SOBRE LA LEY DE MEMORIA DEMOCRÁTICA,
MÁS ALLÁ DEL RUIDO POLÍTICO
Es
una mala noticia que la derecha se haya opuesto a esta ley porque ha perdido
otra oportunidad para alinearse con consensos inequívocamente europeos
MIGUEL PASQUAU LIAÑO
Es mala noticia que la Ley de Memoria Democrática haya recibido apoyos tan ajustados y, en particular, que las fuerzas políticas de la derecha conservadora y liberal (PP y Cs) hayan optado por ponerse enfrente de ella. Es una rémora para la ley, porque pierde el impulso propio de las leyes consensuadas y es percibida por parte de la población como una ley de bando, cuando, por su objetivo de justicia restaurativa, pierde buena parte de su sentido si no es una ley de todos, o de casi todos.
Pero también es una mala noticia para la derecha democrática de este país, que ha perdido otra oportunidad para alinearse con consensos inequívocamente europeos, especialmente fraguados en países como Alemania, Francia e Italia y articulados en el Parlamento Europeo con el consenso de los partidos conservadores. Mi impresión, puede que no acertada, es que los partidos de la derecha democrática española comparten los objetivos y principios de la ley pero han preferido rodearla de polémica para presentarla como una pieza más de la política “radical y sectaria” a la que conducen los aliados de la mayoría gubernamental.
Lo especialmente
lamentable es el modo en que se ha justificado la oposición a esta ley. Las
críticas difundidas por tierra, mar y aire combaten una ley que no existe. No
se han formulado reparos técnicos (aunque los haya) ni objeciones a aspectos
concretos del núcleo de la ley, sino que se ha combatido el sentido total de
una ley de cuyo contenido sin embargo no se habla, acaso porque no ofrezca
munición para esa grosera crítica. Son críticas a una ley imaginaria muy
diferente a la real. Es ruido para confundir.
A qué han votado no 159 diputados
Sale gratis
oponerse a una ley “sectaria”, “revanchista”, “pactada con terroristas para
mantenerse en el sillón presidencial”, que “oficializa una verdad parcial” y
una “versión histórica de la transición escrita con la mano de ETA”, y que es
“contraria a la concordia” y la convivencia de los españoles. Pero a lo que 159
diputados han votado “no” es a otra cosa. Han votado “no” a una ley que se
apoya en fundamentos compartidos en la Unión Europea, homologable con la de
otros países que comparten la premisa de que un Estado constitucional tiene
derecho a basarse en un juicio negativo sobre sus precedentes antidemocráticos.
Han votado no, en
concreto, a reconocer como víctimas de la guerra y la dictadura a las personas
que se relacionan en el artículo 3 y a reconocer el derecho a sus familiares a
la verdad, es decir, a la verificación, mediante procedimientos administrativos
y también judiciales –con respeto a la Ley de Amnistía– para el esclarecimiento
de los “hechos y la revelación pública y completa de los motivos y
circunstancias en que se cometieron las violaciones del Derecho Internacional
Humanitario (…) ocurridas con ocasión de la guerra y de la dictadura” (art.
15); a repudiar el golpe de Estado del 18 de julio de 1936 y la dictadura
franquista (art. 1.3); a declarar la nulidad de todas las condenas y sanciones
producidas por razones políticas, ideológicas, de conciencia o creencia
religiosa durante la guerra, así como las sufridas por las mismas causas
durante la dictadura (arts. 4 y 5), aunque sin consecuencias patrimoniales; a
conceder a las víctimas el derecho a obtener una Declaración de reparación y
reconocimiento personal (art. 6); a convertir en política de Estado, a cargo de
la Administración, la búsqueda de “las personas desaparecidas durante la guerra
y la dictadura” (art. 16), así como a la “adquisición, protección y difusión de
los documentos de archivo y de otros documentos con información sobre el golpe
de Estado, la guerra y la dictadura” (art. 26) y la accesibilidad de los mismos
(art. 27); a la creación de la figura de un Fiscal de Sala de Derechos Humanos
y Memoria Democrática (art. 27); a la retirada en lugares públicos de símbolos
y elementos “en los que se realicen menciones conmemorativas en exaltación,
personal o colectiva, de la sublevación militar y de la Dictadura, de sus
dirigentes, participantes en el sistema represivo o de las organizaciones que
sustentaron la dictadura” (art. 35); a la supresión de subvenciones a “aquellas
personas físicas o jurídicas, públicas o privadas, sancionadas por resolución
administrativa firme por atentar, alentar o tolerar prácticas en contra de la
memoria democrática” (art. 39); a la resignificación del Valle de los Caídos,
que en adelante se denominará “Valle de Cuelgamuros”, como espacio de memoria
democrática (art. 54). A esto han votado no. En aras de la concordia.
