jueves, 21 de mayo de 2020

EL COMPROMISO LITERARIO DE ANTONIO BERMEJO


EL COMPROMISO LITERARIO 
DE ANTONIO BERMEJO
POR VÍCTOR RAMÍREZ

(NOTA ACLARATORIA: Prólogo del libro “LA HUIDA”, de Bermejo, editado en 1980 por el propio Víctor en la colección PLANA DE POESÍA, de José Caballero Millares, libro que resucitó al pobre Antonio en todos los sentidos).
* * *
Quizás sea cierto que Boccanara dijese “Los poetas no están en los planes de nadie”, entendiendo por ´poetas´ a los que hacen literatura de creación. Lo que no admite dudas es la ambigüedad de la frase. Por un lado parece lamento: el pretendido poeta anhela que lo planifiquen. Y por otro lado puede antojársenos altivez: el poeta altanero se cree implanificable.
Pienso que ni tanto ni tan poco.

          Al poeta no hace falta planificarlo; para los planificadores vale lo que un suspiro; y, cuando la ocasión lo requiera, este suspiro será utilizado: el poeta resulta, cuando “vale”, una putilla etérea; y, más que el poeta, su obra: ejemplos hay a montones.
         Por eso apena la fanfarronería embozada del poeta encumbrado, del creador literario bendecido: y más cuando se empava de humildades, y más aun cuando llega a la desgracia de convertirse en muestra triste y encorbatada de feria oficial, galardonado y todo. Recuérdese el espectáculo del premio “Cervantes” a Gerardo Diego y a Borges. Uno se acordó de Galdós y de Gramsci, apagó la televisión con incontrolada rapidez y… ¿es que vale la pena escribir? Sí, a pesar de los planificadores vale la pena escribir y publicar; sí vale la pena correr el riesgo de que, incluso en contra de tu voluntad, te conviertan en mona de feria aunque tengan que esperar a que te hayas o hayan muerto.

Antonio Bermejo es un poeta todavía no planificado que escribía en prosa allá por los años cuarenta y cincuenta. Luego cayó y calló. En una de las pocas ocasiones de charla que hemos tenido, y sin yo preguntarle, me contestaría, a sí mismo tal vez, que cayó y calló por problemas familiares. Yo le diría que sí, y seguimos hablando de otras cosas.
         Porque Antonio es poeta y, por consiguiente, un hombre débil, con el alma en carne viva: cuestión de sino. Pues el primer mandamiento oficial para domeñar la rebeldía de todo poeta es hacer creer a todos, y en primer lugar al que osa vivir poeta, que la literatura no sirve para nada, que es producto de mentes insanas, de espíritus con pocas agallas, de seres cobardes que temen a la vida…Y casi todos nos lo creemos.
         Pero pasa que aún hay palabras, que aún los humanos utilizan la palabra, cada vez menos pero la utilizan. Esto es una realidad, como también es una realidad que hay gentes que jueguen bonito con la palabra o que se empeñen en ver en la palabra un arma de rebelión y de libertad, un arma áspera e incómoda.

Y esto no puede escaparse a los planificadores, por supuesto, que para eso están, y planifican, cosa fácil. Que escriban –planifican-, que todos caerán irremisiblemente del lado de acá. Y empieza la compraventa de la palabra, porque serán legión los que vendan su palabra. ¿Y esos que, ingenuos, no quieran entrar en ese comercio? Pues nada de otro mundo.
         Se les boicotea, se les secuestra obra, se les encarcela o se espera la primera oportunidad, si sobreviven sus nombres y sus obras, para oficializar ambos, cosa fácil en un país o mundo analfabetizado y entontecido. ¿Qué queda? El silencio o el cariño.
         Sólo quedaría el silencio o el cariño. Bermejo eligió durante más de cuatro lustros el silencio. Mas la palabra todavía no ha muerto…  y todavía puede quedar el cariño, el cariño indócil y rudo, el cariño terco hecho palabra, hecho comunicación, hecho política de desarmados, los únicos posibles decentes.

Por eso vale la pena escribir, a pesar de los planificadores, a pesar de la compraventa del verbo, a pesar de los buitres oficialistas que engullirán la obra digna, la obra con anhelo liberalizador. Al cariño no le podrán, jamás, porque de eso no entienden, porque eso les queda lejos, muy lejos, inalcanzable.
         Y aquí está el cariño hecho verbo en unos relatos con los que Antonio Bermejo juega noblemente su papel de solidario en soledad, de vidente mirando desde el suelo, de acusador esperanzado a pesar de su escepticismo irónico y bondadoso.

