UN REY CONTRA LOS POLÍTICOS
POR PABLO
BATALLA
Los reyes
Felipe VI y Letizia a su salida de la misa funeral por los fallecidos en las
inundaciones provocadas por la DANA, en Valencia.Rober Solsona/ Europa Press
Felipe
VI quiere que la dana sea su 23-F, y es bien posible que lo consiga; que lo
haya conseguido ya. Ello es muy preocupante, y no solo por lo que tenga de
refuerzo de la monarquía, en un país en el que la causa republicana pareció
ganar enteros en los años en torno a la abdicación del rey Juan Carlos, pero
vuelve a estar muerta y enterrada por demérito de nosotros, sus incorregibles
afines, y la innegable habilidad de la Casa Real.
El mero refuerzo de la monarquía parlamentaria del 78; volver, simplemente, al punto de partida, no es lo peor que nos puede pasar. Lo es la pendiente resbaladiza hacia parajes oscuros que se abre sola en frente del relato que emerge de las huellas del monarca en el barro de Paiporta: una monarquía que no construye su legitimidad, como en febrero de 1981, contra los golpistas y los nostálgicos del franquismo, sino contra los políticos; políticos de derechas, como Mazón, y de izquierdas, como Sánchez; los políticos todos del arco parlamentario y por tanto la democracia misma.
La
causa de Felipe no es, como nunca lo fue la de Juan Carlos, la democracia, sino
la dinastía. Si su padre bendijo la transición democrática no fue por
convicciones antidictatoriales, sino por la de que aquello era lo mejor para
una restauración monárquica perdurable. En la Europa de 1975, atarse al
Movimiento Nacional cuyos principios había jurado y a la última dictadura de
Europa occidental era condenarse al sino de sus suegros, los reyes griegos. Que
sus panegiristas más bastos afirmen que, de no haber sido por aquella
intervención suya en la madrugada del 24 de febrero —horas después del
tejerazo—, España podría ser hoy todavía franquista es una ucronía
completamente disparatada. La democracia liberal era entonces, así se la
percibía, el horizonte seguro al que todas las sociedades del mundo llegaban
más tarde o más temprano. Hoy, en cambio, ya no es así. El parlamentarismo
acusa una fuerte fatiga de materiales, auges neofascistas insurgen por todo el
globo y, como en los años veinte del siglo pasado, prospera la sensación de que
el autoritarismo funciona; de que China asciende imparable mientras las
sociedades occidentales se sumen en la decadencia, y lo hace sin meter cada
cuatro años unos cuantos millones de papeletas en unos centenares de miles de
urnas, un ritual del que los habitantes de nuestros países cada vez están más
cansados, porque perciben, correctamente o no, que cada vez se les pide más, y
cada vez sirve para menos.
Felipe
no amarrará su suerte y la de sus hijas al sistema democrático si este entra en
verdadera crisis. Su iglesia tiene doctores que saben que trabajan por una
institución anacrónica —hasta ahora, al menos, lo era— y que, por lo tanto,
debe estar muy atenta a, y nunca subestimar el peligro de, cualquier mínima
brisa que se levante en su contra, para evitar volar con ella. Anacrónica no
quiere decir «condenada a muerte»: hay anacronismos que duran siglos. Pero sí
quiere decir débil, permanentemente amenazada, aquejada de aquella mala salud
de hierro que se le atribuía a Elizabeth Taylor. Y esos asesores reales con la
oreja atenta a los primeros tembleques de los seísmos de época ya deben de
estar bastante inquietos por los conatos de antipatía, todavía leves pero ya
bastante visibles, que emergen entre sus partidarios naturales de la derecha.
Es todavía pequeño, pero crece, el número de ellos que llaman a Felipe Felpudo
VI por no ser un Alfonso XIII que bendiga a un Miguel Primo de Rivera que con
su cirujía de hierro ponga fin a la cháchara del Congreso de los Diputados.
Tal
como Juan Carlos prometió lealtad a los principios del Movimiento Nacional para
luego dejar hacer a quienes lo apuntillaron, él bien podrá lavarse las manos
ante los matarifes que den la puntilla a la Constitución que ha jurado, si su
apuntillamiento deviene la única manera de asegurarse morir en el Palacio de la
Zarzuela, y no en Roma o en Estoril, y que su hija llegue a reinar algún día a
su vez. La dinastía, así se lo enseñó su padre, que a su vez lo había aprendido
del suyo, está siempre por encima de todo, es lógico que lo esté, y esta
disposición a beneficiarse del barro valenciano a costa de lo que sea es un
primer aviso de lo que puede llegar. Por supuesto nosotros, los que sí ubicamos
la democracia por encima de lo demás, no deberíamos ponérselo tan fácil como a
veces se lo ponemos.
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