jueves, 21 de mayo de 2020

UN CASANOVA CANARIO EN TIEMPOS DE INQUISICIÓN


UN CASANOVA CANARIO EN 
TIEMPOS DE INQUISICIÓN
ANA SHARIFE
De todos los ilustrados del siglo XVIII canario, de todos sus personajes curiosos, el más transgresor y divertido fue el vizconde del Buen Paso y marqués de la Villa de San Andrés. Aristócrata y librepensador, mujeriego y truhan, preso y hombre libre, sus ideas avanzadas le valieron ser juzgado cuatro veces, y encarcelado tres, por la Inquisición. La primera en 1700 por “proposiciones heréticas, escandalosas y temerarias”, con motivo de unas letanías que cantó a la sobrina de un inquisidor; la segunda en 1717, por su crítica a la bula Unigenitus promulgada por el papa Clemente XI condenando el jansenismo; y la tercera en 1759 por su biografía epistolar.



Cristóbal del Hoyo Solórzano y Sotomayor (La Palma, 1677 – Tenerife, 1762) se burla de los poderes políticos y religiosos, de los padres de la Iglesia y de sus sermones. Decía que predicaban disparates y que San Agustín había sido “un adulador”. En su biografía epistolar encontramos a uno de los personajes más eruditos e irreverentes de la historia de Canarias, y a uno de los menos conocidos y más enigmáticos de España. Un libertino volteriano que se anticipó al Romanticismo, recibió la influencia tanto de la Ilustración como del Barroco, y cuya inteligencia y amplios conocimientos lo convirtieron en un observador sagaz de la sociedad y la naturaleza humana.

En su cuarta condena, el Santo Oficio le prohíbe leer, escribir y publicar bajo los cargos de haber pronunciado palabras herejes e impías sobre la Iglesia

El vizconde desdeñaba la doble moral insular, huía de las instituciones, de la sociedad y de la estadística. Fue precisamente en sus memorias, prohibidas por la Inquisición y editadas de forma clandestina entre 1740 y 1746, donde traza un retrato íntimo de las costumbres de su época, desmonta el mundo opresivo y asfixiante de la “sociedad temerosa” en la que vive, cuando no describe con ternura a aquellos que, “presos de la idolatría y superstición”, viven vidas moribundas.

Sus contemporáneos lo describen como un hombre generoso y discreto, de elegante y lujosa vestimenta, de vasta ilustración y proverbial memoria, que llevaba el escándalo consigo. Luchaba contra cualquier forma de opresión, señalaba los errores del vulgo y la ignorancia en la que se mantenían los cristianos, y proponía a cambio la libertad de pensamiento, análisis y conciencia. En su cuarta condena, el Santo Oficio le prohíbe leer, escribir y publicar bajo los cargos de haber pronunciado palabras herejes e impías sobre la Iglesia.

La sobrina del Inquisidor

Es posible que la ausencia de su padre, un capitán de caballería comprometido en el gobierno de las colonias americanas, le hicieran llevar una desordenada y ajetreada vida francamente irresumible. De su esmerada educación se encarga un fraile. Pronto sus inquietudes le llevan a frecuentar a los capitanes que llegaban a la isla de La Palma llenos de libros de difícil acceso. Lee a Feijoo, la figura más destacada de la primera Ilustración española, lee a Lutero y a Calvino en inglés y francés.

Sus problemas empiezan cuando a oídos del Santo Oficio llegan noticias sobre sus libros prohibidos y continuos affaires, y en 1700 sufre su primer proceso inquisitorial. Tres años más tarde ingresa en el ejército como capitán de caballos. “Aceptó la carrera de las armas, en cuyo ejercicio llegó a teniente coronel de caballería”, señala Enrique Roméu en una biografía escrita por su coetáneo Fernando de la Guerra, “y en 1706 asiste con su regimiento a la defensa de la isla” en el contexto de la Guerra de Sucesión española, cuando, al mando de 13 navíos, el contraalmirante de la armada inglesa John Jennings conminó a las autoridades a sumarse al bando austracista.



En 1707 solicita un permiso para reunirse con su padre que, ya viudo, vivía en Francia y se negaba a regresar a las islas. Descubre la ciudad de las luces, las ideas de la preilustración de Montesquieu, Locke, Berkeley y Bayle, un hecho capital en su biografía que le sirve para agudizar aún más su descreimiento y sentido crítico. También conoce el París del sexo y dispendio.

