¿QUIÉN SE ACUERDA
DEL ODIO DE CLASE?
La disolución de la conciencia de
clase no implica necesariamente la de los antagonismos que la sustentaban
Manifestantes piden libertad para Luigi Mangione a las puertas del juzgado
de Nueva York en el que declaraba el acusado. / YouTube (Philstar News)
El pasado 5 de diciembre la compañía de seguros estadounidense Anthem Blue Cross Blue Shield optó por frenar su anunciado plan de limitar la cobertura de la anestesia utilizada en cirugías y procedimientos. La oleada de críticas de un importante grupo profesional de anestesiólogos habría sido, al parecer, la razón de esta marcha atrás de una “medida sin precedentes”, calificada por los expertos de “atroz y desinformada”. Los representantes de Anthem Blue Cross Blue Shield trataron de dar la vuelta a la tortilla: “Ha habido una importante desinformación generalizada sobre una actualización de nuestra política de anestesia. Como resultado, hemos decidido no seguir adelante con este cambio de política”, manifestaron en un comunicado. El comunicado se emitió el mismo día en que corría como la pólvora la noticia de que Brian Robert Thompson, un alto ejecutivo de UnitedHealthcare –otra empresa estadounidense de seguros de salud–, había sido asesinado en Nueva York momentos antes de asistir a una reunión anual de inversores de la empresa. Fue a las 6:45 de la mañana del 4 de diciembre de 2024.
Desde
su incorporación a UnitedHealth Group, el mandato de Thompson como director
ejecutivo estuvo marcado por altas tasas de denegaciones de atención médica.
UnitedHealthcare asignó a Thompson la tarea de liderar el crecimiento global de
la empresa. Su compensación total fue de 9,6 millones de dólares en 2021, 9,8
millones en 2022 y 10,2 millones en 2023. Bajo su liderazgo, las ganancias de
UHC aumentaron de 12.000 millones de dólares en 2021 a 16.000 millones en 2023.
En 2021, el año de su incorporación, la Asociación Estadounidense de Hospitales
criticó a Thompson por planear denegar el pago del seguro por visitas no
críticas a las salas de urgencia de los hospitales. En el momento de la muerte
de Thompson, la compañía era –sigue siendo– la aseguradora de salud más grande
de los Estados Unidos.
No
es tan extraño, a la luz de estos datos, que la muerte de Thompson fuera
celebrada por algunos. Tiene razón Sergio del Molino:
“No hace falta mucho para desafiar las convicciones pacifistas de millones de
personas que jamás empuñarían un arma, pero ven justicias poéticas en que
disparen otros”. En efecto: no hace falta mucho. Si bien cabe añadir que
Thompson hizo bastante.
El
asesinato del directivo ha destapado un generalizado
resentimiento cuyas proporciones nadie había calculado
El
caso es que algunos medios se apresuraron a vincular la mencionada marcha atrás
de Anthem Blue Cross Blue Shield en su plan de frenar las coberturas de
anestesia con la inesperada reacción popular ante la noticia del asesinato del
pobre Thompson. Millones de ciudadanos parecían sentirse satisfechos con su
muerte. Tanto es así que varias empresas aseguradoras han comenzado a tomar medidas para proteger a sus
empleados, entre ellas la de eliminar los perfiles de sus
ejecutivos en sus páginas web. El asesinato del directivo ha destapado un generalizado resentimiento cuyas
proporciones nadie había calculado. No ha dejado de hablarse a este propósito
de una “ola de odio”. Por si
fuera poco, las dimensiones de esta supuesta ola no han dejado de crecer desde
que fuera detenido, como principal sospechoso del crimen, Luigi Mangione, un
joven de 26 años de edad y de familia acomodada que, entre otras razones,
habría actuado, se presume, movido por un afán justiciero
contra las políticas cicateras de las compañías de salud. La suya habría sido
una forma algo bestia de llamar la atención sobre datos como el de que, cada
año, cerca de 68.000 estadounidenses fallezcan innecesariamente “para que
ejecutivos como Brian Thompson puedan convertirse en multimillonarios”.
La
prensa internacional se ha cebado con todo tipo de noticias relativas a las
reacciones y fenómenos desatados por el asesinato de Thompson y la detención de
Mangione, convertido entretanto en un héroe casi
legendario, una especie de moderno Robin Hood.
Numerosos titulares han dado cuenta de cómo el pasado día 12 de diciembre se
veían en las calles de Nueva York carteles con las caras de
directivos de aseguradoras sanitarias debajo de la palabra
WANTED. También del éxito masivo de la venta por internet de pegatinas y
camisetas conmemorativas del asesinato, primero, y con el retrato de Luigi
Mangione después.
