ELON MUSK O EL
CAPITALISMO FRENTE AL ESPEJO
POR
MIQUEL RAMOS
El magnate Elon Musk en el festival político Atreju organizado por el partido ultra Fratelli d'Italia de Giorgia Meloni, en Roma, en diciembre de 2023.REUTERS/Guglielmo Mangiapane
Elon
Musk no tiene suficiente con ser el hombre más rico del mundo. Le gusta ser el
protagonista de la historia, acaparar atención, provocar, exhibir sus odios,
jugar a ser Dios. Quien hasta hace poco era caricaturizado como un caprichoso
niño grande, rico, excéntrico y soberbio, se ha lanzado últimamente a la arena
política global con su red social y su fortuna como principal arma, y ha
empezado a inquietar a varios gobiernos occidentales al apoyar abiertamente a
las respectivas extremas derechas. El magnate lleva tiempo reproduciendo
insistentemente sus bulos y sus discursos de odio, y ha emprendido una campaña
de deslegitimación de las democracias liberales y de sus gobernantes, que, por
otra parte, son quienes han permitido que personajes como él tengan hoy el poder
de asaltarlas con su fortuna.
El multimillonario goza hoy de un inédito foco mediático tras la victoria de Donald Trump y su inclusión en el Departamento de Eficiencia Gubernamental del nuevo gobierno de los EE. UU., tras haber sido un activo clave en su campaña. Aunque ya se había colado en los debates políticos recientes desde que adquirió la red social Twitter, la rebautizó como X y la convirtió todavía más en un pozo de odio y desinformación en la que participa activamente marcando agenda y promocionando determinadas figuras políticas y mediáticas de la extrema derecha global. El hombre más rico del mundo se ha metido de lleno en un juego cuyas reglas no ha inventado él, y del que participan también los que hoy hacen aspavientos ante su entrada a la partida.
El
magnate lleva tiempo lanzando guiños a todos los líderes de la extrema derecha,
con especial atención a Alternativa por Alemania (AfD), que podría lograr unos
resultados inéditos en las elecciones del próximo mes de febrero. Musk anunció
que entrevistaría a su lideresa, Alice Weidel, al mismo tiempo que insultaba al
canciller Olaf Scholz y al presidente del país, Frank-Walter Steinmeier. El
multimillonario se ha metido también de lleno en la política del Reino Unido,
rescatando una historia de abusos sexuales de hace diez años para atizar su
habitual racismo, y defendiendo al ultraderechista Tommy Robinson, un agitador
con numerosas causas judiciales a sus espaldas. El uso de la desinformación,
todavía hoy prácticamente impune, es su herramienta favorita. Visto esto, las
extremas derechas que todavía no han sido bendecidas por Musk se esfuerzan por
llamar su atención y esperan a que algún día, el dueño de Tesla les dé un
empujón en alguno de sus tuits.
El
pasado lunes, el primer ministro británico Keir Starmer y el francés Emmanuel
Macron salían a la palestra contra Musk, arrogándose la legitimidad democrática
de su cargo y alertando de la injerencia del magnate en las políticas de sus
respectivos países. “Debemos conseguir una agenda de defensa de la democracia”,
reclamaba Macron, al mismo tiempo que alertaba sobre el poder creciente de las
multinacionales tecnológicas, a las que cree capaces de condicionar gobiernos e
incidir perversamente en el debate público. Hablaba el francés de una nueva
“internacional de reaccionarios” que representa a “grandes intereses
financieros privados”, como si esto fuese una novedad en el capitalismo, en
Occidente o en su propio país. O como si Occidente no hubiese sido
históricamente parte de muchas y más brutales injerencias en otros países para
instaurar o destituir gobiernos y condicionar políticas.