Víctimas
La guerra generó
víctimas, no sólo en el frente: paseíllos, conventos arrasados, ejecuciones de
líderes obreros o de terratenientes. También hubo víctimas como consecuencia de
la represión franquista institucional, sistemática y metódicamente planeada
desde el poder, con los medios del Estado: ejecuciones de muerte, torturas,
presos políticos, trabajos forzosos, sanciones, desapariciones, incautaciones.
Y no sólo en los primeros momentos, tras la victoria: durante casi 40 años, en
España muchas personas fueron condenadas por defender públicamente la
democracia, militar en un partido que no fuera el Único, sindicarse al margen
de los sindicatos oficiales, denunciar la vulneración de derechos humanos por
parte del gobierno, publicar o guardar en casa textos contrarios al Régimen,
criticar en una homilía una decisión del gobernador civil, o reunirse sin
autorización gubernativa. El repertorio de sentencias del Tribunal de Orden
Público es un suculento muestrario de la represión puramente política que no
puede sino producir bochorno. También hubo madres que fueron separadas de sus
hijos recién nacidos y no llegaron a enterarse de cómo y por quién fueron
adoptados, e hijos que aún no saben que fueron separados de sus madres. Otros
fueron condenados por delitos de sangre, pero en procedimientos inquisitivos
que no respetaban el derecho de defensa, por lo que la acusación se convertía
en sentencia sin garantía de contradicción.
El repertorio de
sentencias del Tribunal de Orden Público es un suculento muestrario de la
represión puramente política que no puede sino producir bochorno
Una legislación que
abomine de esos crímenes y esas prácticas de represión, anule las condenas y dé
el estatuto de víctimas a quienes las padecieron no puede percibirse por una
mente sana como resentimiento sectario, ni como revanchismo. No es más que el
pago tardío de una deuda contraída con quienes han tenido que guardar su
agravio en la memoria privada de la infamia.
Guerracivilismo
El guerracivilismo
no está en la condena del franquismo, sino en seguir creyendo que investigar a
fondo, con medios y procedimientos públicos, lo sucedido en la guerra y en la
dictadura, divide a los españoles. Esto es lo que produce vergüenza en el
contexto de las políticas y recomendaciones europeas e internacionales de
memoria histórica, que parten de la premisa opuesta: no hay suelo firme para la
democracia si ésta no se asienta en un conocimiento cabal de los episodios
antidemocráticos de la historia del siglo XX, entre los que desde luego se
encuentra el franquismo. Resistirse a la investigación de las violaciones del
derecho humanitario internacional por el temor de que pueda molestar a una
parte de la población, o de que genere división entre los españoles, comporta una
inadmisible equidistancia entre agresores y víctimas que una democracia no
puede aceptar.
El guerracivilismo
está en seguir creyendo que investigar a fondo con medios y procedimientos
públicos lo sucedido en la guerra y en la dictadura, divide a los españoles
La ley no traza la
línea entre la derecha y la izquierda, sino entre el franquismo y la
democracia. Si incluye una condena explícita del régimen franquista no es por
ser “de derechas”, sino por ser una dictadura. Las víctimas contempladas por
esta ley son (además de las que sufrieron represalias por motivos políticos en
ambos bandos durante la guerra), las de una dictadura militar asentada sobre un
golpe de Estado y una victoria bélica, cuyos principios y fundamentos eran
radicalmente contrarios a los principios constitucionales que ahora nos parecen
obvios. En el informe emitido por el Consejo General del Poder Judicial sobre
el anteproyecto de ley se percibe la deslegitimación de las sentencias y
resoluciones de condena emanados de los órganos y procedimientos del franquismo
como una natural consecuencia de la “sucesión de ordenamientos jurídicos”: son
nulos porque el Estado constitucional es incompatible, en los principios más
básicos, con el que le precedió.
¿Dónde está el
sectarismo, si la ley equipara en su condición de víctima a todos los que, de
uno u otro bando, sufrieron persecución durante la guerra civil? ¿O es que se
pretende una neutralidad en el juicio a las instituciones represoras del
franquismo que se implantaron como resultado de la contienda? ¿Debería la
España actual respetar asépticamente el “principio de legalidad” del
franquismo? La Transición y la aprobación de la Constitución deslegitimaron ya
aquel régimen, y está bien extraer decididamente las consecuencias de esa
deslegitimación para completarla.
No es sectarismo,
desde luego, que la ley haya elegido el 18 de julio de 1936 como fecha inicial
para la producción de sus efectos de restitución moral de las víctimas. Las
víctimas de los desmanes anteriores al golpe de Estado, en particular si los
ejecutores fueron los movimientos incontrolados de izquierda, fueron o pudieron
ser, sin ningún obstáculo legal, reconocidas como víctimas a partir de 1939, en
un contexto que sí fue inequívocamente sectario y frentista.
