PERIODISMO DESAFINADO O PREGRABADO
AGUSTÍN GAJATE BARAHONA
En los años 70 y 80, los cantantes subían a un escenario a interpretar composiciones propias o ajenas con su mejor voz. Intentaban que aquel sonido que emanaba de su garganta y se modulaba en su boca transmitiera los sentimientos y emociones de la música y las letras al público durante el concierto. Cuando la canción tenía mucho ritmo o energía, si se trataba de un grupo, sus integrantes ejecutaban algún tipo de coreografía o dejaban llevar sus cuerpos como poseídos por el sonido que generaban; mientras que, si se trataba de un solista, se hacía acompañar por algún cuerpo de baile que contagiara a la audiencia el deseo de moverse al ritmo de la música.
Pero todo
comienza a cambiar cuando aparece la figura del videoclip, donde los artistas,
para llamar la atención, hacen todo tipo de piruetas o interpretan diferentes
escenas, mientras aparentan cantar la música grabada. Ese cambio genera una
demanda en el público, que quiere ver a sus ídolos sobre el escenario haciendo
lo mismo que en sus videoclips, un reto que aceptan con gusto los organizadores
de espectáculos.
Durante
algún tiempo muchos artistas, sobre todo las jóvenes promesas, aceptaron el
desafío de cantar y bailar al mismo tiempo tratando de no desafinar, pero por
mucha forma física y control que puedas llegar a tener del diafragma, la respiración
y la garganta mientras se ejecutan movimientos con intensidad, todo tiene un
límite, sobre todo cuando eres el protagonista de un concierto que dura en
torno a hora y media o más, casi tanto como una maratón. Para ayudarles, se
crearon programas informáticos que hacen que la nota que entra por el micrófono
no sea la que se salga por los altavoces, lo que me parece un fraude, aunque el
público lo acepte y pague por ello, con tal de sentirse cerca de sus ídolos.
Con el paso
de las décadas podemos encontrarnos espectáculos musicales de todo tipo: desde
los más puros en los que se escucha la auténtica voz del artista y el sonido de
los instrumentos que lo acompañan, hasta los que están completamente
pregrabados y donde el o la cantante simplemente interpretan lo que suena por
los altavoces con mayor o menor acierto, pasando por los que desafinan durante
la actuación pero son corregidos por el programa informático.
Creo que el
periodismo ha vivido una evolución similar a la de los espectáculos musicales y
que, en cierta manera, se ha convertido también en un espectáculo, aunque
parece que cada vez más minoritario por la evolución de las audiencias, lo que
constituye un grave problema social, porque si deja de tener el impacto que
debería causar en la opinión pública, otras vías de comunicación directas o
indirectas, ocuparán su lugar y, de momento, las que han surgido no parece que
contribuyan a que las personas tengan mejores criterios para adoptar las
decisiones que exige la cotidiana consolidación de un sistema de gobierno
democrático. Más bien sucede todo lo contrario y que son proclives a una mayor
manipulación, como los programas informáticos que afinan en directo la voz de
los cantantes.
En los años
80, cuando comencé a ejercer la profesión periodística, la información que
entraba en la redacción se exponía a la audiencia tal cual llegaba, sin más
añadidos que la corrección gramatical o de dicción en la forma de expresarla.
En periódicos, radios y televisiones (entonces solo públicas) había incluso
maestros del lenguaje que corregían a los periodistas cuando desafinábamos,
antes de que difundiéramos la información, como un profesor de canto trata de
mejorar la interpretación de un tenor o de una soprano, pero al final la voz y
la firma eran las del periodista, que siempre quería hacerlo mejor.
No había
interferencias en la transmisión de la información, pero eso fue cambiando con
el paso del tiempo y fueron desapareciendo aquellos maestros y se pidió a los
periodistas que fueran más sintéticos, productivos y polifacéticos, y que
también dieran un poco de espectáculo, en forma de titulares, imágenes y
contenidos cada vez más atractivos para el público, aunque eso supusiera cierto
distanciamiento de la realidad cotidiana: vendía mejor la excepción que la
regla, la excentricidad que la normalidad, aunque esta última, de forma
equivocada, fue transformada en vulgaridad, quedando en el olvido la corrección
como un comportamiento aceptable y ejemplar, sobre todo a partir de la llegada
de algún canal privado de televisión, entonces minoritario, pero que con el
paso de los años comenzó a liderar los índices de audiencia.
La crisis
comenzó a hacer mella en el sector a finales de la primera década del nuevo
siglo XXI y con la excusa de la renovación generacional y de la concentración
de la propiedad se quedaron fuera muchos magníficos profesionales que seguían
sosteniendo los viejos principios y que deberían haber tomado el relevo como
maestros de los jóvenes periodistas, para evitar que desafinaran dentro de un
contexto en el que no quedaba tiempo ni para el ensayo ni para el desarrollo de
voces individuales o corales con mayor amplitud de registros.
En lugar de
progresar orgánicamente, la tecnología, los intereses político-empresariales y
el big data ocuparon su lugar, dejándolos huérfanos de un valioso intercambio
de experiencias con profesionales veteranos y críticos que, sobre todo,
aportaban valores. ¿Cuántos profesionales con más de 60 años quedan hoy en las
redacciones? Cuando yo empecé había algunos con más de 70 que no querían
jubilarse o estaban parcialmente jubilados. ¿Es eso hoy posible como regla o
sólo como excepción? ¿Igual que hay catedráticos eméritos en las universidades
no podría haber periodistas eméritos en las redacciones que impartieran simplemente
con su quehacer habitual su magisterio? ¿Quieren estos profesionales seguir
trabajando después de los 67 o prefieren prejubilarse antes de cumplir los 60
porque se sienten quemados e incomprendidos?
Hace diez
años que dejé de ser periodista profesional y tuve que reconvertirme para
sobrevivir, pero continúo siendo periodista voluntario y, sobre todo, un
observador crítico de mi profesión y del trabajo que ponemos a disposición del
público, aunque casi nunca como propietarios de los medios, sino como meros
asalariados, en general, mal retribuidos. Por eso creo que, salvo honrosas
excepciones, las múltiples limitaciones del periodismo actual hacen que
desafine con respecto a la realidad cotidiana de su audiencia potencial y lo
que aparentemente no desafina es porque es contenido pregrabado desde otras
instancias o aparece optimizado por el filtro de una tecnología inteligente
creada no para hacernos mejores ciudadanos, más cultos y conocedores de la
realidad, sino más dependientes de los intereses económicos patrocinadores de
un entretenido, en ocasiones, o patético, en otras, espectáculo llamado
comunicación, que presenta un aspecto exterior apetecible, pero que, con
algunas salvedades, carece de sustancia y fundamento.
Dicen que
las comparaciones son odiosas, pero a mí el periodismo de los 80 y 90 me sonaba
a pop, rock, tecno, funky, reggae, étnico, jazz, flamenco, copla, salsa, rumba
e, incluso, a folclore y a repertorio clásico; mientras que el que llega hoy a
mis ojos y oídos no sabría distinguir si es reguetón, rap o hip hop, en el
mejor de los casos, porque en el peor sería simplemente ruido, una experiencia
molesta y en ocasiones insoportable para personas con cierta sensibilidad
auditiva o visual. Lo triste para la profesión es que tanto la música como el
ruido actuales parecen creados todos por un mismo fabricante o, al menos,
elaborados con un mismo patrón o parecidos moldes, con los que resulta casi
imposible diferenciar una información veraz y socialmente interesante de las
medias verdades y de las noticias falsas.
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