SÁNCHEZ SE METE EN UN JARDÍN
JUAN CARLOS ESCUDIER
El Gobierno se ha
especializado en hacer panes como hostias, al punto de que la Moncloa ya pasa
por ser una afamada tahona de este tipo de delicatessen. La última en salir del
horno ha sido un semiclandestino acuerdo con Bildu para la derogación íntegra
de la reforma laboral -asunto ya se incluía en el acuerdo de coalición- a
cambio de que sus cinco abstenciones garantizaran, por si venía mal dadas, la
prórroga del estado de alarma. Se trata de una de estas absurdas jugadas
maestras muy propias del vendedor de crecepelo de Pedro Sánchez o del propio
presidente, que ha descubierto eso de la geometría variable y de tanto
experimentar con el quimicefa de los pactos va a acabar en una de estas sin pestañas
e intoxicado por el humo.
El petardazo
corrige a los que pensaban que se gobierna sin plan B, aunque el resultado de
la estratagema y de tanto tacticismo de salón haya sido de auténtica traca, uno
de esos jardines en los que, una vez dentro, no hay manera de encontrar la
salida sin rebozarte el cuerpo en ortigas. El vodevil ha sido antológico: los
portavoces parlamentarios del PSOE, Bildu y Unidas Podemos rubrican el acuerdo
tras la votación en el Congreso donde la abstención de los abertzales se demuestra
innecesaria; buena parte del Ejecutivo se entera por la presa; la
vicepresidenta económica, la muy ortodoxa Nadia Calviño, pone pie en pared,
posiblemente amenaza con dimitir y obliga a una rectificación; el PSOE emite un
comunicado en el que matiza que "derogación integral" quiere decir la
puntita nada más; el vicepresidente Iglesias entra en modo hidra y responde que
de puntita nada sino todo ella porque lo firmado obliga; el meapilismo
socialista de los barones entra en pánico por el pacto con Bildu que, por su
parte, se resiste a pensar que todo fue un sueño firmado en papel mojado; el
PNV se siente traicionado por el tanto que se apunta su competidor electoral;
Ciudadanos, el amante bandido, deja de sentir las piernas en plena huida a la
carrera del trifachito; la CEOE da un portazo; los sindicatos se petrifican
como buenos convidados de piedra; y la derecha se regocija ante el carajal
creado. Lo dicho, una jugada maestra que pone en la picota las alianzas
presentes y las futuras y la propia cohesión interna del Ejecutivo.
Dicho lo anterior,
conviene realizar algunas precisiones a la vicepresidenta Calviño, que ayer
calificaba de "absurdo y contraproducente" abrir ahora el melón de la
reforma laboral, cuya derogación generaría, según dijo, una gran inseguridad
jurídica enfrentados como estamos a la mayor recesión de la historia. O lo que es lo mismo: mejor no molestar a los
señores empresarios por si les da por despedir como locos antes de la cuenta,
ya que lo que se necesita ahora es flexibilidad laboral y salarial y que Europa
compruebe antes de soltar la guita que el socialcomunismo que se atribuye al
Gobierno no es tan fiero como lo pintan.
A Calviño, que como
ministra de Economía por aquel entonces debió comulgar con los acuerdos de
coalición entre el PSOE y Unidas Podemos, habría que preguntarle qué parte de
"derogaremos la reforma laboral" y "recuperaremos los derechos
laborales arrebatados por la reforma laboral de 2012" (apartado 1.3 del documento) no ha entendido,
o si la expresión "derogaremos la reforma laboral" no hay que tomarla
al pie de la letra sino solo por los pelos.
Es importante la
respuesta, no ya para confirmar que no padecemos un déficit en lo que a
comprensión lectora se refiere, sino para interpretar correctamente el alcance
y significado de la reforma laboral de Rajoy. ¿Era un atentado a los derechos
de los trabajadores y el producto de una ideología reaccionaria o, por el
contrario, representaba la mejor solución para afrontar la anterior crisis y
sigue siendo en estos momentos un instrumento imprescindible? ¿Hay que
maldecirla con todas las fuerzas posibles o los trabajadores han de estar
eternamente agradecidos porque se recortaran sus indemnizaciones, se instaurara
de facto el despido libre, se diera carta libre a las empresas para modificar
unilateralmente las condiciones de los contratos, especialmente las salariales,
y se mandara a hacer gárgaras la negociación colectiva? ¿Hay que aceptar que
los derechos sociales dependen de la coyuntura y pueden suprimirse en tiempos
de vacas flacas? ¿Tendríamos que dejar de ser unos desagradecidos y erigir una
estatua al marmóreo expresidente?
Todas esas
cuestiones han de ser aclaradas, y alguna más, singularmente esta frase
lapidaria de la vicepresidenta: "Los contribuyentes nos pagan para
solucionar los problemas, no para crearlos". ¿Significa esto que la
reforma laboral no era un problema para los trabajadores o que los asalariados
ni siquiera merecen ser considerados como contribuyentes? Este el jardín en el
que se ha metido Pedro Sánchez. De exhuberancia tropical para más señas.
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