Tres años después regresa a Tenerife y se establece en el Puerto de la Orotava, lugar de su regimiento, donde hace amistad con John Crosse, cónsul de Inglaterra. Juntos inician un viaje a Londres por motivos comerciales relacionados con los vinos canarios que corrían por los espacios donde se refugiaban los más pudientes en el Reino Unido. Tras recorrer Europa, regresa en 1716 a Tenerife, isla arraigada en la religión, donde es rechazado por su mala reputación, y se establece en Icod de los Vinos y se construye una casa en su hacienda de Alzola.

Todas las historias políticas y literarias de Canarias se hacen eco de la vida del vizconde del Buen Paso y de sus escandalosos amores con su sobrina Leonor Josefa del Hoyo, a la que seduce y es correspondido. Sufre el segundo proceso inquisitorial, en 1717, y entra en prisión en el castillo de San Felipe. Al salir de su cautiverio, Leonor interpone una querella exigiéndole el matrimonio para lavar su honra.

Luis I ordena prenderlo, embargarle los bienes, señalar sobre ellos alimento a su sobrina, y además le instiga a contraer matrimonio en ocho meses

El 29 de noviembre de 1724, con la intervención del obispo de Tenerife, el rey Luis I ordena prenderlo, embargarle los bienes, señalar sobre ellos alimento a su sobrina, y además le instiga a contraer matrimonio en el plazo de ocho meses. No se defiende de esta acusación y se presenta voluntariamente en la prisión del Castillo de Paso Alto. “Una orden que ejecutó con gusto”, según su coetáneo el historiador Viera y Clavijo, otro blanco de sus sátiras. Durante su cautiverio lee a Góngora y a sor Juana Inés de la Cruz, a Calderón, Alarcón y Rioja también a Lope de Vega y Góngora, y escribe su Testamento, donde refleja las desventuras que atraviesa. “Hay que destacar su caballerosidad”, apunta Roméu, “nunca dejó traslucir lo ocurrido con su sobrina”.

Siete años después se fuga de la prisión –huida digna de cualquier antología de aventuras–, no sin antes dejar escritas en el calabozo sendas cartas irónicas al inquisidor y a Leonor. Recala en Madeira. Allí pasa cinco meses acogido por Luis Agustín del Castillo y se relaciona con la alta sociedad oriunda y la nobleza, escribe Soledades (1733), hito poético difícilmente igualable, y se traslada a Lisboa. Entra en la corte portuguesa, entabla una profunda amistad con el ministro de Estado, se relaciona con la familia real y se hace muy solícito entre la gran nobleza lusa. Interviene en importantes misiones diplomáticas urdidas desde Madrid, y escribe Carta escrita desde Lisboa (1734): “Aquí no lidio con escribanos, procuradores ni abogados; aquí no veo los mayordomos de monjas con el sombrero a la bolina, amenazando destrozos; al clérigo con sus capellanías, ni al fraile con sus memorias (…)”.

En 1737 se traslada a Madrid, donde reside más de 14 años, y publica su obra más significativa que será retirada de la circulación por la Inquisición canaria. Cartas diferentes (1740), Carta de la corte y Madrid por dentro (1745) serán reflexiones importantes no sólo por su valor documental, sino porque destapa la corrupción política del antiguo régimen y ataca a los predicadores por engañar al pueblo con milagros, santos y vírgenes. Sobresale La Paráfrasis del salmo Miserere (que algunos han confundido con la monja del padre Alayón), “que lo convertiría en una suerte de tardío Rabelais español”.

En 1751 se retira a Tenerife y publica Soneto al Pico de Teide (1932), otro de los mitos de la literatura insular, donde plantea el conflicto íntimo entre el viaje y la permanencia de una montaña dentro de un ciclo seguro. Con 81 años vuelve a ser citado por el Santo Oficio, se desplaza a Las Palmas de Gran Canaria para declarar ante el Tribunal y sufre su último cautiverio en el Convento de San Agustín.

Gracias a la intervención de un aliado, la condena se suaviza y de regreso a La Laguna es nombrado alcaide del Castillo de San Cristóbal. Lo rechaza. Muere el 26 de noviembre de 1762, a los ochenta y cinco años tras redactar testamento, en el cual manifiesta su expreso deseo que no se le tributen “ofrendas ni honras fúnebres”, ser enterrado en “un ataúd pobre” y en “una sepultura sin tumba ni escudo”.

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