales humanas y los límites, es la más necesaria en el momento actual. Soy
poco dada a los optimismos naíf preelectorales y cada vez me carga más el
adjetivo ilusionante como pin que se autoprende en el pecho quien quiere
ilusionar. La ilusión, el compromiso y la fuerza no los genera desde luego un
informe con datos, pero tampoco una lista electoral que no esté fuertemente
conectada con un movimiento de base. En este momento de incertidumbre y bajona
generalizada, creo que conviene nombrar a las cosas por su nombre, no eludir
los grandes conflictos, que mucha gente intuye.
Nombrar y
diseccionar los problemas no es catastrofista. Lo catastrófico es extraviar la
pulsión y el deseo intenso de estar vivos, de permanecer con vida
Nombrar y
diseccionar los problemas no es catastrofista. Hay una tendencia a confundir
los datos con la catástrofe. La catástrofe no son los datos por malos que sean.
Lo catastrófico es extraviar la pulsión y el deseo intenso de estar vivos, de
permanecer con vida. Y lo terrible en el plano político es no extender esa
pulsión a la vida de todos y todas.
Sería catastrofista
pensar que no hay nada que hacer ante los datos, que los seres humanos somos un
virus, que la historia está escrita y marcada por el determinismo energético,
climático o de cualquier otro tipo, que el devenir material y político sigue
una trayectoria inexorable o inevitable. La historia no está escrita y
podríamos hacer que pasen muchas cosas que eviten o mitiguen las proyecciones
más negativas.
La economía
doméstica, las pensiones, o que se pague un seguro de entierro, muestran que
las personas son capaces de prever y renunciar a algunos bienes en el corto
plazo para hacer menos incierto el futuro. Es catastrofista pensar que los
seres humanos estamos incapacitados para desarrollar una racionalidad de la
precaución y la cautela.
Pero, en mi
opinión, también es tremendamente catastrofista declarar de forma taxativa que
lo que sería necesario hacer para afrontar el desmoronamiento de los sistemas
socioeconómicos fosilistas en tiempos de cambio climático es inviable
políticamente. Es otro tipo de determinismo, que viene marcado por la falta de
confianza en lo que las personas pueden comprender y construir en común.
Si lo necesario en
tiempos de potenciales catástrofes es percibido como políticamente inviable,
entonces ¿para qué la política? Esa afirmación, la de que lo que necesitamos
sea inviable, sí que me asusta y me desanima. Si lo necesario no es viable
¿cómo se van a sostener las vidas? ¿Qué vidas son las que se van a priorizar?
¿Cuáles son las que se van a abandonar? ¿A quién –como se preguntaba Javier
Padilla en su libro– vamos a dejar morir? La ultraderecha lo tiene claro, y por
ello en su discurso quiebra la razón humanitaria. En su lógica, como no caben
todos, hay personas a las que hay que abandonar. Para hacerlo con comodidad les
retira su condición de humanidad y las declara amenaza.
Quienes creemos,
como dice Judit Butler, que toda vida perdida merece ser llorada, que todas las
vidas valen, no podemos renunciar a lo necesario
Quienes creemos,
como dice Judit Butler, que toda vida perdida merece ser llorada, que todas las
vidas valen, no podemos renunciar a lo necesario. Es por eso que creo que la
idea de lo posible no puede ser un horizonte político. Es un peligro que el
alivio y descanso que produce centrarse en eso indeterminado y ambiguo que
llamamos lo posible, haga tragable no llegar a lo necesario. Otra cosa es que
haya que construir las condiciones de viabilidad, pero si divorciamos el
propósito de la política de la persecución de lo necesario, entonces, creo que
la política corre el riesgo de desorientarse.
El decrecimiento de
la esfera material de la economía es un dato. El declive de energía y materiales,
o la disminución de cosechas en las que incide el cambio climático o los
problemas de agua son un hecho. Ni el modelo alimentario actual, ni el de
transporte, ni el energético, ni el de consumo se sostendrán en un contexto de
contracción material. Sufrir contracción material en el orden económico y
político actual, sin transformar las relaciones que se dan en él es situar la
política en la balsa de la Medusa, en donde las únicas opciones son matar o
morir.
Quienes no queremos
matar o morir debemos esforzarnos porque el marco de relaciones y el tablero
político sea otro. A mí solo se me ocurre uno basado en el principio de
suficiencia –como derecho y como obligación–, el del reparto de los bienes y
los deberes, y el de la sostenibilidad de la vida, de todas las vidas, como
principio organizador de la política.
Es obvio, que hay
que empezar forzando el umbral de lo posible, de modo que lo acerquemos cada
vez más al de lo necesario. Podemos aprender de otros. La apuesta, por ejemplo,
de Gustavo Petro y Francia Márquez por un vivir sabroso, consciente de los
problemas territoriales, de la violencia brutal, del extractivismo, del cambio
climático, es un esfuerzo por cambiar el escenario, por salir de la balsa de la
Medusa y construir otras en las que quepamos todas.
O la de Chile.