Hace varios años, el jueves diez de Mayo de 1956, el periódico chicharrero La Tarde daba al público que quiera leerlas unas declaraciones de Antonio Bermejo, joven de recién cumplidos treinta años que había ganado el premio Benito Pérez Armas con una novela titulada “La lluvia no dice nada”, novela que se ha perdido probablemente en la trastienda de la desaparecida editorial “Inventarios Provisionales”.

         De ella, de la novela, nos queda un fragmento, el principio, que publicaría el mismo día de la entrevista el dicho periódíco. En la entrevista Antonio da impresión de hombre con proyectos, de alguien ilusionado, crédulo en porvenires, borracho por el triunfo: lo que resulta normal y simpático en quienes, como él, nacen con la desafortunada gracia de ser buenos.
         Luego, la leyendilla diría que el dinero que le dieron para publicar la novela fue bien gastado en una farra. Ya Bermejo me entraba estupendamente sin conocerle. De él sólo había leído “La Fiesta”, un relato que incluimos Rafael Franquelo, Ángel Sánchez y yo en la relación de narraciones “Cuentos Canarios Contemporáneos” que sacamos el año pasado (1980).

“La Fiesta” agradaba a todos lo que me decían que lo habían leído y algunos no podían simular su admiración por el cuento y más cuando les decía yo que fue escrito hacía ya un cuarto de siglo. Por descontado, y según nuestra costumbre, no habíamos contado con ese desconocido Antonio Bermejo Barrera para sacarle el cuento en nuestro libro. De ahí la dificultad de sacarle la notita biobibliográfica que poníamos al pie de cada relato, pues Tenerife caía lejos a unos cansados tan ocupados como nosotros, más bien hijos del arranque imprevisto que del protocolo sistemático.
         Salió “Cuentos Canarios Contemporáneos” y fuimos a Santa Cruz, a su Feria del Libro. Aquí veríamos por vez primera a Bermejo, menudo y nervioso que amansa su nervio, con la mirada viva y respondona y con el habla cadenciosa, totalmente chicharrera. Según Rafa Arozarena, Antonio se había puesto de guapo para ver a esos canariones (Franquelo por historia lo es) que le habían sin permiso proporcionado la alegría de meter su nombre y uno de sus cuentos en un libro por vez primera.
         La breve tertulia que sostuvimos en la terraza de aquel bar cuyo nombre desconozco fue emocionante para Ángel, acicateadora para la labia de Franquelo y compromisaria para mí, que quedaría en sacar por simple justicia amistosa un libro con relatos de Antonio. Y aquí está el librito.
* * *
Gramsci pretendía – y creo que con razón- que una de las misiones del intelectual –decente- conocedor de la clase dominante y del pueblo es hacer que disminuya lo más posible el área de consenso popular a la hegemonía de esa clase dominante. En nuestra tierra, por lo que aprecio, esta misión es ineludible, es apremiante, indisculpable. Cada vez me convence más que la misión del intelectual honesto ha de ser la del antimaestro, la del antiprofesor, la del anticatedrático al uso, de que el antioficialismo ha de ser la huella de todo intelectual, y esto por simple honradez.
         Sabemos que el proletario, en su acepción más amplia, admite las concepciones vitales que el poder quiere, convirtiéndolo -a aquél- en un producto subburgués, antirrevolucionario, sin norte. Sabemos que los procedimientos que utiliza el poder son innumerables y de todos los especímenes, desde el que se le dé la teta al recién nacido, o se le destete al día de nacer, hasta la pura aniquilación física, pasando por todo cuanto apreciamos a nuestro alrededor. La justificación del poder y del sistema que impone está en la aceptación de los valores que propone con argucias “pacíficas” o a la fuerza, aceptación por parte de esa mayoría que son los proletarios de toda clase. Y ello no es difícil: a la historia me remito. De ahí el compromiso ineludible del intelectual…

…De ahí el compromiso ineludible del intelectual honesto, entendiendo por tal a aquel que inteligentemente aborrece el mal, el daño, la infelicidad impuestos, a aquel que inteligentemente desea con anhelo lo sano, el bien, la felicidad posibles y queridos, y que para ello utiliza lo comúnmente se llaman recursos “del espíritu”. Por eso todo escritor, Antonio Bermejo también, hace y hará política con sus escritos.
         Tiene un compromiso social aunque sólo pretendiese que le digan “qué bien escribe”. Es ineludible su responsabilidad, porque sí, y más en pueblo como éste, agonizante, perdido en su moribundia, vendido hasta el asco.