Todo
esto se ha vinculado a las tantas veces denunciadas tendencias hostigadoras de
las redes, a las nubes de haters insaciables que navegan a todas horas
por ellas, a los discursos del odio que no dejan de fomentar. Y por supuesto
que cabe establecer la relación entre una cosa y la otra. Pese a lo cual no
está de más reconsiderar en este marco una noción acuñada antes de que
existieran las redes, antes también de que existiera siquiera Internet. Me
refiero a lo que se entiende por odio de clase o, más ampliamente, odio entre
clases.
–Ah,
pero… ¿existe tal cosa?
Uno
de los grandes logros del capitalismo ha consistido en diluir la conciencia de
clase. Y junto a ella, el concepto de “lucha de clases”, que apenas ya nadie
emplea con comodidad. Es este un concepto que la ideología burguesa se apresuró
a desactivar vinculándolo, precisamente, al odio, que parece segregarse casi
inevitablemente del término lucha. La lucha de clases implicaba el odio
entre clases, y el odio entre clases no podía darse en otro sentido que en el
que iba de la clase supuestamente oprimida a la dominadora. Pues, ¿por qué iba
a sentir odio la clase dominadora, imbuida como estaba de valores cristianos y
disfrutando con impunidad de los merecidos privilegios y beneficios que le
aportaba el ser la impulsora del progreso de la humanidad?
El
odio era asunto del sector más ingrato y resentido de la clase trabajadora
La
burguesía podía ser odiosa, pero el odio corría a cuenta del proletariado. Y ni
siquiera del proletariado en su conjunto: el odio era asunto del sector más
ingrato y resentido de la clase trabajadora, un sentimiento alentado por ideas
subversivas, diabólicas, que atentaban contra la armonía social.
Viene
a cuento exhumar, a este respecto, un viejo artículo del anarquista italiano
Errico Malatesta titulado precisamente así: “¿Lucha de clase u odio entre clases?”
(1923). En él, Malatesta recuerda cómo protestó indignado ante los jueces de
Milán contra la acusación que se le había hecho de haber incitado al odio,
cuando él simplemente había procurado demostrar “que los males sociales no dependen
de la maldad de éste o aquel patrón, de éste o aquel gobernante, sino de la
misma institución del patronato y del gobierno, y que, por lo tanto, no se
pueden remediar los males cambiando las personas de los dominadores, sino que
es necesario abatir el principio mismo de la dominación del hombre por el
hombre”.
Volveré
otro día al alegato de Malatesta. De momento, prefiero insistir en esa
identificación casi automática de la lucha de clases con el odio entre clases.
Si
se pudiera hablar de un subconsciente de clase, cabría decir que la burguesía
triunfante guardaba en el suyo el recuerdo del Terror, de los desmanes de la
Revolución francesa, la gran revuelta con la que ella misma derrotó al Antiguo
Régimen. Dos siglos y medio después, ¿no sigue siendo la guillotina el icono
más representativo del odio de clase? ¿Y no fue ella el brazo ejecutor de un
odio amasado durante siglos, que llegado el momento se desbordó? Haciendo
escuela de su propia experiencia, la burguesía sabía bien que el odio es una herramienta
temible, capaz –como querían tantos agitadores– de articular la rabia, el
descontento, y poner en riesgo el orden constituido. Lo sabía en la medida en
que el odio había articulado su propia conciencia de clase, y permanecía
agazapado por debajo de sus piadosas exhibiciones, siempre velando por sus
intereses.
En
Retrato del artista en 1956, de Jaime Gil de Biedma, se encuentra un
ilustrador pasaje de esto último. Está escrito al hilo de la noticia de que en
esos días –septiembre de 1956– iban a ser repatriados a España un buen número
de exiliados en la URSS, un contingente constituido en su mayor parte por ya
crecidos “niños de la guerra”, hijos de militantes comunistas que fueron
enviados a Moscú durante la Guerra Civil. Algunos sectores de la población
española no vieron con buenos ojos el regreso de estos exiliados, que
consideraban peligrosos, y criticaron la “generosidad” de Franco, que quiso
convertir ese retorno en una maniobra propagandística del talante abierto y
bondadoso del régimen. La familia de Jaime Gil se sumó a esas críticas. Lo que
dio lugar al siguiente comentario por parte de éste:
“Cómo
me sorprende siempre, en el trato con la alta burguesía –tan bien educada, tan
bien provista de amables sentimientos y, en el caso de mi familia, tan
simpática–, cuando un tópico que yo consideraba trivial de pronto les eriza,
igual que si se hubiera disparado un timbre de alarma. Entonces revelan un
egoísmo feroz y absolutamente sin resquicios, como un imperativo de la especie,
un egoísmo que inhibe en ellos cualquier posible impulso de simpatía humana. La
exhibición es escalofriante”.
