miércoles, 1 de enero de 2025

UN REY CONTRA LOS POLÍTICOS

 

UN REY CONTRA LOS POLÍTICOS

POR PABLO BATALLA

 

Los reyes Felipe VI y Letizia a su salida de la misa funeral por los fallecidos en las inundaciones provocadas por la DANA, en Valencia.Rober Solsona/ Europa Press

Felipe VI quiere que la dana sea su 23-F, y es bien posible que lo consiga; que lo haya conseguido ya. Ello es muy preocupante, y no solo por lo que tenga de refuerzo de la monarquía, en un país en el que la causa republicana pareció ganar enteros en los años en torno a la abdicación del rey Juan Carlos, pero vuelve a estar muerta y enterrada por demérito de nosotros, sus incorregibles afines, y la innegable habilidad de la Casa Real. 

El mero refuerzo de la monarquía parlamentaria del 78; volver, simplemente, al punto de partida, no es lo peor que nos puede pasar. Lo es la pendiente resbaladiza hacia parajes oscuros que se abre sola en frente del relato que emerge de las huellas del monarca en el barro de Paiporta: una monarquía que no construye su legitimidad, como en febrero de 1981, contra los golpistas y los nostálgicos del franquismo, sino contra los políticos; políticos de derechas, como Mazón, y de izquierdas, como Sánchez; los políticos todos del arco parlamentario y por tanto la democracia misma. 

La causa de Felipe no es, como nunca lo fue la de Juan Carlos, la democracia, sino la dinastía. Si su padre bendijo la transición democrática no fue por convicciones antidictatoriales, sino por la de que aquello era lo mejor para una restauración monárquica perdurable. En la Europa de 1975, atarse al Movimiento Nacional cuyos principios había jurado y a la última dictadura de Europa occidental era condenarse al sino de sus suegros, los reyes griegos. Que sus panegiristas más bastos afirmen que, de no haber sido por aquella intervención suya en la madrugada del 24 de febrero —horas después del tejerazo—, España podría ser hoy todavía franquista es una ucronía completamente disparatada. La democracia liberal era entonces, así se la percibía, el horizonte seguro al que todas las sociedades del mundo llegaban más tarde o más temprano. Hoy, en cambio, ya no es así. El parlamentarismo acusa una fuerte fatiga de materiales, auges neofascistas insurgen por todo el globo y, como en los años veinte del siglo pasado, prospera la sensación de que el autoritarismo funciona; de que China asciende imparable mientras las sociedades occidentales se sumen en la decadencia, y lo hace sin meter cada cuatro años unos cuantos millones de papeletas en unos centenares de miles de urnas, un ritual del que los habitantes de nuestros países cada vez están más cansados, porque perciben, correctamente o no, que cada vez se les pide más, y cada vez sirve para menos.

Felipe no amarrará su suerte y la de sus hijas al sistema democrático si este entra en verdadera crisis. Su iglesia tiene doctores que saben que trabajan por una institución anacrónica —hasta ahora, al menos, lo era— y que, por lo tanto, debe estar muy atenta a, y nunca subestimar el peligro de, cualquier mínima brisa que se levante en su contra, para evitar volar con ella. Anacrónica no quiere decir «condenada a muerte»: hay anacronismos que duran siglos. Pero sí quiere decir débil, permanentemente amenazada, aquejada de aquella mala salud de hierro que se le atribuía a Elizabeth Taylor. Y esos asesores reales con la oreja atenta a los primeros tembleques de los seísmos de época ya deben de estar bastante inquietos por los conatos de antipatía, todavía leves pero ya bastante visibles, que emergen entre sus partidarios naturales de la derecha. Es todavía pequeño, pero crece, el número de ellos que llaman a Felipe Felpudo VI por no ser un Alfonso XIII que bendiga a un Miguel Primo de Rivera que con su cirujía de hierro ponga fin a la cháchara del Congreso de los Diputados.

Tal como Juan Carlos prometió lealtad a los principios del Movimiento Nacional para luego dejar hacer a quienes lo apuntillaron, él bien podrá lavarse las manos ante los matarifes que den la puntilla a la Constitución que ha jurado, si su apuntillamiento deviene la única manera de asegurarse morir en el Palacio de la Zarzuela, y no en Roma o en Estoril, y que su hija llegue a reinar algún día a su vez. La dinastía, así se lo enseñó su padre, que a su vez lo había aprendido del suyo, está siempre por encima de todo, es lógico que lo esté, y esta disposición a beneficiarse del barro valenciano a costa de lo que sea es un primer aviso de lo que puede llegar. Por supuesto nosotros, los que sí ubicamos la democracia por encima de lo demás, no deberíamos ponérselo tan fácil como a veces se lo ponemos.

 

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