SOMOS PALESTINOS Y NO VAMOS A ABANDONAR NUESTRA TIERRA
POR SALAH HAMOURI
Salah Hamouri es abogado de origen franco-palestino, investigador y expreso político de Jerusalén. Sus repetidas detenciones por parte de Israel motivaron importantes polémicas en la Francia natal de su madre, y la sociedad civil se movilizó por su liberación. En este artículo nos cuenta de primera mano su lucha, la batalla por Jerusalén y su experiencia en la disputa por la justicia palestina.
En 2011 salí de la cárcel israelí como
parte del intercambio de prisioneros que supuso la liberación de más de 1027
palestinos del sistema carcelario colonial y punitivo de Israel. Después de
estar detenido nueve años —había entrado a la cárcel a los diecinueve— quería
seguir con mi vida, estudiar, tener una familia y recuperar los años que las
autoridades de la ocupación me habían quitado. No me di cuenta de que mi
liberación no era más que el comienzo de un calvario que me convertiría en un
campo de experimentación para los crecientes e incesantes ataques de Israel
contra las palestinas y los palestinos.
Tras mi liberación, viajé a Francia, el
país natal de mi madre, para reunirme con quienes habían luchado
incansablemente por mi libertad. En Francia, mi detención se había convertido
en una especie de causa célebre de la izquierda, y conocí a numerosas figuras
públicas y políticos que habían hablado a mi favor. Allí conocí también a Elsa
Lefort, la mujer con la que me casaría y que se convertiría en la madre de mis
dos hijos. A mi regreso a Palestina, cambié la sociología por el derecho con la
esperanza de convertirme en abogado y defender a los que, como yo, sufrían las
consecuencias de la ocupación israelí. Empecé a buscar formas de construir una
vida en mi ciudad natal, Al Quds (Jerusalén), sin sucumbir bajo el peso
aplastante que tenía el brutal régimen colonial de Israel.
Pero el Estado israelí tenía otros
planes. En 2015, el comandante militar de Cisjordania, Nitzan Alon (entrenado
por los militares franceses), me prohibió entrar en Cisjordania desde
Jerusalén, medida que me impidió rendir mis exámenes de derecho. Al año siguiente,
detuvieron a mi esposa embarazada en el aeropuerto cuando intentaba llegar a
nuestra casa familiar de Jerusalén. La policía israelí la interrogó y la
deportó a Francia. En 2017, me detuvieron de nuevo y estuve encerrado trece
meses sin juicio. Volvieron a detenerme en 2020 y pasaron nueve semanas antes
de que me liberaran «condicionalmente» bajo cláusulas demasiado imprecisas.
Fuera de la cárcel el cerco también es
cada vez más estrecho. En 2018 el parlamento israelí aprobó la ley de
«violación de lealtad», cuyo propio nombre atestigua sus intenciones
draconianas. La ley otorga al Ministerio del Interior israelí el poder de
despojar a los palestinos de Jerusalén del precario estatus de «residencia» que
garantiza nuestros derechos en la ciudad. Desde 2020 lucho en los tribunales
israelís contra mi expulsión de Jerusalén y hoy estoy al borde de la
deportación en el marco de una campaña que la Federación Internacional de
Derechos Humanos definió como «acoso judicial». Una de las consecuencias es
que, salvo por un permiso de dos semanas que se me otorgó para asistir al
nacimiento de mi segundo hijo en abril de 2021, no me permiten viajar a Francia
para ver a mi esposa.
Forzados a abandonar nuestros hogares
El acoso que sufro es solo una parte de
un esfuerzo concertado mucho más amplio y creciente para debilitar y desactivar
la resistencia de la sociedad civil palestina. El año pasado, Israel clasificó
como terroristas a algunos de los grupos de derechos humanos más conocidos de
Palestina, entre las que está, Addameer, la organización de derechos de los
presos para la que trabajo. El Estado israelí practica redadas rutinarias en
nuestras oficinas, confisca nuestros equipos, detiene a nuestro personal y
presiona a los donantes para que dejen de apoyarnos. A finales del año pasado,
descubrí que habían intervenido mi teléfono con un programa espía Pegasus y que
Israel vigilaba permanentemente mis datos y los de otros cinco miembros de la
ONG.
Estas actividades apuntan a un único
objetivo: obligarme a abandonar Palestina. Desde su creación el movimiento
sionista intenta expulsar de nuestra tierra a todos los palestinos que pueda.
Los libros de historia atestiguan los animados debates de las conferencias
sionistas sobre los mejores métodos para fomentar la salida de los palestinos.