Recordando esa entrevista a la que hice alusión, respondió Antonio a una de las preguntas: “Tengo intención de comenzar muy pronto una nueva novela. Procuraré superarme a fuerza de trabajo, ya que me encuentro actualmente estimulado por el reciente galardón obtenido”.
         Bermejo olvidaba que era canario no oficializado, que estaba afuera, que jamás para fortuna suya llegaría a consejero de ministro –por ejemplo- ni que tendría un puesto en la literatura académica castrante.
         Se salvó Bermejo, pues cayó y calló. Su palabra, la que usó escrita hasta ese momento, no se prostituiría. Quedó inmácula de adulamientos, de sumisiones seudoculturales. Quedó virgen y sola en unas páginas de periódico que apenas si se leerían por unos cuantos excéntricos.

Pero ahora, aunque no lo quiera saber, nuestro pueblo se menea, se revuelve, se pregunta y queda insatisfecho ante lo que le responden. Ahora alguien lo leerá distinto a hace más de cuatro lustro. Ahora Antonio Bermejo Barrera se hará conciencia histórica para algunos y para algunas, para otros y para otras.
         Él no se lo creerá y no importa, pues cuanto escribiera ya no le pertenece. Sus hijitos literarios se le emancipan y a él sólo le queda sentirse orgulloso de ellos o asombrarse.
         Aquí queda su palabra aguda, precisa, irónica de seriedad, hilvanada con intuitiva maestría para recordarnos que somos islas apresadas por aguas y por leyes inhumanas que nos agusanan hasta la ignominia, islas hechas destino triste y sumiso, islas en las que hasta la rabia resulta mezquina y colonizada, llena de miedos a la libertad.
*
Quizás Antonio no cayó ni enmudeció… Sino, quizás, miró detenidamente, vio con demasiada agudeza y calló avergonzado ante tanto atropello bendecido e irremediable. Quizás Antonio se convencía sin consuelo de que aquí nadie podía salvar la palabra, alquilada a las celestinas de uno de los regímenes más sacramente infernales que recuerda nuestra siempre –por lo visto- anticonstitucional historia canaria. Sí, quizás Antonio Bermejo no cayó, sino calló.
         Más hoy, con su permiso y con su cariño correspondido, le pedimos prestada la palabra para irnos de juerga a la clarividencia, a la rebeldía de los que amamos la paz y renegamos de todos los armados, a la creencia de que el amor sigue siendo lo más humano, lo único más humano y más acá de esas patrias y banderas que sólo –miremos la historia- han sembrado muertes, inhumanidades.

Antonio ya está comprometido, ha tomado el partido del hombre a secas, del hombre perdido, del hombre que huye a ningún sitio pues no hay adónde ir, del hombre enredado en esa malla que forman otros tantos hombres pobres y perdidos como él y que confunden el ron con la esperanza, el miedo con la responsabilidad de mantener familia o cosas de ésas. Pues, si la verdad libera, si la verdad es revolucionaria, la verdad es a fin de cuentas palabra, mero verbo.
         Y Bermejo emplea éste desnudo en su impúdica inocencia, agobiante en su precisión. Cuenta Antonio lo imprescindible; y si reitera o alarga es para machacarnos su verdadera verdad, fácil de olvidad, de rehuir. Hay enemigos, pero Antonio sólo nos mostrará a las víctimas, a los nosotros, a los que aborrecemos a héroes, caudillos, paladines y liberadores de turno, esos que “pacifican” a punta de bayonetas o entre rejas de cárceles o calabozos, por supuesto que “legales”.
         Los enemigos no aparecen en los cuentos de Bermejo, se esconden. Las víctimas son tantas, que provocan náuseas con compasión.

No, no es pesimismo lo de Bermejo, ni sadismo o masoquismo, ni enteradismo: no. Es simplemente amor cansado y herido del escepticismo irónico de los que miraron y vieron, simplemente vieron. Ni fue escapismo al encierro en torre de marfil.
         Fue simple y pura rebelión, la rebelión del que está y quiere seguir estando afuera, del que quiere ser alguien aparentando ser un nadie, de los que solos y sin ayudas doctas se enfrentan a la menos mentirosa de las verdades: el sufrimiento impuesto.
         Antonio Bermejo, menudo y nervioso que amansa su nervio, es un rebelde y gran escritor. Para muchos esto no vale de nada. Para mí, y para otros, es algo que importa.

Las Palmas, 22 de junio de 1980  

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