La ley de amnistía
fue imprescindible para que España pudiera pasar página. Aquella amnistía
impide la persecución penal de los hechos delictivos contemplados en ella,
salvo acaso los delitos de lesa humanidad, que no admiten leyes de punto final
según el derecho internacional. Pero la amnistía no impone un olvido ni impide
la investigación, incluso judicial, de aquellos hechos, al margen de toda
consecuencia penal, como modo de dar satisfacción a las víctimas. Esta es la
más importante aportación de la ley que acaba de aprobarse.
La excusa de EH-Bildu
Particularmente
injusto es que se diga que la Ley de Memoria Democrática es una concesión a
EH-Bildu, y “por tanto” a ETA, a cambio de mantener el sillón presidencial. Al
margen de la cansina e injusta equiparación entre EH-Bildu y ETA, y del
recurrente uso político de las víctimas de ETA (abruptamente criticado en su
cuenta de Twitter por Consuelo Ordóñez, que representa como pocos la memoria
del daño producido por ETA), tal afirmación es injusta con la multitud de personas
y movimientos que llevan muchos años reclamando tenazmente la aprobación de una
ley como ésta y preparando sus contenidos con estudios e informes.
Para la elaboración
de esta nueva Ley se contó desde el principio con el protagonismo de las
asociaciones memorialistas
La Ley de Memoria
Histórica de 2007 fue un primer paso que demostró sus insuficiencias.
Asociaciones y movimientos insistieron en afilar las genéricas previsiones de
aquella ley para alcanzar una verdadera justicia restaurativa con las víctimas,
y crearon complicidades con organizaciones internacionales para reclamar “más
memoria”. Para la elaboración de esta nueva Ley se contó desde el principio con
el protagonismo de las asociaciones memorialistas. El anteproyecto de ley
recibió, en el trámite de consulta pública, más de 1.900 aportaciones de este
movimiento, muchas de las cuales “subieron al marcador” de la ley. Tras ese
periodo de consulta, el Gobierno aprobó el 20 de julio de 2021 el Proyecto de
Ley de Memoria Democrática, que todavía recibió relevantes aportaciones en su
tramitación parlamentaria. Ha habido mucho trabajo de muchas personas en su
confección. No es justo para estas personas asignar a la ley por la que han
trabajado el sello de “ley Bildu”.
Entiendo el enojo
que el recurso a ETA debe producir en la Plataforma por la Comisión de la
Verdad, integrada por más de cien organizaciones y asociaciones memorialistas y
de derechos humanos; en la Fundación Cultura de Paz, en la Fundación
Internacional Baltasar Garzón (FIBGAR), en la Asociación de la Memoria Social y
Democrática (AMESDE), en la Fundación Francisco Largo Caballero, en la
Fundación 1º de Mayo, en el Movimiento por la Paz (MPDL), etc. Los 159 noes en
la votación de la ley, y sobre todo sus explicaciones, no sólo han dado la
espalda a estas entidades, sino que las ha abofeteado dándole el protagonismo a
EH Bildu, que llegó a última hora y cuyos votos ni siquiera eran necesarios
para aprobar la ley.
Es cierto que una
disposición adicional de la ley lleva la marca de Bildu: una comisión técnica
estudiará las violaciones de derechos humanos en el periodo comprendido entre
la aprobación de la Constitución y el 31 diciembre 1983, si bien no se
reconocen como víctimas de memoria democrática a aquellos cuyos derechos se
hubieran vulnerado en tal periodo. Puede discutirse la idoneidad de la fecha
tope elegida (en mi opinión habría estado más justificado situarla en el 23 de
febrero de 1981, fecha del último gran grito franquista dado desde el poder
postconstitucional), pero nada de perverso hay en reconocer que hubo inercias
policiales franquistas aún después de la Constitución. ¿Quién teme a Virginia
Woolf?
Y un pronóstico optimista.
Seguramente el
tiempo dejará las cosas en su lugar. Es probable que, una vez pasado el momento
de espuma, las olas de la memoria democrática fluyan con naturalidad y sin
estridencias. Es probable también que un cambio en las mayorías parlamentarias
no comporte la anunciada derogación de la ley, sino acaso alguna modificación
técnica o simbólica. Los consensos que no permite el momento político actual
podrán irse formando en la acción conjunta entre Administración central y
administraciones autonómicas en el desarrollo y ejecución de la ley, una vez
apagados los ecos del ruido con que nos han querido confundir. No es pensable
que la derecha democrática española siga arrinconándose fuera de un consenso y
de unas políticas que, más aún que nacionales, son europeas e internacionales.
La concordia entre los españoles, que necesitó aquella imprescindible Ley de
Amnistía, merece estar basada en la memoria, y no en el olvido. La dignidad de
las víctimas impone un deber de memoria, y la amnistía no impuso un deber de
amnesia. La memoria no puede tener punto final. Ojalá en unos años la memoria
democrática sea un patrimonio común de los españoles.
Dejo aquí el enlace
al texto de la verdadera Ley de Memoria Democrática, para que comprueben que se
parece poco a lo que “de oídas” se ha dicho de ella.
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