LOS OLVIDADOS
JUAN TORRES LÓPEZ
Desde que se
comprobó el enorme impacto económico de la propagación del coronavirus, los
países más ricos del mundo, en donde se concentra sólo la tercera parte de la
población mundial, no han parado de adoptar medidas de apoyo a sus economías.
Alemania, uno de los más poderosos, ha podido poner en marcha programas de
ayuda a sus hogares y empresas por un valor equivalente a casi la mitad de su Producto
Interior Bruto, un esfuerzo posiblemente nunca registrado. Con menos
intensidad, todos los países ricos lo vienen haciendo, pues en todos ellos
prima la idea de que hay que hacer lo que haga falta para evitar el colapso
económico, incluso a costa de un incremento récord de su deuda.
Sin embargo, se
está hablando muy poco de la situación en la que se encuentran las dos terceras
partes de la humanidad, los países pobres o ahora llamados
"emergentes"; una denominación, por cierto, bastante inadecuada pues
la realidad es que no terminan de emerger nunca, sino más bien todo lo
contrario.
La situación en
todos ellos empieza a ser ser dramática, a pesar de que la pandemia les ha
afectado más tarde y no ha registrado todavía el pico del daño más elevado que,
sin lugar a duda, va a terminar provocando.
Las salidas de
capital desde esos países más pobres en el primer mes de la pandemia fueron ya
el doble de las que se produjeron en el primero posterior al estallido de la
crisis de 2008 y las inversiones hacia esos países también se están
desplomando, lo que aventura que la pérdida de liquidez y recursos va a ser
ahora mucho mayor que entonces.
En esta crisis no
sólo tendrán que hacer frente a gastos sanitarios de carácter extraordinario
para combatir la pandemia, sino que se encontrarán en unas condiciones
económicas propias y de entorno mucho más complicadas y difíciles por diversas
razones.
En primer lugar,
las economías más pobres del mundo van a perder una parte muy importante de sus
ingresos por exportaciones debido a la caída de los precios (un 37% en lo que
va de año) de los productos básicos en los que suelen estar especializadas y
porque la demanda de importaciones se está reduciendo en todo el mundo a
consecuencia de la pérdida de ingresos y de la paralización de los transportes.
Además, y a diferencia de lo que pasó en 2008, la demanda exterior de China
está siendo menor, de modo que ayudará tanto como antes a "tirar" de
las economías más atrasadas. Y, para colmo, muchas de las cadenas globales de
suministro se encuentran no sólo detenidas sino algunas literalmente
destrozadas a causa de los confinamientos.
En segundo lugar,
los países emergentes hacen frente a la crisis en peores condiciones que en
otras ocasiones porque las políticas aplicadas tras las de 2008 los han hecho
todavía más vulnerables desde el punto de vista financiero. Ahora disponen de
menos reservas, la deuda ha aumentado y una mayor parte de ella ha pasado a
estar en manos de acreedores más exigentes y peligrosos, y a estar registrada
en dólares. Y al deteriorarse las condiciones financieras mundiales van a tener
muchos problemas para poder renovar la deuda, no ya en 2021 sino incluso este
año (en 2020 la totalidad de los países emergentes deberán pagar 1,6 billones
de deuda, de los cuales casi la tercera parte corresponde a los más pobres de
entre los países pobres).
La depreciación
casi generalizada de sus monedas empeora todo lo anterior y aumenta una factura
ya de por sí muy difícil de afrontar.
En tercer lugar,
también van a sufrir ahora mucho más que en 2008 porque la salida a esa última
crisis llevó consigo el debilitamiento de sus sectores públicos y, en particular,
de sus sistemas fiscales, siguiendo los dictados que constantemente imponen los
grandes organismos internacionales; y también porque en todo el mundo han
aumentado los flujos de capital ilícito, las finanzas a la sombra, la evasión
de capitales y las inversiones especulativas que hacen que todas las economías
-pero en mayor medida la ya de por sí más vulnerables- se encuentren ahora en
condiciones de creciente fragilidad.
La Conferencia de
las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD) calcula, en el informe
del que he sacado los datos anteriores (aquí), que las malas condiciones
económicas generales y todas esas circunstancias a las que acabo de hacer
referencia pueden hacer que los países emergentes pierdan este año unos 800.000
millones de dólares de ingresos, una buena parte de ellos por la caída de las
remeses que les proporciona su población emigrante hacia los países más ricos.
La tentación de
estos últimos es olvidarse, como siempre viene ocurriendo, de los más pobres
ahora que están concentrados en salvar a sus propias economías, a sus empresas
y hogares, con las ayudas que, con más o menos generosidad, pueden
proporcionarles gracias a que son eso, los países más ricos del mundo.
Una actitud no sólo
egoísta, sino a la larga suicida.
Nuestro planeta, la
economía mundial en su conjunto, no está formada por un montón de cajones
estancos. Se pueden cerrar las fronteras para que no pasen personas, capitales
o mercancías, pero no para evitar que las crisis se propaguen de un lugar a
otro. Las economías dependen entre sí y es imposible que las más ricas salgan
adelante, que puedan sortear sus propias crisis y gozar de mínima estabilidad,
si las demás se vienen abajo. El colapso de las economías en los países pobres
producirá caídas en las exportaciones e importaciones globales, cortes de
suministros, impagos en cadena, tensiones sociales, flujos migratorios y
multitud de otros problemas que terminarán por afectar a quienes ahora creen
que puede ponerse a salvo salvándose sólo a ellos mismos. Lo mismo que a
Alemania o a Holanda no le servirá de mucho salvar a sus empresas
proporcionándoles ayudas multimillonarias si las economías del resto de Europa
a quienes les venden sus mercancías se vienen abajo o terminan boicoteando sus
productos para censurar su política egoísta, tampoco los países más ricos del
planeta podrán salir adelante si se siguen olvidando de los más pobres.
Los problemas
globales que estamos viviendo en nuestro planeta necesitan, quizá más que
nunca, perspectivas y soluciones globales, instituciones y políticas a escala
planetaria capaces de proporcionar, eso sí, los recursos y condiciones que
hagan posible que se den respuestas en lo espacios y a las gentes concretas que
sufren las adversidades y las carencias particulares.
Nos estamos
centrando en lo que pasa en los países que disponen de recursos para hacer
frente a la pandemia y nos olvidamos de la mayor parte de la humanidad, sin
percatarnos que eso nos supone a medio plazo un peligro quizá mucho mayor.
Es imprescindible garantizar
que los países más pobres dispongan de liquidez suficiente para enfrentarse a
la pandemia, hay que establecer controles a los movimientos de capital para
evitar que los flujos especulativos los arruinen, evitar que se ahoguen en la
deuda suspendiendo el pago y estableciendo con urgencia un proceso
internacional de reestructuración y jubileo, hay que aumentar la ayuda al
desarrollo y, lo más importante, hay que reconsiderar las condiciones tan
injustas e ineficientes en que se desenvuelve el comercio y las finanzas
internacionales.
A los países ricos
les pasa lo que decía Francis Bacon que le ocurre a los seres egoístas: son
capaces de provocar un incendio en casa del vecino para freírse un huevo.
Incendiamos de
pobreza a la inmensa mayoría de la población mundial para freír en su
sufrimiento el huevo de nuestros privilegios de ricos, sin darnos cuenta de que
las llamas se propagan sin remedio y que nos asfixiaremos todos si no las
apagamos cuanto antes de la única forma en que puede apagarse el incendio de la
pobreza, con justicia, respeto, ayuda mutua y solidaridad.
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