Llegué a Chile con mi compañero el 26 de octubre de 2019. Días antes de ir,
quienes organizaban las charlas que yo iba a dar me advertían que era posible
que no hubiese mucha receptividad ni asistencia. “Aquí no se mueve nada”,
decían. La doctrina del shock aplicada en Chile se había convertido en el
paradigma del éxito neoliberal en América Latina. Me contaban que tantos años
de individualismo fomentado, de inexistencia de lo común y lo público y de
educación neoliberal, habían hecho que no hubiese ningún tipo de posibilidad de
mover nada. Solo había algunos movimientos de protesta sectorial: los
pensionistas, el movimiento contra los peajes en las carreteras, la juventud,
las afectadas por problemas de salud mental, la defensa de las fuentes de agua,
los feminismos…
El 19 de octubre se
había producido el estallido social que nadie había previsto. Los editoriales
de los periódicos se preguntaban cómo era posible que no lo hubiesen visto
venir. Los sectores progresistas en el gobierno tenían miedo de que en una
sociedad desvertebrada, el desorden desembocase en una suerte de estado fallido
manejado por mafias y cárteles de diferente tipo. Pero no fue eso lo que
sucedió. La gente se articuló en asambleas y cabildos barriales o municipales y
empezó a hablar.
Mirando el cuaderno
que escribí durante aquel viaje, encuentro lo que me dijo una mujer de Buin,
cerca de Santiago de Chile, cuando hablaba de la represión del estallido: “Se
está haciendo una deconstrucción a palos de lo que nos enseñaron que era la
calidad de vida”. Se produjo un movimiento inesperado de encuentro,
cooperación, lucha y reconstrucción. Emergió la convicción de que hacerse cargo
unos de otros era imprescindible y de que es imposible garantizar vejez ni
juventud digna si no se construye colectivamente.
Lo que los sectores
progresistas en el Gobierno consideraban posible en Chile estaba tan separado
de lo que era necesario, que la gente se arremangó para construir un nuevo
marco que hiciera que vivir con dignidad fuese una posibilidad.
Esa explosión
comunitaria no surgió de la nada, sino que se condensó alrededor de pequeños
coágulos de encuentro y organización previos
Esa explosión
comunitaria no surgió de la nada, sino que se condensó alrededor de pequeños
coágulos de encuentro y organización previos. La lucha por las pensiones
dignas, la rebelión contra los peajes de pago, la resistencia en las zonas de
sacrificio, las violencias machistas, el colonialismo… De no haber existido
esos pequeños tumores dentro de la normalidad, hubiese sido difícil articular
un movimiento que en dos meses se atrevía a proyectar un nuevo horizonte de
deseo.
En septiembre se
someterá a votación la nueva constitución, la primera que piensa en cómo se
puede organizar la vida en común en un contexto de translimitación y cambio
climático. Espero que se apruebe, pero en cualquier caso el camino político
está iniciado, y ha quedado demostrado que las personas en poco tiempo son
capaces de comprender, articularse y cambiar el marco político en el que desean
vivir.
Ojalá cuando
lleguen los momentos convulsos a nuestras sociedades –que llegarán– tengamos
tantos núcleos de comunidad y apoyo mutuo que permitan que sea más fácil que
surjan movimientos de cooperación y reconstrucción que dinámicas de todos
contra todos.
Hace mucho que
decidí no perder ni un rato en pelearme con aquellos de los que no me separa
gran cosa. Me interesan los debates teóricos solo si tienden lazos y se dejan
permear por lo que sucede en los territorios y en los cuerpos concretos y me
parecen absurdos y contraproducentes si su resultado es el de establecer
categorías estancas que solo aportan diferenciación o atrincheramiento. La
permanencia constante en la abstracción es el privilegio de quienes no tienen
la obligación de ocuparse de lo concreto.
Con todo respeto,
me atrevo a sugerir autocontención, humildad y silencio en los momentos en los
que solo podemos expresar rabia o desprecio por la postura del otro, aunque se
revista de la consabida pátina de racionalidad o creamos saber cómo hay que
hacer las cosas. Recomendaría que de vez en cuando leamos del tirón nuestros
propios tuits de los últimos meses y revisemos si hay coherencia entre las
prioridades que definimos y a quién le damos cera.
No olvidemos que,
por el momento, a ninguno nos están saliendo muy bien las cosas y que las
lecciones que damos desde todas las partes no están avaladas por una práctica
exitosa o ganadora en términos de máximos. No caigamos en el error de pensar
que hemos ganado cuando perdemos menos que otros.
Hay tanto, tanto,
por hacer que seguro que al menos parte del camino lo podemos caminar con otros
diferentes y, si no es así, no pasa nada porque esos caminos sean paralelos. No
hay que estar de acuerdo en todo. Por mi parte, nunca sola, decidí hace tiempo
dedicarme a tiempo completo a esa reconstrucción, en los movimientos en los que
participo, en la relación con las personas que quiero, en la cooperativa en la
que trabajo. Tengo la suerte de tener una fuente de sentido vital inagotable. Me
siento fuerte y tengo alegría. La cuido, porque creo que no nos podemos
permitir perderla.
Uno de esos espacios desde los que intentar crear un marco en el que no haya que escoger entre matar o morir, desde el que hacer que lo posible y lo necesario se acerquen, es el de la Revista Contexto. Y agradezco poder estar aquí.
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