CUADRICULADOS
Juan
Claudio Acinas
La organización del territorio no es neutral, sino que (explícita o implícitamente) está cargada de sentido, de valores, de símbolos. No podemos ignorar sus consecuencias sociales y políticas (más o menos manifiestas) junto con su impacto psicológico (por oculto que parezca) sobre quienes habitan tal espacio. Las formas que adopta la ciudad donde vivimos se refleja, por remotamente que sea, en cómo somos y cómo vivimos. La arquitectura, el urbanismo, la ordenación territorial pueden contribuir a agravar una situación de apatía en la ciudad (inhóspita, sucia, agresiva) o hacer que ésta reviva, se regenere y active (cómoda, limpia, agradable). La percepción de un entorno descuidado supone una invitación a continuar descuidándolo y, por el contrario, la presencia de árboles o espacios verdes tiene un impacto positivo sobre el ánimo y la salud.
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Desde el origen de los tiempos, toda
organización del territorio (o alguna parte de este) ha tenido o tiene algún
significado en consonancia con las creencias mítico-religiosas y con las
relaciones sociales vigentes. Así, las sociedades arcaicas se caracterizaban
por una cosmovisión circular que dependía de una existencia marcada por los
ciclos de la luna, por el curso de las estaciones, por una concepción del
tiempo no lineal. Lo que influyó en que las formas circulares se extendieran al
espacio doméstico y territorial, como el igloo esquimal; las pallozas, casas de
piedra de los castros celtas; las yurtas, tiendas de campaña utilizadas por los
pueblos nómadas; el tagoror guanche, recinto de piedras donde tomar decisiones
que afectaban a la comunidad; el shabono de los cazadores-recolectores de
América; así como las viviendas tradicionales de Kenia, Uganda, Sudáfrica, Togo…
y tantos otros sitios.
Por lo demás, las formas circulares,
tanto antes como ahora, se asocian a superficies suaves, fluidas, ondulantes,
amables, que carecen de aristas agresivas (lo contrario a todas esas otras
superficies angulares, piramidales y afiladas más parecidas a la punta de una
flecha). Asimismo, las formas circulares aportan un ámbito adecuado para la
celebración de valores como la fraternidad y la solidaridad, la igualdad y la
concordia, en suma, como la democracia. Y esto en la medida que invitan a un
diálogo horizontal, situado en un mismo plano, sin jerarquías o con pocas y
rotatorias; en que favorecen que las decisiones que se adopten no procedan desde arriba,
desde lo alto, sino que surjan desde abajo, de un “juego cara a cara” entre
personas con iguales derechos y que se respetan mutuamente.
No es extraño, entonces, que tales formas predominen
en la mayoría de los espacios donde se reúnen los consejos alrededor de un
fuego o que, antes y ahora, desde Stonehenge hasta el Parlamento Europeo, representen
el estilo característico en la configuración material de las asambleas o los
parlamentos, donde se debe deliberar y decidir.
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Sin embargo, con los orígenes de la Modernidad emergen unas condiciones que producen un desplazamiento en la concepción del mundo, que, obviamente, va a tener su influencia en la ciudad. Esta pierde su cohesión antigua para convertirse en un espacio normalizado de muchedumbres atomizadas, productivas, solitarias. De modo que el orden sinuoso y orgánico de la ciudad “vieja” se desplaza o sustituye por otro cada vez más mecánico, previsible, homogéneo. Es decir, el trazado de las ciudades se somete a un plan geométrico ortogonal (en ángulo recto) que organiza el territorio en forma de parrilla o damero, con su correspondiente uniformidad de las dimensiones: volúmenes cúbicos, calles rectilíneas, entramado cuadricular. Una simplificación que se encontrará tanto en las metrópolis de los imperios como en el trazado urbano de sus colonias. Por lo que todo tiene que ser altamente funcional de acuerdo con el orden “correcto” de las cosas (donde cada cosa tiene su sitio y hay un sitio para cada cosa). Y los ejemplos más evidentes los encontramos en la despersonalización de los regímenes totalitarios (como en la estación vacacional nazi de Prora), aunque, por supuesto, no solo en ellos (baste considerar la sede principal de CajaCanarias/CaixaBank).
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En relación con todo esto, tanto el escritor Thomas Bernhard
como el arquitecto Jean Nouvel han sido bastante claros. El primero al señalar:
“Nada perturbador absolutamente nada perturbador. Todo en ángulo recto. Quien
no tiene disciplina en las cosas pequeñas tampoco las tiene en las grandes”. El
segundo al declarar que, bajo el capitalismo salvaje: “Las ciudades se vuelven clones, acaban
pareciéndose en la medida en que su urbanismo y su construcción responden a la
misma lógica: máximo beneficio en el mínimo plazo. Porque la arquitectura puede
desafiar el peso de la materia, pero no la ingravidez del capital”.
Y desde
esa lógica poco importa atentar contra la estética más elemental. Por lo que
solemos encontrarnos con: a) enormes extensiones de hormigón, aluminio y
cemento; b) edificaciones anodinas, grises y plomizas, repetitivas y
simplistas; c) habitáculos basura con una eficiencia energética muy baja; d) barriadas
carentes de sentido comunitario, sin ningún interés por integrarlas en un
tejido ciudadano unido frente a la pobreza, la suciedad, la marginalidad o por
generar bienestar social; e) paisajes reducidos a moles cuadradas entre una
maraña de antenas repetidoras y vallas publicitarias.
Tras lo cual, solo queda matizar que, al
enfrentar lo circular con lo ortogonal, estamos hablando de tipos ideales, de
generalizaciones. Sin pretender que esas formas no sean susceptibles de
combinación o resignificado, sin entender que cada una de ellas vaya asociada automáticamente
a algún valor ético, estético o político absoluto de cualquier signo.
Referencias
Thomas Bernhard, Conversaciones,
1981.
José Manuel Naredo, “La Ordenación del Territorio: sus presupuestos y perspectivas
en
la actual crisis de civilización”,
1982.
Jean Nouvel, La Vanguardia,
15.12.11.
Deyan Sudjic, La arquitectura del
poder, 2007.
Juan Claudio Acinas
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