Macron
sabe que esa internacional reaccionaria es hoy más poderosa que nunca gracias a
políticas como las suyas y las de muchos de quienes hoy alzan la voz contra
Musk. Y que este no hace nada que ellos no hayan hecho antes en otros momentos
y en otros escenarios. Lo mismo que Christian Lindner, líder del Partido
Liberal de Alemania (FDP) y exministro de Finanzas, quien también criticó a
Musk por “provocar el caos”. Ambos son parte de un sistema donde el capital,
las grandes fortunas, siempre han condicionado gobiernos, políticas y debates
públicos. Donde las políticas económicas y exteriores de sus respectivos países
han tenido efectos devastadores en otros. Son, además, parte de esos políticos
que han decidido competir, que no combatir a la extrema derecha que hoy usan
como espantajo, comprando sus marcos, sus propuestas, su lenguaje y sus
recetas. Legitimándola e incluso pactando con ella antes que con las fuerzas
progresistas. Ahora, unos outsiders amenazan con colarse en la fiesta y ser los
protagonistas, y eso es en realidad lo que no les gusta, más que lo que
proponen, que, en parte, ya están aplicando.
Musk
no es ningún elemento extraño al modelo que entre todos los países capitalistas
han ido construyendo. El sudafricano ha amasado tal capital y, por extensión,
tanto poder porque el sistema se lo ha permitido. Igual que hacen muchas otras
grandes fortunas y multinacionales que, aunque no tengan una cara visible tan
sedienta de protagonismo, influyen igualmente en muchos aspectos de las
políticas de los países y, por extensión, en nuestras vidas. Por esto, las
alertas de Macron y de otros tantos políticos, periodistas y supuestos
demócratas militantes ante el fenómeno Musk sugieren que el problema no es
tanto la injerencia en sí, sino el descaro con el que se ejerce, y la
posibilidad de perder las riendas de la gestión.
Nada
de lo que dicen Musk y los ultraderechistas a los que promociona está lejos de
lo que aplican quienes hoy alertan sobre esta ofensiva reaccionaria. El
discurso racista del magnate y de sus patrocinados, su principal reclamo hoy,
es la cruda ostentación y reivindicación del racismo estructural que existe,
igual que el capitalismo sin límites, cada vez más real que distópico. La ultraderecha
pide que sea todavía más cruel, más evidente, que se ejerza con más orgullo.
Más darwinismo social, más deportaciones, más machismo, más segregación, más
supremacismo, más islamofobia, menos servicios públicos, más miedo y menos
derechos. Acelerar un proceso que ya está en marcha, y ejecutarlo sin
vergüenza, sin ‘buenismos’, sin concesiones.
Los
gobernantes actuales tan solo detestan esto en su retórica. En la práctica,
todo el engranaje funciona en esta dirección, sin necesidad de que gobiernen
los ultras. Solo que queda mal decirlo y más todavía admitirlo, y ante las
evidencias, siempre suena el ‘podría ser peor’ o el ‘al menos no gobierna la
ultraderecha’. El proceso que hoy identificamos claramente con Trump, Milei,
Musk y sus réplicas lleva tiempo fraguándose internamente en las casas del
liberalismo, el conservadurismo y la socialdemocracia. La gestión de todos los
gobiernos de estos signos se ha cuidado mucho de no enfadar a los grandes
capitales, temerosa de aplicar más impuestos a quienes más tienen, de legislar
en contra de sus intereses, o de reforzar derechos y servicios públicos cada
vez más precarizados. Y es que, quién sabe, quizás esos ministros acaben algún
día en algunos de los consejos de administración de esas empresas.
Explicaba
ayer en Público la periodista Alejandra Mateo en qué consistía un nuevo engendro ultraderechista llamado NRx, o
Ilustración Oscura, que promueve gobiernos tecnócratas
ultracapitalistas alejados todavía más de cualquier responsabilidad social. Una
supuesta distopía que ni es ajena ni lejana a lo que llevamos décadas viviendo
en el modelo capitalista actual, en el que los servicios públicos se precarizan
a conciencia y el llamado Estado del Bienestar está prácticamente en
descomposición. En este proceso hay muchos más responsables de los que nos
pretenden hacer creer, ya sea por sus renuncias, sus traiciones o sus
complicidades. Por eso, Musk y la nueva ola reaccionaria que cabalga han venido
a terminar el trabajo, no a proponer nada que no llevara ya tiempo viéndose en
el horizonte.
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