Negándose
a sí misma que ella, en cuanto clase, participara de ese sentimiento, la
burguesía se empeñó siempre en sofocar el odio social a fuerza de
reducirlo a una categoría moral. El odio de clase era odio, sin
más. Algo nocivo que siempre hay que condenar y reprimir de manera contundente.
Pero
el odio no deja de ser la manifestación más extrema del antagonismo
consustancial a toda conciencia de identidad. En la medida en que la conciencia
de clase no deja de ser una marca de identidad, el antagonismo de clase (da
igual ahora qué clase) va implícito en ella. Si esta conciencia se ha
desdibujado, debemos preguntarnos qué ha sido del antagonismo que la inspiraba
y la sustentaba. ¿Cabe pensar en una especie de “victoria moral” de la
sociedad, conforme a la cual la ciudadanía se habría hecho más virtuosa, menos
propensa a sentimientos negativos como el odio? No da esa impresión, a la vista
de cómo marchan las cosas. Mucho más probable es que ese desdibujamiento se
haya producido a consecuencia del desplazamiento –o el relegamiento más bien–
del antagonismo de clase en favor de otros, por ejemplo los que alimentan la
conciencia de identidad nacional, racial o de género.
La
conciencia nacional, o de raza, o de género se han vuelto mucho más sólidas que
la de trabajador
Ya
nadie se toma en serio conceptos como el de burguesía o proletariado, entre
otras razones porque nadie se reconoce a sí mismo como burgués o proletario. El
señuelo de la movilidad social reduce la conciencia de clase a una posición
supuestamente provisional dentro de una pirámide por la que cabe ascender o
descender conforme a los méritos de cada uno. Al descartarse todo determinismo
acerca de la posición ocupada, el antagonismo pierde fuerza. Pues el
antagonismo se nutre, en buena medida, de un sentimiento de inevitabilidad de
la propia condición. Y a este respecto la conciencia nacional, o de raza, o de
género se han vuelto mucho más sólidas que la de trabajador, ya no digamos la
de trabajador malpagado o en paro. Lejos de atribuir su situación a una falla
estructural de la sociedad, este trabajador se ha vuelto más proclive a
achacarla a la invasión de inmigrantes o a la rapacidad de la clase política
(la única franja social que en la actualidad es percibida como clase o “casta”,
muy por encima incluso que las imprecisamente llamadas clases “alta” y “baja”).
En
cualquier caso, que la conciencia de clase haya dejado de ser una marca de
identidad para el común de la ciudadanía implica que esta identidad se
construye a partir de otros antagonismos. Y el capitalismo tiene buen cuidado
en incentivar los antagonismos que no ponen en cuestión su orden económico. Su
éxito en esta tarea viene siendo espectacular, sin duda. Pero no cabe pretender
que la fuerza identitaria del antagonismo se haya diluido. Queda más o menos
atomizada en toda clase de discursos del odio que encuentran su cauce en las
redes y los medios de comunicación. Lo decisivo es que muy pocos de estos
discursos ponen en peligro el sistema dentro del cual se generan y circulan. El
único capaz de alarmar a este sistema sería –sigue siendo– el que apunta a sus
élites en razón de lo que las consolida como tales: el abuso de sus mecanismos
de explotación. Y esto es lo que ha venido a ocurrir con el sistema de atención
médica estadounidense. Ejecutivos como Thompson no han cesado de tensar la
cuerda con que elevan los beneficios de sus empresas y se ha dejado oír un
crujido de rabia y de resentimiento agazapados que ha sorprendido a sus
responsables, demasiado acostumbrados a una silente impunidad. Por supuesto que
no hay motivos para sospechar un rebrote del viejo “odio de clase”. Pero no se
trata tampoco de una de tantas “oleadas” de la red y de sus haters. Oído
atento a una situación muy generalizada de descontento que, de seguir
alimentándose, podría propiciar estallidos indeseados y, más preocupantemente
para algunos, argumentos con que articular ese descontento y poner en apuros a
las incontroladas estrategias con que las grandes compañías –ahora de seguros,
otro día pueden ser las farmacéuticas o financieras– no cesan de engrosar sus
beneficios incalculables.
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