EL EXPERIMENTO (CIENCIA FICCIÓN)
AGUSTIN
GAJATE
Cundió la alarma entre aquel
heterogéneo grupo multidisciplinar de científicos. Pedían a las computadoras
que volvieran a recalcular los datos una y otra vez, incluso utilizaron nuevos
procesadores, programas, algoritmos y variables en su afán por encontrar un
error humano o metodológico que modificara el resultado de la ecuación. Hasta
llegaron a cambiar la ecuación, sin conseguir alterar significativamente el
resultado obtenido.
Las conclusiones del estudio
realizado con fondos procedentes de una fundación privada no dejaban lugar a
dudas: Las nuevas generaciones de seres humanos eran menos inteligentes que sus
ancestros. Desde que comenzaron a hacerse pruebas de inteligencia, a comienzos
del siglo XX, las sucesivas generaciones mostraban cada vez mayores
conocimientos y mejores capacidades cognitivas y de adaptabilidad, pero eso ya
no estaba sucediendo durante la primera década del siglo XXI.
El ser humano había llegado a la
cima de su desarrollo mental, al límite de sus capacidades y éstas empezaban a
decaer. No se lo explicaban, porque el progreso parecía lógico en un entorno en
el que los niños y jóvenes recibían teóricamente mejor educación y mayores
contenidos formativos, alcanzaban titulaciones académicas de mayor complejidad
y cualificación, cada vez padecían menos enfermedades, se desarrollaban en
ambientes más controlados e higiénicos y tenían acceso a una mejor nutrición.
Entendían que se podría llegar a un punto en el que no era posible alimentarse
mejor ni estar más saludable y que los niveles medios de inteligencia podrían
llegar a estabilizarse, pero nunca se habían planteado que podían llegar a
descender.
Pidieron ayuda a grupos de
neurocientíficos especializados en el estudio del cerebro, por si habían
detectado alguna modificación sustancial en sus investigaciones sobre la
materia gris durante los últimos años, pero no consiguieron la respuesta
concluyente que necesitaban. Sin embargo, el trabajo de uno de esos equipos
sembró la esperanza.
Aquella investigación había cambiado
la idea de que la inteligencia residía en las neuronas y sus interconexiones y
ponía el foco en otro tipo de células que habitaban en el cerebro: los
astrocitos. Habían comparado cerebros humanos con los de otros animales y
habían comprobado que la densidad de astrocitos era mayor en el cerebro del ser
humano que en el de otros mamíferos.
Experimentaron con ratones de
laboratorio e inocularon en el cerebro de algunos ejemplares astrocitos
humanos. Lo que sucedió a continuación resultó asombroso: los astrocitos
humanos se desarrollaron en los cerebros de los ratones hasta llegar a
sustituir a los originales y esos roedores mostraban mejores capacidades que
aquellos a los que no se les había introducido los astrocitos humanos,
resolviendo problemas espaciales como buscar la salida de un laberinto en la
mitad de tiempo que los ratones normales.
Lo siguiente que se plantearon era
si existía alguna otra especie en el planeta que tuviera mayor densidad de
astrocitos en su cerebro que los humanos y procedieron a investigar a las aves,
que tienen capacidades impropias para un cerebro tan pequeño, como el vuelo. No
encontraron diferencias significativas en las aves domésticas, así que fueron
más lejos y buscaron en un ave diferente: el vencejo africano común, que es
capaz de dormir y volar al mismo tiempo.
El estudio reveló que los astrocitos
de este ave insectívora tenían propiedades cualitativas diferentes y cuando se
los pasaron a los ratones con astrocitos humanos éstos no los sustituyeron,
sino que se sumaron y combinaron, por lo que los portadores de ambos comenzaron
a hacer cosas increíbles, como subir a la parte alta del laberinto en lugar de
buscar la salida a través de éste o empezar a roer la pared más cercana al exterior
del lugar donde se les dejaba: la combinación les daba la capacidad de buscar
diferentes soluciones a un problema que debía tener una única solución.
El equipo investigador presentó su
estudio a la fundación privada que lo patrocinaba y pidió fondos para iniciar
la experimentación con humanos, pero fue rechazada su propuesta. Se cancelaron
todas las investigaciones a este respecto y se indemnizó generosamente a los
científicos participantes, que firmaron contratos de confidencialidad para no
divulgar nunca el contenido último de esos estudios, aunque no pudieron hacer
nada con los anteriores que les precedieron, que ya habían salido publicados en
revista especializadas, donde reposan en el olvido.
Todos aquellos científicos fueron
reclamados para puestos relevantes y magníficamente remunerados en empresas de
biotecnología, dedicadas a desarrollar nuevos proyectos dentro del campo de la
inteligencia artificial. Desde entonces, los teléfonos son cada vez más
inteligentes, como los televisores, los electrodomésticos, los juguetes, los
coches, los aviones, los satélites, los robots, los edificios, las ciudades...
Pero los seres humanos, tanto en el ámbito individual como en el colectivo, no.
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