En la Nakba palestina de 1948, los argumentos a favor de la «expulsión forzosa»
triunfaron decisivamente y el Estado de Israel forzó a más de 750 000
palestinas y palestinos a abandonar sus hogares.
Desde entonces, Israel desarrolla
métodos cada vez más intrincados para expulsarnos. Es evidente en mi ciudad
natal, Jerusalén, que hoy está en la mira de los planificadores urbanos
israelíes que pretenden transformar a las palestinas y los palestinos en una
minoría aislada sin derechos ni presencia. La expulsión de las familias
palestinas de Sheikh Jarrah —simbolizada brutalmente por la demolición de la
casa de la familia Salhiya a las 5 de la mañana del día más frío del año— es el
incidente más conocido de limpieza étnica, pero convive con iniciativas
similares en toda la ciudad.
Negarse a agachar la cabeza
Crecer en Jerusalén, en medio de esta
injusticia extrema, me obligó a protestar y a encontrar una manera de resistir.
De niño fui testigo de las demoliciones de casas y de las detenciones, y
presencié el acoso diario a las familias por parte de los soldados israelíes en
los puestos de control. Ya desde muy joven supe que no podía quedarme de brazos
cruzados y me lancé al activismo político. A los dieciséis años me dispararon
en la pierna y me arrestaron durante cinco meses simplemente por distribuir
folletos y ser miembro de un sindicato de estudiantes. Me agarraron de nuevo en
2004 y pasé cinco meses bajo la carátula de «detención administrativa»,
amparada por una antigua ley británica que permite la detención prolongada sin
juicio.
Volvieron a detenerme en 2005. Me
acusaron de intentar asesinar a un político israelí de extrema derecha, aunque
la policía israelí nunca aportó ninguna evidencia: no se presentaron armas, ni
plan, ni pruebas físicas. Bastó el testimonio de otras personas obtenido bajo
condiciones de tortura. Sabiendo que probablemente me condenarían
independientemente de los méritos del caso, logré negociar una pena de siete
años. En aquel momento, me ofrecieron la alternativa de quince años de exilio
en Francia; pero conociendo las intenciones de Israel de deportarme, me negué.
Todo lo que hace el régimen de apartheid
de Israel tiene como objetivo silenciarme, incitarme a renunciar y a abandonar
el país, como hacen con cualquier palestina o palestino que se niegue a agachar
la cabeza y someterse a la limpieza étnica. Las autoridades israelíes crean un
plan de acoso específico para cada persona políticamente activa, a la que
detienen y acosan sistemáticamente, y cuando esto no funciona, la despojan de
sus documentos de identidad o de su seguro médico y apuntan contra su familia y
contra sus negocios. Se dirigen a los que manifiestan su descontento con el fin
de debilitar nuestra resistencia colectiva y expulsarnos más fácilmente.
Mi propia historia demuestra que el
régimen israelí es absolutamente despiadado. Opera con una crueldad calculada
que no conoce límites. La separación forzosa de nuestra familia tiene como
objetivo infligir sufrimiento, negar que mis hijos tengan un padre y vivan las
experiencias y alegrías de crecer en su tierra natal con el amor de su familia
extensa. La interacción con mis hijos se limita a momentos robados por
videollamadas, que son intentos de forjar y mantener una conexión a pesar de la
distancia.
Esto no es lo que quiero para ellos.
Pero es mejor que sepan que luché por justicia en vez de aceptar pasivamente la
limpieza étnica; es mejor que yo haga todo lo posible por permanecer firme en
nuestra tierra antes que aceptar el acoso de Israel. Sigo con mi lucha porque
quiero que todas las palestinas y todos los palestinos vivan con libertad y
dignidad, y sé que esto no llegará sin la resistencia y sin el sacrificio de
quienes están dispuestos a tomar posición.
El año pasado, miles de palestinas y
palestinos se rebelaron para defender Jerusalén y provocaron un levantamiento
en rechazo a la colonización israelí que se extendió por todas las comunidades
palestinas. Una nueva generación reiteró su compromiso de llevar adelante la
lucha por la justicia, por la liberación y por los derechos de los refugiados
que viven desde hace décadas en el exilio. Nuestro pueblo no se rinde y tampoco
puedo hacerlo yo, ni los millones de personas de todo el mundo que apoyan a
Palestina y cuyo compromiso con nuestra causa es ahora más importante que
nunca.
Fuente: https://jacobinlat.com/2022/04/15/somos-palestinos-y-no-vamos-a-abandonar-nuestra-tierra/
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