EL FRÍO DE LOS
POBRES
POR DAVID
TORRES
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Puede
ser la vejez acercándose a marchas forzadas, pero la verdad es que este
invierno estoy pasando más frío que nunca, un frío neurálgico, casi metafísico,
que no sólo cala los huesos, sino que traspasa incluso la memoria. Hace casi
dos décadas yo estaba paseando por Varsovia, del brazo de una novia polaca, con
quince o veinte grados bajo cero, y no recuerdo haber pasado tanto frío como
estos días. Allí los borrachos deambulaban a cámara lenta, como los escaladores
en las rampas finales del Everest; uno de ellos amaneció abrazado a una farola,
inmóvil durante tanto tiempo que pensé que había muerto de pie. “No te
preocupes” explicó el hermano de mi novia. “Es el deporte nacional polaco”.
“Está sujetando la farola” añadió su padre.
Al rato el tipo se fue desentumeciendo y a eso de media mañana descubrí que se había alejado cuatro o cinco pasos de la farola, aunque fui incapaz de sorprenderlo en movimiento, quizá unos operarios lo desplazaban en secreto cuando nadie estaba mirando o quizá estaba jugando al escondite inglés en Polonia. Evidentemente, si yo mismo había logrado aclimatarme en menos de una semana, aquel hombre estaba más que acostumbrado a esas temperaturas inhóspitas. Sin embargo, el otro día salía de casa por la mañana temprano y vi a un mendigo durmiendo en plena calle, cerca de Atocha, envuelto en un harapiento saco de dormir, un caos de mantas viejas y un parapeto de cartones. Me agaché a comprobar si seguía respirando y me apartó con un bufido de desprecio, como si le estuviera estorbando las vistas.
Gandhi
dijo una vez que el nivel de una civilización puede juzgarse por la forma en
que trata a sus animales. Estoy bastante de acuerdo, aunque creo que antes
habría que evaluar la manera en que descuida a sus pobres. Pese a que las
estadísticas y los índices económicos advierten que los bancos, las
hidroeléctricas y las grandes fortunas van viento en popa, el dinero ya apenas
nos alcanza para llenar la nevera o encender el radiador, mientras que cada vez
hay más gente abandonada a remolque del gran transatlántico financiero. Son los
náufragos del sistema, vagabundos, pedigüeños a los que preferimos no ver;
personas que no salen en las noticias, ni en las películas, mucho menos en los
anuncios publicitarios: un colectivo zombi que subsiste en la otra cara de la
Tierra.
Mi
amigo, el novelista José María Mijangos estaba en un bar tomando una caña
cuando en la televisión apareció Almeida con su dentadura pletórica y dijo
sonriendo que esa noche todos los niños de Madrid dormirían muy felices porque
a la mañana siguiente iban a despertarse entre un montón de regalos. Me
preguntó si de verdad lo decía en serio o si simplemente teníamos un alcalde
sin un dedo de frente, cuando, sin ir más lejos, para hacer felices a los niños
de la Cañada Real bastaría un enchufe con luz y una estufa encendida. No, esos
niños no existen. A falta de una revolución, un motín o una utopía, no queda
otra que apadrinar personalmente a unos cuantos pobres y continuar la eterna
farsa filantrópica, la limosna predicada por Cristo y por Francisco de Asís que
revela lo poco que de verdad ha cambiado el mundo en dos milenios.
Yo
tengo unos cuantos pobres a los que patrocino como puedo, dándoles unas pocas
monedas cada vez que los veo, y a uno de ellos -que se sienta a leer cada día
en la entrada de un supermercado- lo conozco desde hace casi una década. Es
pobre de oficio, lo mismo que otros son taxistas, albañiles, porteros o
millonarios: un buen hombre que perdió su trabajo por culpa de una enfermedad
crónica y al que la mala suerte no le ha dejado levantar cabeza. No le ofrezco
mucho porque mi economía anda al límite y tampoco puedo hacerme cargo de cada
uno de los indigentes con los que me tropiezo a diario. Aquí recuerdo lo que me
contó otro amigo, el poeta Álvaro Muñoz Robledano, que también tiene varios
mendigos subvencionados y a quien un día uno le interpeló en la esquina por la
que iba al trabajo: “He visto que todos los días vienes por aquí y no me das
nada. Y yo no estoy aquí para perder el tiempo, ¿sabes?” Los principios
sagrados del capitalismo se le habían infiltrado hasta infectar la mano con la
que pedía limosna.
A
mi pobre particular lo vi el día de Reyes sentado en la puerta del supermercado
cerrado a cal y canto, porque un pordiosero no puede permitirse días libres ni
fiestas de guardar. Estaba leyendo, como siempre, uno de esos libros
superventas que se olvidan en el mismo momento de acabarlos -a veces yo le doy
también algún libro intentando mejorar su pésima dieta editorial-, empaquetado
en un abrigo, dos o tres jerséis, un pasamontañas y una bufanda. “Hoy hace
frío, eh” le dije mientras me rebañaba los bolsillos. “No tanto, a todo se
acostumbra uno”. Yo no, yo cada vez tengo más frío en los huesos, en la calle y
en el alma.
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